jueves, diciembre 24, 2009


FELIZ NAVIDAD Y UN GRAN AÑO NUEVO PARA MIS AMIGOS TAPARENSES!
Que todos sus deseos se cumplan y todos sus textos se publiquen
de
Krina
(tarjeta protagonizada por mi nieta Amanda, llamada por mi en polaco Dushka)

viernes, octubre 23, 2009

Maggie Taylor


Les presento una obra de Maggie Taylor, una artista que me encanta. Trabaja la fotografía digital y es graduada en Filosofía. Sus trabajos tienen un aire surrealista que por momentos me recuerda los cuadros de Remedios Varo y hasta los de Eleonora Carrington. Espero que le guste y que vean su obra por Internet,
Saludos,
Bea

martes, septiembre 15, 2009

Aeropuerto, continuación

chicos queridos, este texto es el resto de aquel capítulo de la novela, cuyo principio publiqué aquí hace como un mes. Es un poco largo, pero así son más o menos todos. Y cada uno de ellos, traté que fuera como un cuento, o casi, aún leído por separado.
Lo que me aterra es la cantidad de capítulos que tengo y de los que todavía faltan. Éste por ejemplo, es parte del relleno y no de la historia principal. Al fin ya ni sé si hay una historia principal ya que las laterales ocupan mucho espacio.
Por ahora hay que seguir nadando. Bueno, aquí va:
AEROPUERTO (CONTINUACIÓN)
Me quedé paralizada mirándolo con la respiración trancada y la boca abierta, durante no sé cuántos segundos que había necesitado mi cerebro para darse cuenta de que esa vez Francisco, tan pasmado como yo por el encuentro, no me esperaba ni estaba allí para recibirme. No había manera de que hubiese podido averiguar la fecha de mi regreso porque yo la había modificado al último momento, prolongando el viaje por un día para incluir todavía en él la excursión a los Alpes promovida por el padre de Jacques y no había avisado a nadie, ni siquiera a Julia que estaba con su madre en Mérida. Sólo podía tratarse de una increíble casualidad, de esa jugarreta repetitiva del destino que se empeñaba en reeditar en el guión de mi vida motivos rotos e historias inconclusas. Imposible evitar el encuentro, esta vez, ni pretender que no lo había visto. Él estaba parado demasiado cerca y esta vez yo no llevaba lentes de sol ni estaba saliendo de una reunión de obra rodeada de ingenieros, pero el comerciante barbudo que había sido mi compañero de vuelo seguía oportunamente a mi lado y me acosaba con gestos obsesivos, me barría casi el camino insistiendo en que aceptara su oferta de subir a Caracas con él, o que le diera al menos mi número de teléfono. Aquí está mi novio, exclamé en un golpe de inspiración encaminándome con paso resuelto hacia Francisco con una mueca que éste identifico sin vacilar como una llamada de auxilio, y cumplió de maravilla con su papel, abrazándome con gran efusividad y muestras de bienvenida. Su barba mal afeitada raspó mis mejillas.
Ya se fue, susurró tras un momento de permanecer así, y me separé de él. Nos miramos sonriendo y le dije:
—Gracias.
La abrupta complicidad de ese incidente había roto el hielo en que probablemente iba a atascarse cualquier encuentro mío, casual o no, con Francisco.
— No puedo creerlo. —dijo lentamente— ¿Y ese milagro…?
— Acabo de llegar de vacaciones. ¿Y tú?
Él estaba esperando su vuelo a Boston, atrasado por el mal tiempo. Meticuloso como siempre, me dio las explicaciones meteorológicas detalladas de una tormenta tropical, pariente menor del huracán Dionisio que hacía estragos en el Caribe y había tocado La Guaira en un fenómeno atmosférico rarísimo, ya que normalmente esas calamidades no llegaban hasta aquí. Mi vuelo también salió atrasado, dije para decir algo. Y yo no tengo la puta idea de cuándo despegará el mío, afirmó indicando la pantalla de anuncios de salida que tableteaba en ese preciso momento reemplazando las horas en todas las casillas por la palabra inglesa delayed. El hall estaba lleno de gente que reaccionó a la noticia con un revuelo de voces y nerviosismo creciente.
— Bueno, que tengas suerte — dije y levanté la manilla en la esquina de mi nueva Samsonite con ruedas, porque la ilusión inicial de ese encuentro había pasado y estaba comenzando a temblar. No estaba preparada a la cercanía de Francisco. Estar con él así, como si fuéramos dos británicos con paraguas hablando about the weather, era patético. Intolerable para mí.
—Te acompaño —insistió—. Permíteme.
Se encargó de mi maleta. Afuera, el viento rugía como una bestia herida y una ráfaga de lluvia nos golpeó al abrirse la puerta giratoria. Como detrás de una cortina gris, montañas de equipaje y figuras derrotadas se desplegaban bajo techo a todo lo largo del andén sin ningún vehículo a la vista.
— Esto no se presenta bien, Karlota. Dudo mucho de que consigas un taxi.
— No te preocupes. Esperaré aquí.
Pero Francisco tenía una idea mejor.
Me decía que eso no podía estar ocurriendo mientras subíamos al segundo piso y nos instalábamos en una de las últimas mesas libres en el restaurante, era como la continuación exacta de mis sueños del vuelo en un ambiente de luces tamizadas y flores y manteles blancos sobre los cuales los mesoneros, sorprendidos por la temprana afluencia de los comensales se adelantaban en prender los candelabros como si fuera de noche, una reedición perversa en un ambiente más lujoso del guión de mi llegada a Venezuela el año anterior, precisamente de esa parte en la que estábamos en el cafetín de abajo y una mesita de hierro coja me separaba de Francisco quien me había besado entonces, larga y levemente, rozando apenas mis labios con los suyos, pero ahora estaba estudiando la carta con una exagerada atención. Qué había en ese rostro, en esa ligera curva de la nariz y las cejas pobladas, en esa barba de dos o tres días que afilaba sus mejillas, en esa forma sensual en que el labio superior se posaba sobre el inferior, mucho más adelantado, en ese cuello con la pronunciada nuez que dejaba ver la camisa desabotonada, qué misterio hacía que una combinación de rasgos, tan poco diferente al fin de cualquier otra, todavía me dejase sin aliento. Pretendía concentrarme en la carta al igual que él para no toparme desprevenida con sus ojos y su sonrisa, pretendía hablar en el mismo tono ligero del estado del tiempo y de aviones y viajes. Y, ¿ por qué no, al fin? Jamás iba a mostrarle que era demasiado sensible, demasiado vulnerable aún para mantener con él ese tipo de conversación, que ni siquiera era capaz de odiarlo con la dignidad de una persona normal. Nunca fui muy consistente con los odios y los rencores. Me preguntó por mi trabajo y aplaudió cuando le contesté algunas frases en castellano, incluso reiteró cuánto me admiraba por haberme adaptado tan rápido a su país e idioma, como si nunca se hubiera empeñado en reenviarme de vuelta a Suiza lo más rápido posible, asunto irrelevante ahora, al igual que cuatro años de vivir juntos, la pasión, la traición y la horrible escena final en la casa de Boris, todo superado, olvidado y suavizadas sus aristas por un año de realidades suyas y mías que habían tomado cauces inesperados. Ahora él vivía en Estados Unidos y yo en Caracas y era una gran persona, y además, me veía increíble, más bella que nunca, eso dijo aunque yo estaba trasnochada y deshecha por las horas del viaje y él apenas se había atrevido a lanzarme unas ojeadas huidizas. Francisco era una de las pocas personas que siempre confundían con belleza las imperfecciones de mis rasgos, recordé. Nunca se cansaba de mirarme. En la casa de San Laurent a veces nos acariciábamos mutuamente con los ojos, nos comíamos con los ojos en un juego erótico que él llamaba prohibido tocar, mientras nos quitábamos la ropa poco a poco, con el deleite de saborear el deseo. Mi cuerpo, sí, era bello en esos tiempos, era mi fortaleza, un aliado fiel contra el mundo. Pero ahora pasaba inadvertido en un amplio pantalón tipo bangy’s, zapatos planos, franelita y un sweater que mantenía cuidadosamente abotonado, porque los nervios y la cercanía de Francisco me erizaban los pezones.
Más bella que nunca, dijo: habría dicho cualquier cosa para ser amable.
—Gracias. Es porque vengo de vacaciones.
— No me vas a creer esto — sus ojos buscaron furtivamente los míos y por un instante lo vislumbré inseguro, perturbado, tal vez, no menos que yo—: Estaba recordando cómo te esperaba aquí mismo, el año pasado, justo cuando apareciste de pronto en la puerta.
Maldito seas, Francisco, pensé, mientras decía con una amable sonrisa, qué cosa, ¿no? como si se tratara de un pasado lejano, muerto y enterrado, ya irrelevante para mí. No debí haber venido, no debí haber aceptado quedarme a cenar con él en esa cálida penumbra iluminada con velas. Pero habría sido peor no haber venido: lo sabía como si al mismo tiempo una parte de mí estuviera esperando el taxi en la cola afuera, en el viento y la lluvia pero a salvo de él, rumiando el desespero de una ocasión perdida, una ocasión para qué, tonta, para esa conversación cautelosa y vacía y, sin embargo, necesaria para mí, porque suavizaba un poco, tal vez, la violencia de la ruptura, de un desgarro intolerablemente abrupto y un año de absoluto silencio.
Saqué mi paquete de Marlboro y me prendió uno con mi propio encendedor: él ya no fumaba, dijo, lo había dejado en Estados Unidos. La cortina de humo ayudaba, como siempre. Háblame de ti, pedí con perfecta frialdad, cuéntame cómo está tu vida, y me refirió que vivía efectivamente no en Boston sino cerca de Harvard donde cursaba un postgrado en el área gerencial cuya denominación especializada en inglés olvidé apenas la dijo, también dirigía una compañía que vendía al por mayor los implementos eléctricos producidos en su planta en Valencia. Pregunté algunas cosas que no me interesaban en absoluto, por ejemplo, cómo había podido abrir legalmente una compañía en Estados Unidos.
— Ojalá pudiera. Por ahora está a nombre de mi suegra que es ciudadana norteamericana..
Admití para mis adentros que se había arreglado verdaderamente una familia política perfecta. Tenían todo lo necesario, aquí y allá. Me habló de los detalles de aquel negocio, del sitio donde vivía y de las muchas manías de los gringos, incomprensibles para un venezolano, y más para él, que había vivido tantos años en Europa. Ningún resbalón incómodo. Fui yo quien pregunté cómo estaba la señora Estévez y dijo que bien, que estudiaba inglés y que estaba esperando un bebé. Así lo había referido: la Trini estaba esperando un bebé, como si no fuera con él. Apagué la colilla con mucho cuidado en el cenicero de cristal. Bueno, dije, felicitaciones. Qué más podía decir. No sé si estoy listo para ser padre, confesó y ya no contesté nada. Pensé en la foto de la boda que había visto en la casa de Boris. Pensé por primera vez en esa muchacha casada, amarrada y embarazada a los veinte años que, según me habían dicho, odiaba hasta mi nombre (que era todo lo que conocía de mí) y ciertamente no necesitaba ningún patético atisbo de compasión de esa forastera que se había creído alguna vez compañera de vida de su flamante marido. Pensé en Mati Nahum jugando con el pequeño Eldad, tan embelesado como lo estaría dentro de unos meses Francisco, padre imperfecto pero encantador, sin duda, en esa vida que llevaba en un espacio vedado para mí y tan desconocido como la otra cara de la luna. Pensé en nuestra antigua casa en Lausanne que recién había visto desde la calle San Laurent, toda remodelada por dentro con pisos intermedios y escaleras y por fin rentabilizada al máximo porque estaba alquilada a tres familias cuyos nombres se podían leer en la puerta. La tormenta batía con una furia gris contra los ventanales del restaurante y mi única preocupación estaba en seguir aturdida, en mantener cerradas mis propias ventanas y no dejar que ningún sentimiento irrumpiera en la superficie y explotara en llanto o en algo peor. Y lo estaba, desde luego: aturdida. Ni siquiera me había fijado cuando los altoparlantes volvieron a repetir el anuncio de que todos los vuelos estaban retenidos hasta nuevo aviso, ni que Francisco había pedido en algún momento dos grandes copas de vodka, hasta que un mesonero las pusiera delante de nosotros. Sin hielo para mí: no lo había olvidado. Levantó la suya y por primera vez desde que me había topado con él al salir del hall de pasajeros me dirigió una mirada cómplice, cambiando de tono como quien troca su ropa formal por pantuflas y bata de casa.
— Karlota. Aún no puedo creerlo… Debo ser el único aquí que agradece esta tormenta. ¿Tienes idea de cuántas veces he intentado verte? Una vez te esperé delante de la obra donde me dijeron que podía encontrarte, pero ni siquiera me miraste.
—¿Cuándo fue eso? ¿No estás viviendo en Estados Unidos?
— Sí. Pero vengo a menudo a Venezuela. Por el negocio, entiendes.
— ¿Dices que hubo otras veces?
— Oh, sí, como tres. Pero las mujeres esas con quienes estás viviendo no me dejaron ni acercarme a la casa. Especialmente la vieja… No, con la negra me fue peor: ¿puedes creer que me dio un escobazo?
—¿Zoraida? — pregunté asombrada, con una puntita de irritación. No me sabía tan protegida ni que él hubiese tratado de buscarme. Como de costumbre, vivía mi vida en la niebla de la ignorancia y los demás actuaban por mí. Pero la imagen de Zoraida persiguiendo a Francisco escoba en mano era demasiado sabrosa para no sonreír —. No sabía nada de esto. ¿Para qué diablos me estabas buscando?
— No lo sé muy bien — admitió—. Era como una necesidad, un impulso. Quería hablar contigo, resarcirte de alguna manera. Nos habíamos separado muy violentamente, Karlota. Yo no quise eso.
Iba a lanzar un ¿y qué esperabas?, si mi padre ni me hubiera enseñado contar hasta diez para no decir nada obvio ni predecible. Lo puse en práctica.
— Puedes seguir tranquilo con tu vida, Fran. Yo ya lo he superado.
— Así parece, por todo lo que he sabido de ti. Y me alegro de ello. ¿Estás con el chico ese, Marcos, o con el sicólogo?
Sonreí a medias, sin despegar los labios. Así que alguien, Boris probablemente, le informaba sobre mi vida. Así que todavía sentía algo por mí, aunque sólo fueran celos: lo conocía demasiado bien para no distinguir el rastro que se había colado en esa pregunta. Sería divertido si no fuera patético, y sin embargo, patético o no, era mejor ese poquito de agua turbia que la sequía de una indiferencia definitiva. Seguí callada y Francisco bajó los párpados.
— Perdóname. No tengo ningún derecho de meterme en tu vida. Sin embargo —la sonrisa conocida, un poco ladeada, me invadió con sus labios dulces y dientes de depredador (y con un agudo sentido de pérdida que creía haber superado)— , sin embargo, encontrarte así, chica, es un verdadero prodigio. Tenemos que brindar por ello.
— Brindemos, pues — dije. Así con fuerza mi copa y vertí una gran bocanada de vodka directamente en mi garganta según la mejor receta de papá. El calor de siempre se expandió por mis miembros y me infundió algo de fortaleza. Por segunda vez me atreví a mirarle a los ojos —nuestros ojos ya no se despegaron después— y pude componer una expresión entre amable y dubitativa cuando lo escuché afirmar que él nunca quiso herirme ni que tantas cosas quedaran sin concluir entre nosotros. Otro mesonero se acercó oportunamente para tomar el pedido y esas palabras volaron como plumas sin peso ni reacción de mi parte entre las consideraciones acerca del fricasé de pollo o medallones de lomito. Me decidí por un coctel de camarones.
— Pero esto es sólo una entrada — observó Francisco. Y yo dije:
— Lo sé. Comí en el avión.
Era mentira, nadie había podido comer en ese avión, pero no tenía hambre, mi estómago seguía encogido. Mi estómago era un nido de mariposas. Mi estómago latía sin cesar con unos latidos oscuros que no venían del corazón sino de más abajo, de mi vientre, de mis vísceras crispadas. Estar allí con él no era un prodigio sino un error, una aberración de la realidad de la cual no llegaba a liberarme. Y, sin embargo, de alguna manera yo lo había invocado entre las turbulencias del viaje, estaba segura de eso. Pidió una botella de vino, dos cocteles de camarones y despidió con un ya veremos al mesonero que inquiría si íbamos a pedir algo más. Francisco cerró el menú y me miró con sus ojos de miel, abrillantados por el vodka o por el recuerdo y seguía sonriendo, el condenado. Su sonrisa cómplice, sólo mía en medio de una fiesta, su sonrisa de niño malo que le pide perdón a mamá, su sonrisa justo antes de soltar mi cabello o bajar la cremallera de mi vestido.
— Sé que me odias y no te culpo. Te hice mucho daño. Pero no creas que te he olvidado, Karlota.
— ¡No me digas!
— Guárdate ese tono irónico. Por favor. No me es fácil decirte esto.
— Vaya, una gran noticia— dije (la vodka hacía efecto)—. ¿Qué no me has olvidado? Qué quieres, ¿ una medalla? Pues, entérate: para mí es perfectamente normal que la gente no olvide de un día para otro cuatro años de amor como si fueran algo desechable. No veo nada raro en esto.
— Porque eres mujer, Karlota. Nosotros olvidamos mucho más fácilmente. Pero yo, y no sé si es normal o no, no he podido olvidarte.
— ¿Y qué se supone que debo hacer con esa afirmación?
— No lo sé. Nada. Sólo quería que lo supieras. No hay día en que no piense en ti.
Con qué facilidad me decía eso a mí, que me hubiera dejado cortar en pedazos antes de confesarle lo mismo. Deja eso, Fran, pedí, es un juego deshonesto e inútil, pero no me hizo caso. Se inclinó hacia mí para vencer el ruido general y sus ojos brillaban cada vez más.
— ¿Quieres saber en qué pienso?
No me interesa, dije sintiendo con desespero que las mariposas se alborotaban en mi estómago y el odioso calor se extendía por mis mejillas, por toda mi cara y mi cuello hasta el escote mientras él me observaba con un manifiesto deleite.
—Es increíble que no hayas perdido la facultad de ruborizarte. Esa es una de las cosas que echo de menos, sabes: tu transparencia, Karlota. Tu fragilidad con toda esa fuerza que tienes. Dios, cuánto te echo de menos.
— Yo no tengo ninguna fuerza — corregí con rabia muy cercana a lágrimas.
— Oh, sí que la tienes. Siempre fuiste la más fuerte de los dos. Pero, para que conste: no me refería a lo que estás pensando, lo siento, iba a decir que extraño las discusiones contigo, el constante cuestionamiento de todo, las horas que pasamos hablando delante de la chimenea en la casa de Saint Laurent. Yo te quise mucho, Karlota… Y ¿por qué diablos lo digo en pasado? Aún no me he curado de ti.
Juraría que lo dijo en serio, aunque apenas pude oírlo en esa sala agitada de pasajeros frustrados que pedían permiso para llevarse las sillas libres o esperaban su turno en el bar o detrás de la puerta y comentaban el desmadre causado por el retraso de los vuelos, pero en ese momento todos gritaban señalando las ventanas y muchos se habían levantado y corrían hacia ellas para ver de cerca el prodigio. Yo también miraba las ráfagas de granos blancos que martillaban los cristales: era granizo. Algo imposible en el trópico. Tampoco era posible que estuviera cenando con Francisco, que me había dicho aún no me he curado de ti en el medio del rumor de conversaciones y tintineo de copas como un dejá vu, como un eco (mucho más débil, debo decir) de tantos momentos imaginados en que él me buscaba al fin —como aquella vez cuando había vuelto arrepentido de Moscú — y me pedía perdón de rodillas y me decía lo que me acababa de decir en esas mismas u otras palabras y yo le lanzaba a la cara con la última satisfacción de la venganza una réplica perfecta que no podía recordar ahora cuando las había pronunciado de verdad, palabras tan reales como los platitos de camarones con lechuga que aparecieron ( no me fijé cuándo) sobre la mesa, como las manos y la boca del hombre que me las decía y el deseo de esas manos y de esa boca que aún me revolvía las entrañas y que me hacía sudar y quitarme el sweater, palabras que ya no deberían importarme y no iban a cambiar nada, por supuesto: lo conocía demasiado para ignorar que eran sólo eso, palabras, que no eran mentiras ni verdades —porque Francisco no mentía nunca, sólo trastocaba sus prioridades afectivas según el caso, ocasión y momento — pero aún así, traían alguna estúpida recompensa, algún estúpido alivio y aún más estúpido regocijo. Estiró la mano y retiré la mía antes de que pudiera tocarme, agarré el vaso de vodka y me tomé de un solo golpe el resto.
— ¿Qué es lo que quieres, Fran?
— Nada. Supongo que solo quiero que me perdones. Quiero dejar de pensar tanto en ti.
C’est bon —dije—. Te perdono.
Me encogí de hombros para transmitirle que no era nada tan importante. Necesitaba urgente un cigarrillo, pero temía el temblor que pudiera hacerse notar en mis dedos. Yo, definitivamente, no estaba curada de él.
Estábamos fuera de nuestras realidades, estábamos en un aeropuerto, lugar de tránsito y territorio de nadie —ni tuyo ni mío, Fran—, lo nuestro sólo podía darse en lugares así, pensé, en encuentros y reencuentros, en posadas y hoteles y en un jeep que devoraba las carreteras de Venezuela o en esa antigua casa con chimenea y vigas de madera en una ciudad suiza llena de estudiantes que para mí había sido vida real y jamás sospeché que él no compartiera esa ilusión. Apartó las velas y se inclinó sobre la mesa para hablarme más de cerca y no puedo negar que hizo mucho para sincerarse conmigo, que al menos me había quitado las dolorosas espinas del silencio y del corte total de contacto. No recuerdo de qué me hablaba, no era relevante. Creo que de sus dudas y desespero del año pasado. Creo que de su vida y de su matrimonio, que no era malo, según él, aunque tal vez había sido un error, pero errores de ese tamaño ya no tenían vuelta atrás. Es posible que me hubiera dicho también una u otra de esas cursilerías que generalmente creemos cuando nos las dicen con acentos de sinceridad. Sabía que era un maestro de las palabras, un gran manipulador que siempre encontraba las más certeras, las que yo más necesitaba oír, pero no podía esquivar su embrujo.
Yo no decía mucho, el silencio era mi última tabla de salvación en la marea que me anegaba al pensar en aquel beso del año anterior encima de la mesa del cafetín, (y no era capaz de pensar en otra cosa), en ese golpe brutal de atracción erótica al respirar nuestros alientos, el mismo que nos había juntado al son de las doce campanadas del Año Nuevo en la prehistórica fiesta de nuestro primer encuentro. Esta mesa no era mucho más grande. Mi rostro y el suyo se acercaban como dos cuerpos celestes atraídos por la fuerza de la gravedad. Me di cuenta con pavor que si tan sólo rozara mis labios como lo había hecho entonces, si tan sólo hiciera el más mínimo amago para seducirme, me dejaría arrastrar, a pesar de todo, y eso era algo que no podía permitir. No podía permitirlo, si quería seguir viviendo. No iba a besarlo por pura inercia y el vértigo de la atracción, y si se atreviera a hacerlo él, le propinaría una bofetada ahí mismo, en el restaurante, en público, frente a todos. Sí, eso haría. Una buena bofetada, la que se merecía. Mis labios se entreabrían, podía sentirlo, mi cabeza daba vueltas y mi mano derecha hormigueaba, vamos, inténtalo y verás. Pero el ladrido de los altoparlantes interrumpió oportunamente el hechizo anunciando la cancelación definitiva de todos los vuelos — el de Francisco estaba previsto para las seis AM del día siguiente— y la gente comenzó a salir en desbandada hacia las taquillas de sus respectivas compañías. De pronto, tuve una iluminación. No me dejaría seducir por él —eso jamás—, pero podía cambiar el guión. Inspiré hondo, conté de nuevo hasta diez y me adelanté:
— Bueno. Yo también creo que nos hemos separado demasiado mal y que nos queda algo pendiente. Si quieres acostarte conmigo, es una ocasión irrepetible. Ni siquiera vas a gastar un centavo: allí dicen que tienes derecho a un hotel.
Francisco se atragantó con un camarón. Que yo tomara la iniciativa era algo que no había previsto. Yo no era así. Yo no hablaba así, con esa frialdad y espíritu práctico, yo no podía estar diciéndole eso.
— Y ¿por qué no, Fran? El casado eres tú. Yo no tengo problemas. Sólo quería ahorrarte tiempo.
— ¿De veras piensas que se trata de esto? ¿Que buscaba acostarme contigo? ¿Qué tan amoral crees que soy, Karlota?
Preferí no contestar eso.
— ¿Cuál es tu problema? Soy yo la que te hice la proposición.
— Lo siento —dijo con firmeza, casi ofendido—. No puedo hacerlo.
Levanté las cejas en una muda pregunta y confirmó que estaba seguro. La respuesta era: No. Definitivamente: no.
—Lástima— observé—. Las circunstancias como éstas no se repetirán jamás. Yo lo sé y tú lo sabes.
— Lo sé. Pero no puedo.
— Aprecio que seas tan fiel a tu mujer.
— No es por eso. Es por ti. No quiero hacerte más daño.
Me eché a reír.
— ¿Más de lo que ya me hiciste?
Nos miramos en silencio y me levanté.
—Creo que voy a esperar un taxi— anuncié—. Fue un gusto volver a verte, Fran. Lo digo en serio.
Un beso en la mejilla, un apretón de manos, un gracias por todo y cuídate, un buen viaje, adiós y hasta luego, y ya estaba caminando con mi maleta rodante, haciendo cola para el ascensor — porque el aeropuerto explotaba de gente y había cola para todo— bajando y atravesando el hall principal y la puerta de vidrio con el inevitable golpe de lluvia afuera (el granizo había durado poco) antes de tomar mi puesto en la fila de pasajeros que esperaban en el andén, todo sin prisa, lentamente, sintiendo como pulsaban en mi cuerpo uno a uno, como si los contara, los sesenta segundos de cada minuto que le tomaría pagar la cuenta y bajar a la carrera, salvando de tres en tres los peldaños de las escaleras, porque yo conocía muy bien el brillo en la mirada de Francisco y sabía que no podría dejarme ir. No me volteé hasta sentir su mano sobre la mía en la manilla de la Samsonite con los dedos calientes como si tuviera fiebre y los besos, al fin, sus labios en mi cuello, en mis párpados y mejillas y barbilla, cada vez más cerca de los míos, allí, en el medio de toda esa gente que nos observaba. Te mentí, Karlota, no sólo pienso en nuestras conversaciones frente a la chimenea, también pienso mucho en esto, demasiado… Todavía logré susurrar que tuviera cuidado, que alguien podría reconocerlo, antes de que la voz quebrada con que mandó todo al diablo se expandiera en mis entrañas con la sensación intacta de perderme en él, en su boca, en su aliento, en los ecos remotos de los días cuando la vida nos emborrachaba y el cielo esponjaba por dentro, en su cuerpo que me aplastaba contra la pared como si nunca fuera a desgarrarse del mío. Sentí los latidos enloquecidos de su corazón y era como volver a casa, la misma amarga dulzura con que volvía a la casa de mi madre en Beit Yehoshua donde dormía en el sofá, porque mi cuarto había sido transformado en un depósito de herramienta
s.

miércoles, septiembre 02, 2009

PARA NO PERDER EL HILO



parece un parto de elefante: cuatro años de escritos sueltos, varios intentos de organizar el manuscrito, un año y medio desde que lo aceptaron, pero al fin está aquí. (Todavía en las librerías no, falta pegar el código de barra...) Es un segundo libro de cuentos, básicamente los escritos desde Agujeros para acá, entre los cuales aparecen como fragmentos de un diario, en realidad muy pocos. La portada la creó mi hijo Alan, no era cosa fácil con este título. La idea era seguir el hilo con el mismo color de mi nombre (rosado - rojo), porque el hilo es en parte autobiográfico, pero los emails de José y de Camilo me enseñaron que un hilo rojo ya de por sí tiene mucha carga simbólica .

Bueno, era para dejar la nota aquí y compartir esta alegría con ustedes.

Mi cuento preferido del libro sigue siendo El secuestro: lo leímos una vez en la casa de Camilo entre copas de vino y el sonido de la lluvia afuera.

martes, septiembre 01, 2009

Rafael Cadenas, ganador del Premio Fil 2009


Desde Tapara, una gran felicitación a este gran y auténtico poeta venezolano

He entrado a región delgada.
Todo lo que canta se reúne a mis pies como banderas que el tiempo inclina.
Aquí el mundo es una estación amanecida sobre corales.
Ésta es la morada donde se depositan los signos de las aguas, el légamo de los navíos,
los mendrugos cargados de relámpagos.
Éste es el huerto de las especias clamorosas, la temporada de arcilla que el océano erige.
Ésta es la fruta de un piélago muerto, la columna desesperada del hambre.
Ésta es la salobre campana de verdor que el fuego crucifica, la tierra donde una tribu oscura
embalsama un clavel.
Ésta es la tinta trémula del día, la rosa al rojo vivo inscrita en los anales de la selva.

Rafael Cadenas

(De Cuadernos del Destierro)

lunes, agosto 24, 2009

Siguen las noches de poesía en Chacao

Siguen las noches de poesía en Chacao

12:48 PM Caracas.- En el marco del ciclo "Noche de Poesía. Para celebrar a los maestros del asombro", se ofrecerá un homenaje a los poetas Lucila Velásquez y Miguel Ramón Utrera, este viernes 28 de agosto a las 7:30 p.m. en el Centro Cultural Chacao de El Rosal, bajo la organización de María Teresa Ogliastri y Alexis Romero.

El encuentro contará con la intervención de los poetas Moisés Jurado, Beatriz Calcaño Eizaga, Alida Ribbi, y Belkys Arredondo, quienes estarán moderados por Alexis Romero.

Destacada poeta, periodista, crítico de arte y diplomática de profesión, Lucila Velásquez estuvo vinculada a la generación literaria de 1948, conocida como "Contrapunto", y actualmente es miembro fundadora del Círculo de Escritores de Venezuela.

Nacida en 1928 en San Fernando de Apure, Lucila Velásquez es la autora por concurso, de la letra del Himno de la Universidad de Oriente (UDO), además de una vasta obra que incluye títulos como: Color de tu Recuerdo (1949), Amada Tierra (Premio Municipal de Poesía, 1951), En un Pequeño Cielo (1960), A la Altura del Aroma (1963), Tarde o Temprano (Accésit al Premio Nacional de Literatura,1964), Indagación del Día (1969), Claros Enigmas (1972), Acantilada en el Tiempo (1982), El Árbol de Chernobyl (1989), Algo que transparece (1991), La Rosa Cuántica (1992), El tiempo Irreversible (1995), La singularidad Endecasílaba (1995), La Próxima Textura (1997), y Se Hace la Luz (1999), entre otros.

Por su parte, Miguel Ramón Utrera fue una de las voces más elevadas de la literatura venezolana, y combinó en su trabajo diario las artes del periodismo, la docencia y la investigación histórica.

Nacido en 1908 en San Sebastián de los Reyes y fallecido en 1993, este gran poeta formó a varias generaciones de aragüeños. Entre sus obras figuran: "Elegía Serrana", "Nocturnal", "Rescoldo", "Calendario de ausencia", "Oficio de verano", "La voz recobrada", "Testigos del alba", "La huella invisible", "Aquella aldea", "Aires de la vida", "Memoria de la espiga", y "Edades de la flor". En 1981 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura, el cual rechazó por no querer recibir dinero como reconocimiento a su obra literaria.

El público tendrá la oportunidad de aproximarse a la obra de estos destacados autores venezolanos, el viernes 28 de agosto a las 7:30 p.m., en el Centro Cultural Chacao, ubicado en la Avenida Tamanaco de El Rosal. La entrada es libre.

Venticuatro Agosto, 2009

En mi curioso ayer prevalecía
la superstición de que entre cada
tarde y cada mañana ocurren
hechos que es una vergüenza ignorar

Jorge Luis Borges



Anoche terminé el libro que leía desde hace una semana, cerré la tapa con solemnidad y repasé mentalmente algún pasaje que quería llevarme, mientras caminaba al improvisado estante de la mesita de noche a buscar el siguiente. Aquí en la playa tengo una selección caótica de libros que, me gusta creerlo, han decidido quedarse.

La mano recorrió poco hasta detenerse en "Venticinco Agosto 1983 y otros cuentos" una bella edición de lecturas fantásticas que publicó Siruela en homenaje a Borges.

Leí "Venticinco de Agosto, 1983" en la terraza y nunca una lectura había sido tan perturbadora. Parecía acaso un sueño que se sumaba a los dos sueños de Borges, pero no había razón inicial para el asombro ya que "nada es raro en los sueños". Recordé a Hanni Ossott y a Guillermo Sucre, quise "recordar" a Borges, al más joven que soñaba al más viejo que lo soñaba, y robarle la pregunta central, la única pregunta que cabe en el sueño, "¿no vas a revelarme nada sobre los años que me faltan?".

Los ojos al final se nublaron, las luces se hicieron insoportables y me quedé tumbado en la hamaca, a oscuras, buscando en las estrellas una explicación, o acaso otra pregunta, mientras una estrella fugaz forzaba un parpadeo.

jueves, agosto 06, 2009

Para muestra un episodio

Hola a todos. Como habíamos conversado en nuestro agradable desayuno, les coloco acá el primer "episodio" de la novela que espero terminar muy pronto. Originalmente la había llamado "Esclavos" pero de un tiempo para acá me inclino más por "La feria de los inestables".

Un gran abrazo a todos,

Ahora

No lo pensó así aquel momento, pero la manera desesperada en la que corría, empapada por la lluvia y mirando hacia atrás a cada segundo, le parecería, muchos años más tarde, una huída como de película.
Pero no ahora, no en el mismo momento de la huida. En ese momento era una carrera al borde del barranco de la locura. Ahora era el miedo. Ahora era el ya basta que tuvo que llegar en una noche lluviosa. Ahora era el ahora o nunca de un escape irracional que nunca antes le había pasado por la cabeza. El ahora que nunca ocurre en la mente sino directamente en el cuerpo, como si éste se tratara de una máquina programada sólo para huir.

Esa tarde había caído con una luz particular, Clarisa se había percatado de ello y supuso que era una especie de señal, de ésas que aparecen para decirte que ya todo ha cambiado. El apartamento, quizás producto de esa misma luz, aunque no estaba del todo segura, le parecía más chico y sentía que las paredes se le encimaban y los muebles la acosaban para aplastarla. Corrió de un lado a otro tratando de agotar su pensamiento, de liberar rabia y angustia para caer exhausta en medio de la sala. Estaba sola y eso no duraría mucho. Feliciano, en los últimos meses, no la dejaba sola mucho rato. ¿Seguirá allí el juego de llaves? ¿No había usado ningún otro sistema de seguridad? ¿Habría sido él tan descuidado?
Clarisa había aprendido a mantenerse calmada, observar y recordar cada pequeño movimiento que Feliciano hacía y pudo así darse cuenta del descuido de ese día, y no sólo ese día, últimamente Feliciano estaba cometiendo errores impensables. Uno de ellos, quizás el peor de todos, era no percibir que ella estaba observándolo todo el tiempo. Esa tarde Feliciano no había guardado las copias de las llaves de la casa en la caja fuerte de su cuarto sino en un cajón de la cocina. Clarisa, de sólo imaginarse que podía escapar, tuvo una sensación de vértigo que casi la hace vomitar ¿Y si me lo encuentro en la mitad de las escaleras? ¿Y si es una trampa? Posibilidades, infinitas posibilidades, tantas que si las consideraba todas indudablemente llegaría Feliciano y ella estaría todavía tirada en medio de la sala sin haber movido un dedo. No quiso pensar más, no le salía pensar más. Se levantó del piso y caminó hasta la cocina. Buscó en la caja que estaba colocada al fondo del último gabinete ¿será que nunca pensó que yo podría saber dónde había guardado estas llaves? Feliciano tiene demasiada fe en el miedo. La sensación de vértigo y náusea no la abandonaron, pero aún así pudo abrir la puerta. Tan fácil, todo estaba resultando tan fácil que dudó si esta huida no sería mas que una puesta en escena, una trampa. Clarisa decidió arriesgarlo todo y, sin dar más vueltas, salió del apartamento, del edificio, de la calle y empezó a correr, en medio de la lluvia, para llegar a un destino intangible que ella llamaría para siempre olvido.
Clarisa quería sacudirse el miedo a toda carrera, pero por más que intentara pensar para olvidar, su mente era un aturdimiento de ruidos, imágenes con interferencia y palabras distorsionadas, había perdido toda capacidad de ordenar ideas. El ahora seguía siendo una amenaza. El ahora le estremecía el cuerpo como un martillazo de realidad que le impedía olvidarse de su pasado, pero a la vez le aturdía el presente y le confundía el pensamiento. Cruzaba una calle, pero no completamente; iba en línea recta, pero sólo por unos segundos. Su mente no se ocupaba de otra cosa que no fuera alejarse lo más rápido posible del apartamento de Feliciano. Qué camino seguir, dónde cruzar, correr sobre la acera o sobre el asfalto, ir en línea recta o zigzaguear, eso no era un asunto de importancia, al menos su cerebro no se ocupaba de eso, sólo se ocupaba de alejarse.
¿Qué tan lejos estaré del apartamento? ¿Hasta dónde habré llegado? ¿Hasta dónde me trajo el miedo? Estaba segura de que eso era lo que la había hecho correr, el miedo. El miedo a la abyección y al silencio; al encierro y a la eterna oscuridad de la costumbre. Así se le iría su vida si no escapaba, bajando la cabeza y aceptando que debía plegarse a las palabras de Feliciano por miedo a que se cumplieran unas amenazas que cada vez parecían más absurdas. Pero ya no pienses en eso Clarisa, estás lo suficientemente lejos. No sabía exactamente dónde, pero sentía que estaba en otra ciudad, sentía que había corrido semanas enteras, todo un año, toda la vida.
Ya no llovía con la misma intensidad, sólo caían unas pocas gotas, una llovizna muy ligera. Clarisa se apoyó en una pared y se deslizó hasta sentarse en la acera. Vio cómo todo brillaba con ese brillo especial que queda después de la lluvia. La calle, los árboles, los carros estacionados, ella misma reflejaba con más intensidad la luz de los postes. Todo se veía tan extraño, tan fantasmal, tan irreal. Parecía mentira lo que veía. ¿Es cierto? Se estremeció, tuvo miedo de estar viviendo una fantasía, de estar contemplando una mentira. Tenía miedo de cerrar los ojos y abrirlos de nuevo en la sala del apartamento de Feliciano, eso la pondría al borde de la locura. A veces el mundo se presenta como un escenario tan perfectamente construido que te dices a ti mismo “esto no puede ser” ¿Es que acaso no hay nada ni nadie que puedan conectarme con la realidad? Si tan solo pasara un perro callejero yo me convencería de que esto es real y no una especie de set cinematográfico. La calle estaba completamente sola, el parque que estaba enfrente parecía abandonado, ninguno de los edificios ni casas cercanas tenían las luces encendidas, parecía que la ciudad toda estuviera abandonada.
El asfalto reflejaba las luces de los faroles, una leve brisa movía las ramas de los árboles, no demasiado, sólo lo necesario para mecerse a intervalos regulares, como si hubiera unos hombres escondidos con unas cuerdas amarradas a las ramas y las movieran cuidadosamente. Nada de pasos, nada de carros. Y el cielo poco a poco se despejaba dejando ver la luna como pintada sobre una tela. Clarisa cerró los ojos, tuvo que hacerlo, sentía ese momento demasiado artificial, no podía soportarlo y si aún se encontraba en la sala del apartamento debía saberlo de una vez. Pero aún con los ojos cerrados sintió la brisa fría de la noche. No voy a abrir los ojos todavía, la brisa puede ser un engaño de los sentidos. ¿Los pasos también? Esos pasos que comenzó a escuchar y que venían del extremo izquierdo de la calle. Pasos de alguien que caminaba muy lentamente pero de manera disciplinada, sin detenerse, sin variar el ritmo. Cerca, cada vez más cerca, insoportablemente cerca. De nuevo el miedo la hizo reaccionar, fue lo único que la hizo abrir los ojos y darse cuenta de que estaba en la misma calle, que estaba completamente empapada y que unos brazos la sostenían.

domingo, agosto 02, 2009

Taparenses reunidos




De nuevo una parte del grupo de taparenses pudimos reunirnos para desayunar, con la excelente excusa de ver a Camilo quien anda por estos convulsionados lares. Krina, Humberto, Camilo y yo (Beatriz)nos entretuvimos un buen rato conversando (adivinen sobre qué)libros!, recomendaciones de lecturas, proyectos, familia. Hemos batido récord este año en vernos, y siempre pensando que ojalá nos veamos todos los taparenses completos, es decir, Leito, José, Néstor, Juan Carlos y Vicente. Ah, se me olvidaba, salió la idea de crear algo así como un "writers watchers" para esto de ponernos "deadlines" y estimular a las musas. También prometimos alimentar un poco más al blog.
Bueno, aqui les van unas fotos como reportaje gráfico de nuestro agradable encuentro.

viernes, julio 10, 2009

Chicos queridos
Hace tiempo que no he puesto nada en este blog. Y de pronto se me antoja colgarle algo.

Por qué no lo que justamente estoy escribiendo? Este texto forma parte de una novela que con el favor de Dios espero terminar algún día, pero se me va por todos los lados posibles y aún no le veo el final. Es como caminar en una ciénaga sin ver la otra orilla. Bueno, es una muestra
El capítulo se llama: Aeropuerto



Los viajes evocan siempre otros viajes, funden misteriosamente en uno solo todas las ocasiones en las que había recorrido el mismo trayecto, ese vuelo Ginebra - Caracas tras unas cortas visitas en Suiza que remataban mis estadías en Israel, sin embargo, aquel primer regreso a Caracas destaca con nitidez en mi memoria, diferente por ser el primero y por las inusuales tormentas que sacudían el aparato encima del Atlántico, incluso recuerdo la cara barbuda del comerciante que me relataba durante horas su vida y hazañas económicas, pero no su nombre aunque me lo hubiera dicho, probablemente, una y otra vez, mientras se deleitaba con la ortografía tan exótica del mío, con el ka de Karlota y el ese zeta de Szkornik, que había vislumbrado en la etiqueta pegada a mi bolso de viaje. Atravesábamos interminables zonas de turbulencia y la señal luminosa de los cinturones de seguridad no se apagaba nunca en ese vuelo que había salido tarde, porque los pronósticos de mal tiempo en el Caribe atrasaron su despegue por casi tres horas que matamos con Jacques en las tiendas y en el bar del aeropuerto de Ginebra. Venía de una intensa estadía en Suiza que había apurado entre construcciones nuevas y proyectos, hablando de arquitectura en los bistrots de Lausanne y contando sin respiro mis propias experiencias de Venezuela, había ido de visita a la facultad y abusado de mi tarjeta de crédito en tiendas antes inaccesibles para mí, había visto a todos los amigos que importaban y, al término de ese torbellino, una extraña sensación de seguridad me arropaba al comprobar que también allí, como en Israel, los lugares conocidos y los rostros de la gente no habían cambiado durante mi ausencia, y que sus circunstancias vitales apenas se veían perturbadas por los avances deseados o previsibles: el casamiento de una pareja de amigos, el bebé de Ruti, el ascenso de Kian o la jubilación del padre de Jacques que ahora pasaba mucho más tiempo en casa y nos llevó a una excursión en los Alpes.
Por ahora, todos mis mundos estaban a salvo del tiempo.
No quería pensar en Jacques. Estaba molesta y perturbada —más de lo que quisiera admitir—por nuestra última conversación, la cual, propiciada por el retraso del vuelo y por las copas que nos tomamos en el bar, se había desviado por caminos indeseables arruinando cinco días de comunión de almas y amistad perfecta en la casa de sus padres donde, como siempre, me había hospedado. No había nada nuevo en los patrones que regían nuestra amistad, ni en mi íntimo rechazo de verlo como un hombre enamorado (con su masa corporal excesiva ni siquiera lo veía como hombre), pero ese año yo era libre como el viento, ya no podía escudarme en mi condición de novia de Francisco ni sostener la mirada de los deslavados ojos de Jacques clavados en mí desde la trinchera de sus gruesos lentes de miope cuando me había confesado, con esa manera suya de decir las verdades de un modo lento y escéptico de quien está bromeando a medias o no se las cree del todo, que todavía se masturbaba pensando en mí, una a tres veces al día. No tienes por qué ser tan explícito, lo increpé en el mismo tono, la penumbra del bar disimulando mi rubor. También puse en duda la frecuencia enunciada diciendo que tres veces era una exageración o un alarde destinado a impresionarme; ¿eso es lo que crees? preguntó, y nos reímos, y tendí un despreocupado puente hacia otros temas, como si me hubiese hablado de sus hábitos de esquiar y de comer raclette o de que lo estimulara sexualmente la imagen de Jane Fonda en su traje de viajera espacial en Barbarella. Pero más tarde, en el avión, sus palabras persistían en ensuciarme la conciencia. Me sentía secretamente agredida, secuestrada incluso, abochornada como si me hubiera obligado a presenciar cómo se masturbaba a mi lado con su meticulosa lentitud de saurio. Si, en vez de tanto hablar se hubiera atrevido a entrar a mi cuarto en alguna de esas cinco noches, probablemente le habría otorgado lo que él tanto deseaba y yo valoraba tan poco —y por qué no, en fin—, probablemente, sin despegar los párpados, me habría imaginado en los brazos de Francisco: el único y vergonzoso recurso que ni bajo tortura confesaría a nadie, para que todavía, a un año de la ruptura, las caricias de otro hombre provocaran en mí alguna respuesta. Esa era la otra razón de mi malestar. Al fin y al cabo, yo no era muy diferente de Jacques.
El avión avanzaba zarandeado como un juguete en el aire y la incomodidad dejada por esa confesión no se disipaba, aunque pretendiera olvidarla prestando oído al acoso verbal de mi vecino de asiento en cuya verborrea febril había una gran dosis de miedo, el mismo que sentí yo también, cuando, al descorrer la persiana, en vez del eterno sol de la tarde que siempre acompaña ese vuelo una espesa negrura de nubes acechaba detrás la ventanilla. Pero el verdadero peligro era otro. Los viajes evocan siempre otros viajes, especialmente los en que habíamos recorrido el mismo trayecto, y yo no quería caer en esa trampa, ya nada tenía que ver con la Karlota que fui el año anterior cuando atravesaba por primera vez el Atlántico y soñaba con el inminente reencuentro con Francisco, aún enamorada, limpia de futuro y sumida en ese estado de anticipación febril que es la esencia pura de la felicidad. Al fin me di por vencida: cerré los ojos pretendiendo dormir, olvidé a Jacques, a las turbulencias y al barbudo y me dejé arrastrar como presa inerte por el demonio de la nostalgia. Pensar en nosotros dos en el aeropuerto, en el jeep y en la habitación de Melia Caribe era un placer tan dudoso como pasarse las uñas por las costras de una herida que no había cicatrizado por completo y, sin embargo, el dolor no logra vencer las ganas de rascarse, pero al menos me salvó del pánico que se había apoderado de los pasajeros durante la bajada hacia Maiquetía y el resbaloso aterrizaje contra el viento y la lluvia. El tiempo era de verdad terrible, todos nos mojamos al bajar la escalerilla a pesar de los grandes parasoles que nos suministraron en el avión.
Los viajes se funden unos con otros y tienden a devolvernos a los estados del alma que habíamos experimentado en los viajes anteriores: hasta allí, se supone, llegan los límites de ese hechizo, no obstante, cuando salí del hall de pasajeros y me topé cara a cara con él, por un momento sospeché, fulminada de asombro, que también tenían el poder de mezclar los tiempos y recrear realidades. Porque allí estaba Francisco, en carne y hueso. Toda la sangre me subió a la cabeza y el mundo desapareció por un instante en la negrura de un casi desmayo. Sin asomo de duda, era él. Llevaba una camisa blanca y vaqueros desteñidos como si fueran atuendos de un príncipe, y el mismo corte de pelo de mis recuerdos recientes, incluso la misma chaqueta de cuero colgada al hombro y la misma expresión de impaciencia que le había provocado el año anterior el retraso de mi avión. Un año, en fin, no era nada. Tal vez no era nada en el tiempo mágico del trópico que parece volverse sobre si mismo como una serpiente que se muerde la cola, pero yo tenía apenas un año de vivir en Venezuela y todavía no sabía nada de eso.

domingo, junio 07, 2009

Recordando a Montejo a un año de su muerte




La Vida
A Vicente Gerbasi

La vida toma aviones y se aleja;
sale de día, de noche, a cada instante
hacia remotos aeropuertos.

la Vida se va, se fue, llega más tarde;
es dificil seguirla: tiene horarios
imprevistos, secretos;
cambia de ruta, sueña a bordo, vuela

La Vida puede llegar ahora, no sabemos,
puede estar en Nebraska, en Estambul,
o ser esa mujer que duerme
en la sala de espera

La Vida es el misterio en los tableros,
los viajantes que parten o regresan,
el miedo, la aventura, los sollozos,
las nieblas que nos quedan del adios
y los aviones puros que se elevan
hacia los aires altos del deseo.

Eugenio Montejo

domingo, mayo 31, 2009

Aptitud Espacial

Respira profundo y dime qué recuerdas.

La televisión estaba encendida, la del cuarto de papá y mamá, la del cuarto de mis hermanos, la de la sala y la del abuelo.

Las televisiones estaban encendidas y qué más.

Mi hermana hablaba por teléfono y el celular de mi mamá sonaba y sonaba y ella no lo atendía. Los camiones pasaban por la autopista, tocaban corneta y los vidrios temblaban. Los niños del colegio de la esquina pasaban por la puerta de la casa, gritando, riendo, cantando y uno tras otro tocaba el timbre de la casa. Mi abuelo gritaba desde la ventana de su cuarto preguntando quién era, quién estaba afuera. Mis hermanos en su cuarto peleaban porque uno le había ganado al otro en el video juego de pelea callejera que mi papá les había comprado recientemente. Mis papá le daba golpes a la puerta del cuarto de mis hermanos como señal de advertencia, pero el mayor de mis hermanos no soportaba perder y el menor disfrutaba humillándolo. Mi papá golpeaba más fuerte la puerta. Ahora mi hermano menor lloraba. Mi papá gritaba, les pegaba y ambos niños lloraban. Mi hermana desde la sala pedía que todos se callaran porque ella estaba hablando por teléfono. El celular de mi mamá todavía sonaba y ella no lo atendía. Mamá teléfono gritaba mi hermana. Tu celular coño gritaba mi papá. Estoy en el baño respondía mi mamá. El timbre de la casa seguía sonando y mi abuelo todavía preguntaba desde su ventana quién era, quién estaba afuera.

Y tú dónde estabas.

En la cocina.

Y qué estabas haciendo.

Trataba de escribir.

Y por qué quemaste la casa.

No lo sé, pero después, la casa parecía grande y vacía.

jueves, mayo 21, 2009

domingo, mayo 17, 2009

Mario Benedetti (1920-2009)

In memoriam



CURRICULUM

El cuento es muy sencillo
usted nace
contempla atribulado
el rojo azul del cielo
el pájaro que emigra
el torpe escarabajo
que su zapato aplastará
valiente

usted sufre
reclama por comida
y por costumbre
por obligación
llora limpio de culpas
extenuado
hasta que el sueño lo descalifica

usted ama
se transfigura y ama
por una eternidad tan provisoria
que hasta el orgullo se le vuelve tierno
y el corazón profético
se convierte en escombros

usted aprende
y usa lo aprendido
para volverse lentamente sabio
para saber que al fin el mundo es esto
en su mejor momento una nostalgia
en su peor momento un desamparo
y siempre siempre
un lío

entonces
usted muere.

Mario Benedetti

sábado, abril 18, 2009

Quién lee qué en la prensa

El miércoles (15 de abril) me ausenté de mis entrañables encuentros en la
peña literaria semanal para ir a la presentación de los ganadores del
concurso de autores inéditos de Montea Ávila 2008, en la misma sala del
CELARG donde cada dos años se anuncian los ganadores del Rómulo Gallegos,
un premio de “Grandes Ligas”.
Mi amiga Beatriz Calcaño recibía uno de los tres galardones
entregados en la mención de poesía y era una razón suficiente para asistir,
a pesar de la amenaza de cumbres, cadenas y grandes acontecimientos
verbales, además de que por haber ganado este premio en 2006 guardo un
bonito recuerdo.
La sala 1 estaba repleta de autores, familiares y amigos que escucharon con
emoción sus nombres y sus obras anunciadas por el presidente de Monte
Ávila, Carlos Noguera, quien estuvo acompañado en el presidium por Edgar
Páez, funcionario del gobierno que fungió además como jurado en el género
de ensayo.
Después que fue mencionado cada uno de los ganadores, los autores ex
inéditos fueron invitados a dirigirse a la audiencia y el ganador de
narrativa, un muchacho de 26 años, Gabriel Payares, con “Cuando bajaron las
aguas”, habló al lado de Noguera y Páez como representante de los
galardonados de la noche.
Él leyó un discurso algo aburrido para mi gusto, aunque reivindicó la labor
del creador literario y mostró su disfrute en el ejercicio solitario que
significa escribir. Eso se agradece.
La autora de “Expediciones”, mi amiga Beatriz, quien fue aplaudida con
emoción por sus familiares que ocuparon casi media sala por su número, leyó
unas palabras dignas de una poetisa que recordaba la vivencia de una mujer
que veía emocionada desde niña la casa del “maestro” Gallegos que con el
tiempo se convirtió en la sede del CELARG.
Cada uno de los autores pronunció palabras de agradecimiento a Monte Ávila
y a los jurados que los favorecieron. Todos nerviosos, menos (con razón)
los ganadores en la mención dramaturgia, Paúl Salazar y Ciro Acevedo,
quienes mostraron mucho de su dominio escénico con chistes y palabras
repletas de sensibilidad.
Uno de los autores protestó con un sarcasmo el “error” de diagramación de
su libro de poesía (“Mi padre y otros recuerdos”, de Víctor Alarcón), en
tanto que Noguera prometió que en otra ocasión se presentarían los libros
de literatura infantil porque no estaban listos.



Salazar leyó un fragmento de su obra “Yo soy John Lennon”, que arrancó
aplausos y muchas carcajadas, por su pose y acelerada lectura.
Entonces vino el desastre. Noguera decidió darle el micrófono a “quien
quisiera decir algo” sobre el acto y yo pensé: “Va a pasar algo, seguro”.
Al principio, nadie quiso aventurarse a subir al estrado. Pero luego que la
hermana de Ciro tomó el micrófono para vender la “buena obra” del
dramaturgo, un señor con pinta de “poeta”, con una gorra de béisbol y
chaqueta de bluejeans (con este calorón que hay en la ciudad) pidió la
palabra.
Su llegada al estrado tardó una eternidad porque estaba sentado en una de
las primeras filas. Cuando llegó, comenzó a recitar de memoria una rima que
hablaba de la felicidad del pueblo por el rumbo que tenía el país gracias
al “comandante presidente”.
La sala comenzó a sentir algo de incomodidad y un señor mayor pidió la
palabra. Otra eternidad para llegar al micrófono y me dije: “Aquí viene”.
Pues el hombre tuvo una respetuosa intervención, saludó a los autores y a
la vez expresó su preocupación por las denuncias de una funcionaria de la
gobernación de Miranda sobre la destrucción de libros que fueron vendidos
para fabricar pulpa de papel, según las versiones.
Noguera respondió diciendo que era válida la preocupación expresada por
quien intervino, pero aseguró que Luis Alberto Crespo había ido
expresamente a Carora para ver qué estaba pasando con los libros de su
padre, ya que otra denuncia dijo que los había quemado junto con obras de
otros autores reconocidos de la región de Lara.
“Al parecer eso es falso, pero si ocurrió debe ser aclarado. Ahora, es
deplorable que se haya querido hacer de eso como una bandera política”,
dijo.
Señaló que los libros del viejo Crespo los tiene su familia y rechazó las
versiones que intentan lanzar dudas contra una gestión gubernamental que
creó en 2008 la Imprenta Cultural Nacional, que fue inaugurada por el
presidente Chávez.
Agregó de de allí salieron 500.000 ejemplares de “Doña Bárbara”, no se
cuántos de “Los miserables” que fueron regalados y que se tiene previsto un
plan general de lectura para próximamente.
“Los hechos deben ser aclarados pero esto no debe ser una bandera
equívocada para propósitos equívocados”.
“Está bien”, escuché decir en una fila más abajo.
Sin embargo, acto seguido intervino el señor Páez, quien estaba mencionado
en la hoja de invitación como crítico literario, ensayista y docente
universitario.
Lo primero que dijo fue que felicitaba al señor que inició la polémica
porque hizo un señalamiento genérico y mencionó que “se lee en la prensa”
(la versión de la incineración de libros).
“Lo que se lee en la prensa no es necesariamente la verdad de lo que está
pasando. Se dijeron en la prensa un montón de cosas que podemos desmentir y
decir que son mentiras”, exclamó como el poseedor oficial de la verdad.
Agregó que se habló de una quema indiscriminada cuando quizás se trató de
un proceso de desincorporación de libros que es un “proceso normal”, que se
hace cada cierto tiempo por el deterioro y que nadie debería preocuparse
por eso.
Repitió el discurso oficial respecto a que el presidente en cada una de sus
intervenciones “nunca deja de recomendar dos o tres libros” y calificó casi
como un sacrilegio el que se haya sugerido que fueron destruidas obras de
Gallegos, cuando el gobierno respeta al autor de “Dona Bárbara” y tiene una
campaña para promover y masificar la lectura de su obra.
“Esa denuncia tiene una intencionalidad política de la prensa para
enturbiar y entorpecer un gran esfuerzo. Es una mentira que se intenta
imponer en los medios”, sentenció.
Uno a veces se cansa de que todos quieran echarle la culpa a los
periodistas de todo lo que ocurre. Yo tengo 25 años ejerciendo la profesión
y desde que me formé como periodista estoy convencido de algo: Todos los
colegas trabajan con hechos comprobables, que ocurren.
El periodismo no tiene nada que ver con la ficción, se trata de dar la
versión de un hecho que ocurrió en el tiempo y en el espacio, por lo menos
ha sido así desde que estoy en esto.
Siento que ahora se pretenda lanzar contra la prensa dudas sobre lo que
publica, sólo por no asumir las cosas como son. Antes los políticos cuando
armaban un escándalo por una declaración desafortunada decían: “La prensa
malintepretó o tergiversó mis palabras”.
Ahora resulta que la prensa publica mentiras sólo porque a muchos sectores
oficiales no le gusta lo que sale al debate público.
A uno sólo le queda decirles: “Coño, qué carácter”.
Como periodistas y ciudadano no me gustan las estridencias que a veces
muestran los colegas que están en la batalla polarizante, pero sí defiendo
al periodismo porque es una profesión que perdurará a pesar de todo y tiene
sus reglas de éticas. Que algunos no las respetan, está bien, pero eso no
es razón para acusarnos de mentirosos a todos.
Para mí eso de las quemas y destrucción de libros no ha sido aclarado
suficientemente y lo que más me llamó la atención de las intervenciones de
Noguera como de Paéz es que se refirieron todo el tiempo al asunto de
Carora. Que Corora para allá, que Carora para acá, que si Luis Aberto
Crespo fue a ver y tiene los libros.
Pues ni una palabra del comentario que hizo el señor que se refería a lo
ocurrido en las bibliotecas del estado Miranda. Y hasta donde entiendo fue
una funcionaria de las bibliotecas estadales la que denunció la destrucción
para hacer pulpa de papel de obras sublimes como “El principito”, escrito
por un aviador soñador que se estrelló en el mar en la segunda guerra
mundial.
Cero comentario sobre la responsabilidad de Diosdado en lo que se acusa.
Fue ignorado, no me pregunten por qué.
A la salida del acto, compré los libros de Beatriz y de Payares y les pedí
a los radiantes autores que me los dedicaran. Antes de despedirme, me tomé
una foto con Beatriz y mi (también querida amiga) Krina Ber, quien ganó el
premió de inéditos el año 2005 y desde entonces acaparó todas las
distinciones literarias habida y por haber. Me dijo que estaba apurada
porque tenía la reunión del jurado del concurso de la ¿clínica?
Metropolitana.
Yo tenía una cita con un amigo chileno que estaba se paso en Caracas y con
él y mi esposa nos tomamos tres botellas de vino blanco (chileno), a dos
cuadras de la casa de Rómulo Gallegos.
A la mañana siguiente, la ducha apenas me devolvió a la tierra, pero puse
mi mayor empeño para ir a la oficina porque me esperaba una Cumbre del ALBA
que prometía ser noticiosa, de la cual mis editores me pidieron que
informara en detalles, especialmente sobre lo que dijera el comandante Raúl
Castro.
Antes de abrir los diarios, tuve que prestarle atención a lo que decía
Castro de la OEA a su llegada a Cumaná. La verdad que a este señor no le
entiendo lo que dice, así que lo dejé grabando. “Luego lo escucho”, me dije.
Poco después mis editores me llamaron alertándome que Castro había pedido
la “desaparición” de la OEA. Hice cinco párrafos y después de enviar la
nota, al fin pude revisar los diarios.
Apenas pasé la primera página de “El Universal”, un titular alborotó de
forma extraña el desagradable ratón:
“Sustituyeron la estatua de Rómulo Gallegos que estaba en un jardín de
Miraflores por la de Cipriano Castro”.
Ahí no supe más de mí. Creo que me recosté en el sofá de la oficina para
pasar la pea (como díría Gualberto). Pero en verdad no sé si fue ante o
después de vomitar.

Néstor Rojas








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jueves, abril 16, 2009

Tapara celebrando de nuevo




En el Celarg durante la premiación del Premio Inéditos de MonteÁvila Mención Poesía, de Beatriz

lunes, marzo 16, 2009

Chicos queridos, hace tiempo que no entré en este blog, por varias razones que me mantenían apartada. El texto que sigue es la presentación que hice en el Grupo Visión del libro de cuentos de Silda Cordoliani, En lugar del corazón, que ya recomendé una vez en este mismo espacio.

Bueno, es también la primera vez que reseño algo en serio. Espero les guste.



SILDA CORDOLIANI: EN LUGAR DEL CORAZÓN


Es un gran placer para mí presentar En lugar del corazón, porque lo considero un poco como un descubrimiento personal. Con este libro me pasó algo raro: apenas lo vi, el libro, literalmente, me llamó. A veces algo así nos pasa a todos, aunque, por regla general, ocurre cuando conocemos al autor y le otorgamos el crédito suficiente como para comprar compulsivamente cada libro que publique. Pero yo había conocido a Silda como editora de Ediciones B y no tenía la menor idea de que fuera escritora y, mucho menos, una escritora de ese nivel de belleza y excelencia narrativa. La atracción por comprar un libro ocurre también, a veces, porque a uno le llama la atención el título o la imagen de la portada - ¿quién sabe? En este caso leí la contraportada de José Balza, abrí una página cualquiera y lo compré inmediatamente con una insólita seguridad de placer que no ha sido defraudada en ningún momento.
Al encontrarme frente a la tarea de presentar el libro reitero que esos relatos siguen formando para mí un conjunto realmente extraordinario. Cuentan, además, con un prólogo muy acertado y completo de ese gran escritor venezolano que es José Balza , de modo que opinar sobre la narrativa de Silda sin caer en una simple repetición de sus palabras no es tarea fácil. Sólo puedo pretender exponer mi vivencia personal de esa lectura, amparada en la autoridad que tiene cada lector (quien, como el consumidor o, en mi profesión, el cliente, siempre tiene la razón). Voy a tratar entonces de ordenar en palabras qué es lo que me gusta tanto de ese libro y por qué siento tanta afinidad con él.
José Balza destaca dos cosas importantes de la narrativa de Silada: dice que ella sólo se permite escribir relatos persistentes y que su prosa va despertando historias y sensaciones muy bien tramadas en su intensa resonancia. (así termina el prólogo). La persistencia y la resonancia son sin duda dos de mis palabras preferidas cuando de literatura se trata. A veces pienso que son una sola palabra.
La resonancia tiene que ver, por supuesto, con la narrativa. Con la calidad de la narrativa y con el misterio de la narrativa, me atrevo a decir. La lectora que soy es exigente: no se da por satisfecha con que le cuenten una buena historia, ni siquiera con que le cuenten una buena historia bien contada. Para crear esa intensa resonancia que genera la comunión con la materia leída, la ficción (esto no aplica a la crónica, biografía, reportaje ni al ensayo didáctico) la narrativa de ficción, insisto, tiene que hacer algo más que mostrar, dar cuenta de la realidad, denunciarla o explicarla: esa realidad, tiene que craquearla — y estoy usando intencionalmente ese término que evoca la física nuclear y el ámbito de los hackers— tiene que craquear sus capas superficiales y sus protecciones, craquear sus átomos para alcanzar o, al menos, permitir el vislumbre de otro nivel que está por debajo o por encima de ella, un nivel oculto, pero reconocible apenas se devele. Sólo entonces realmente nos toca. Y esto sólo se logra, a veces, por los recursos propios de la narrativa: por el orden o el desorden de los eventos en el tiempo, por el uso de las voces, por la magia del símil y de la metáfora, y por esa sutil inversión de prioridades que el relato concede de pronto a los detalles que no parecen necesarios para el desarrollo de la trama –por esa magia en fin, que es personal y nunca totalmente explicable. Este procedimiento de craquear la realidad se manifiesta de modo más evidente en unos cuentos que en otros. El ejemplo más notable lo encontré en otro libro de Silda, La mujer por la ventana, en el cuento que se llama Adiós, en que una mujer asiste al entierro de su padre y no se nos cuenta nada de su vida ni de la relación con ese padre pero, en ese otro nivel, se nos transmite todo. En el conjunto que nos ocupa, sería el cuento Océano donde la vida entera de una pareja, la comprensión y la incomprensión, las barreras entre las conciencias, el amor y su desgaste, todo cabe en un momento cualquiera de un viaje.
La resonancia tiene que ver con incluir lo no-vivido dentro de lo vivido.
En el caso de En lugar del corazón es evidente que lo vivido incluye también los sueños: el universo de lo soñado se ensancha en la segunda parte del libro hasta tocar los remotos confines míticos de nuestra civilización: la guerra, los dioses, la prostitución sagrada, la transmisión del saber. José Balza menciona con toda razón una larga tradición literaria que está detrás de Silda. A mí me viene a la mente un libro más, que de hecho salió en la misma colección y lo hemos presentado aquí hace cuatro años: Al filo de la vida de Antonieta Madrid. Aunque sus cuentos sean mucho más cortos y condensados, presentan sin embargo la misma característica de fronteras inciertas entre lo vivido, lo recordado y lo soñado. También en los cuentos de Silda la realidad adquiere a menudo la cualidad difuminada de un sueño mientras los sueños se materializan dentro de la experiencia vivida con la nitidez de una pesadilla.
Pero lo no-vivido se cuela también en los relatos de vigilia y actuales, como una dimensión oculta dentro de los eventos narrados: Veamos este párrafo :

Es usted insoportable, ¿ se lo han dicho?
Sí, Oscar Valdez, me lo han dicho muchas veces, pero nadie como tú, con esa mirada de lobo lascivo y miope extraviado en la nieve, con esos labios untuosos que podrían tal vez calmar algo en mi desasosiego, con esas fisuras talladas en la aún tierna piel de tus mejillas y que en este momento daría la vida por palpar, con esos dedos largos y seguros que se aproximan a mi mano justo en el instante en que voy a tomar de nuevo el asa de la jarra y que aparto asustada para buscar no sé qué cosa en mi cartera, el pañuelo, sí, el pañuelo, no para atrapar un estornudo, más bien, lo mejor, para acercarlo a mis ojos escondidos tras los cristales oscuros
(p.48)
Dentro de la trama del cuento, en esa corta escena, como en muchas otras, aletea lo posible que no ocurrirá. La narrativa de Silda me trae a la mente una de las afirmaciones más hermosas sobre literatura que conozco, y que pertenece a Javier Marías:
Las personas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo comprobable y cuantificable y recordable como en lo más incierto, indeciso y difuminado, quizá estamos hechos en igual medida de lo que fue y de lo que pudo ser.
(Discurso pronunciado en Caracas, 1995, durante la ceremonia de entrega del Premio Rómulo Gallegos por la novela Mañana en la batalla piensa en mí. )

En muchos cuentos de En lugar del corazón esa dimensión oculta deriva en atmósfera de misterio, de un suceso a veces imaginario, a veces real y oculto, que de alguna manera contamina las vidas.
Un secreto dentro de un secreto dentro de un secreto, (dice la protagonista del primer cuento). Todos secretos sin sentido, al fin de cuentas.

La resonancia y la persistencia son fenómenos unidos.
La persistencia tiene que ver con el papel del contexto referencial en la narrativa. Ese contexto —político, geográfico, temporal y local —está presente y, aunque a veces situado con apenas pinceladas, perfectamente reconocible, en Caracas, en el oriente, pero nunca se impone como tema de esos relatos que se sitúan en él, pero lo traspasan para llegar a resonancias más universales. Los relatos de Silda son efectivamente persistentes, porque enfocan los efectos síquicos más que las causas y los eventos que los desencadenan. Porque detrás de cada argumento, detrás de cada anécdota late una intensidad de experiencia humana que sobrepasa el contexto de la historia contada.

Son relatos persistentes porque tratan de lo que persiste por debajo de la piel de los protagonistas y por debajo de la piel de los días y del tiempo. Y reconozco esa sutil convicción de la autora de que lo único que merece la pena ser narrado es lo que persiste.

A esas dos características destacadas por José Balza, me gustaría añadir otra más (con la que me identifico totalmente): la búsqueda de la continuidad, del hilo conductor que de alguna manera frene el derroche de la vida en episodios dispersos e impida que el tiempo se escurra sin dejar huella.
Esa característica se manifiesta en la predilección de Silda por escribir relatos largos, y no lo digo solamente en el sentido de la cantidad de páginas, sino en que abarcan largos tramos temporales — incluso vidas enteras— buscando siempre un hilo de coherencia, tenue, oculto, que se ilumina de pronto con la linterna narrativa, para lograr esa sensación proustiana de azar, contingencia, arbitrariedad, abolidas de repente, la biografía de repente “atrapada” en la red de una estructura y la cohesión de un sentido. (Genette G. Figuras III).

Dice Silda que las historias vividas —no todas, supongo, algunas de ellas, el misterio está en ¿cuáles?— se detienen cual presente inalterable y eterno en algún espacio que no podemos percibir y ni siquiera imaginar; lo dice en el cuento Del corazón todavía que termina con una mirada, una mirada mansa color verde oliva, ¿o violeta?, ocupándolo todo; una mirada que creí sólo existía en mi memoria o imaginación, y que en este instante, detenida sobre el rostro rehecho de la que hoy soy, tiene el poder de certificar mi vida.

Por último, creo que sobra destacar que se trata de una narrativa marcadamente femenina. Yo creo que sí, hay literatura femenina. Para no entrar en el océano de material académico acerca de la literatura del género, sólo mencionaré que las características que destaca José Balza, la persistencia y la resonancia interna, son prueba de ello. La búsqueda de continuidades, también. Sin hablar de que la experiencia del mundo en estos relatos, fuera de algunos fragmentos, se narra siempre desde la psique femenina.
Y que, sin buscar más lejos, las mujeres, en su relación con otras mujeres, rivales y aliadas, son casi siempre las protagonistas y el tema del relato.

DE LOS TEMAS, O: ¿SOBRE QUÉ ESCRIBE SILDA?

La intimidad y el secreto.
Lazos de amistad y de generosidad entre mujeres. Tres, el número mágico. La amistad como familia adoptada.
Ser testigo una de las vidas de otras. El otro, la otra, como espejo.
Traición. Lealtad y deslealtad.
Amor. El desgaste del amor. El misterio de los sentimientos, de su desgaste y persistencia.
Sueño y vigía: la fragilidad de la frontera entre ambos. La consciencia de estar soñando.
Desplazamiento, viaje.
El erotismo como comercio sagrado. La sacerdotisa – prostituta. El erotismo femenino como ofrenda, pagada o no.
Y el tema de todo escritor: el tiempo. El paso del tiempo: la degradación física y envilecimiento moral que acarrea. La nostalgia de la juventud, el insulto que transmite el espejo de la juventud
.

DE LOS RELATOS:

La propia autora los divide en dos grupos: VIGILIAS y EN SUEÑOS. (ojo: no se trata de ensueños ni ensoñaciones: son sueños de verdad) Pero la frontera entre ambos estados es a menudo confusa y difuminada.
El primer grupo, VIGILIAS, se compone de seis cuentos.

No es usual colocar el más largo– casi una noveleta – al principio del conjunto. Se trata de Verdades, mentiras y silencios,
La protagonista venezolana, Inés, en la madurez de su vida, viaja a Bilbao donde se encuentra con las hermanas Begoña y Edurne, y también en Madrid con Miguel: tres ex miembros de la familia adoptada, exaltada y feliz, que había formado Inés con esos amigos vascos en los tiempos cuando todos eran jóvenes estudiantes. El quinto miembro de ese grupo, el hermoso Aitor, objeto de deseo de las tres jóvenes de entonces, ha muerto de forma misteriosa en uno de sus retornos a Venezuela, no se sabe cómo ni dónde. A petición de su viuda, Begoña, que necesita el certificado de defunción, Inés llega a contratar la ayuda de un detective margariteño, con quien desarrolla una ambigua relación al margen de la investigación que la llevaría a descubrir (o admitir) su propia culpabilidad. Al igual que otras protagonistas de Silda, Inés pretende mantenerse en la sombra, ser testigo de historias de otras, (poco sabemos de su vida, hijos, etc.) y se derrumba cuando la investigación saca a flote la conciencia de su protagonismo en la parte que le corresponde en la muerte de Aitor. A pesar de su aparente historia de misterio policial, el cuento tiene otros misterios: el de amor no colmado, el de la amistad entre mujeres – tres mujeres, triángulo predilecto de Silda — el desgaste de ambas cosas, que se evidencia en una situación muy típica en esos relatos: la emoción del reencuentro después de muchos años pero también el dolor y la nostalgia, el de silencio y el ocultamiento.
El tema predominante aquí es el ocultamiento, el secreto y la traición que subyacen como episodios sueltos e inocuos en la vida de los protagonistas hasta que se materialice el hilo que los une.

El segundo relato: Cuento en blanco, conserva o más bien desarrolla de otra manera los mismos temas y motivos: el triangulo de tres amigas, encuentros y desencuentros, el paso y el desgaste del tiempo: de hecho, la narración se sitúa al final de sus vidas. A diferencia con aquella Inés que se derrumba al descubrirse involucrada, esta narradora logra eclipsarse totalmente en la despersonalización voluntaria de una testigo: ni siquiera sabemos su nombre y sólo menciona su feliz vida de madre y esposa acomodada con el mínimo necesario de palabras para aclarar que no tiene importancia. El protagonismo lo llevan sus dos amigas, la estrafalaria Ana y la petulante escultora tropical, Tibisay, en el triángulo que forman ambas con el galán ruso llamado Dimitri. También se trata de amores inconclusos, sin culminar, y de una gran traición. Como el primer cuento, este también abarca episodios que atraviesan la vida entera.

En mi opinión, Océano es el cuento más emblemático del conjunto, podría hablarse de él por horas… Desde el punto de vista de la teoría del cuento, es el mejor logrado también. Fiel a los principios temáticos que ya había enunciado, Silda logra condensar en un momento del viaje por carretera toda la vida de dos personajes, hombre y mujer: el amor, el tiempo, la incomprensión, la diferencia de percepción erótica de la relación, y mucho más. Incluso sabemos que son gente madura, que llevan años juntos, entendemos que la probable razón del viaje es la muerte de un familiar o de uno de los padres del marido. En todos los relatos de este libro hay algún tipo de viaje: Venezuela – Bilbao en el primero, Venezuela – Nueva York – Moscú en el segundo, siempre hay un fondo del viaje, luego vendrá el de una mujer al Oriente venezolano en busca de su filiación paterna, un encuentro en el exilio y todos los viajes en los sueños. Pero este cuento se centra en el tránsito en sí, no en los puntos de llegada Es bien conocido el paralelismo entre la narrativa y el viaje, entre la vida y el viaje: otro tema sin fondo… El amor de pareja está abarcado en toda su complejidad en el tiempo, con su desgaste y, a la vez, su persistencia a pesar de la incompatibilidad cotidiana de los personajes, de las mil pequeñas irritaciones; Considero muy acertado y conmovedor el logro de la autora de que toda esa complejidad de la vida cupiese entre una pregunta (en qué piensas) y una respuesta, en la que, (cito a Balza): como un oleaje la brevedad del haiku invade vidas y prosa.

El don cuenta la historia de Carla, una joven madre, quien al constatar el color oscuro de su niño se decide al fin viajar al Oriente para conocer la historia de su padre del que sólo sabe que era negro pero ignora su reputación de brujo. La traición del padre es más bien un abuso de confianza cuando embarazó a su madre siendo ella una niña enferma, confiada a sus cuidados. No sin terror Carla reconoce el “don” en sí misma. El final es cálido e inesperado, en una frase voltea por completo el ambiente sombrío y supersticioso que rodea el cuento hacia un porvenir de luz y esperanza. La voluntad de buscar coherencia y sentido en la vida como un conjunto, gobierna también este relato.

En el cuento Del corazón todavía esta tendencia está conscientemente acentuada, buscada y narrada en primera persona. También aparece de manera aguda la intervención del tiempo y la lucha contra sus destrozos. A sus sesenta y tantos años, la protagonista vive en un exilio político sin retorno, transformada, rejuvenecida e irreconocible por obra de la cirugía (este ser patético con figura de jovencita y alma de Matusalén). La historia ocurre en un bar con música seudo latina donde ella reconoce de pronto al personaje de su país, un ex-amante de juventud a quien atribuye todas sus desgracias, y de quien nunca ha dejado de estar enamorada a pesar de sus muchas traiciones (con ella, con los valores ideológicos que compartían, etc.), a pesar de que se trata obviamente, de una verdadera crápula moral (su cargo actual, Viceministro de vínculos con los pueblos oprimidos, o algo así, nos dice mucho al respecto), a pesar de que lo describe también como una ruina física. Y sin embargo, la tan mencionada persistencia del amor – odio – desprecio – lo que fuera, relacionado con ese hombre, confiere un soterrado sentido a toda la vida de ella.

La mujer en la ventana ya pertenece a medias, en mi opinión, al grupo de los sueños. No es propiamente una historia, me parece más bien una pesadilla que agrupa a muchas mujeres unidas por su forma de experimentar el mundo y la vida desde su propio encierro doméstico o sicológico, a través de una ventana. Con todo el simbolismo de la ventana: apertura que sólo acentúa el encierro, que permite ver y expone a la vista de otros, pero no permite salir, salir es lanzarse hacia la muerte. También aquí encontramos el rastro del tema persistente en esos cuentos, la traición, en ese caso de un hombre que abandona a la protagonista, o a una de ellas. Esa pluralidad ambigua de voces de mujeres volverá, por otros caminos, al final del cuento El Sueño de Annabella.

Los relatos de este primer grupo (VIGILIAS) están situados en los tiempos, espacios y contextos de nuestra realidad. Los de EN SUEÑOS, salvo el primero, que “engaña” porque parece hasta el final anclado en referentes reales, los otros tres: La calígrafa, Babilonia y Sueño de Epifanía tocan más directamente referentes míticos de la humanidad: la prostitución como ofrenda sagrada del cuerpo femenino, los campos de muerte y las guerras, la ciudad amurallada y los laberintos para salir y entrar en ella, la caligrafía, el arte, la transmisión del saber.
En la mayoría de los cuentos de este grupo la temática abarca el hecho de estar soñando y la relación entre el sueño y el, o la, durmiente, que mantiene en el aire una tenue ambigüedad acerca de quién está soñando a quién.
En La calígrafa, un hermoso relato que transcurre en una ciudad amurallada, el hecho de estar soñando es per se germen de una traición, (tema muy recurrente en Silda). En las situaciones de peligro que ocurren en el mundo de este sueño, la condición ambigua del durmiente lleva implícita la amenaza de despertar desamparando a las personas a quienes se ha comprometido proteger. Al mismo tiempo, la siento como una condición tranquilizadora de quien, cual niño rico que juega a ser pobre, toma ciertos riesgos probando vidas que no le corresponden, pero siempre tiene una salida. Es, pues, el mismo individuo en dos mundos.


En El sueño de epifanía son claramente dos mujeres: la soñada y la que sueña. La que, al despertar descubrirá en el espejo un misterioso vínculo con la otra a través del tiempo y la presentida cadena de generaciones que la unen a la mujer ancestral.

En El sueño de Annabella el cuento está ya terminado cuando la consciencia de estar soñando irrumpe en la narración, trastocando la perspectiva y dándole otra profundidad al sentido del relato. Aquí vuelven a repetirse los temas anteriormente anunciados, tan importantes en la obra de Silda: la amistad, tres mujeres, la generosidad y el egoísmo, el paso del tiempo que deteriora las relaciones, la juventud como espejo de edad madura y viceversa. También la traición; cómo no. La deslealtad del tiempo, en primer lugar. La amiga Zoe que se había aprovechado de Liz es quien se aleja de ella, y en cambio la niña le reprocha a Liz su olvido. La historia está enfocada a través de Liz en papel de narradora -testigo, la de bajo perfil, como siempre, pero involucrada, y sin embargo el título sugiere que el sueño no es de ella sino de la joven Annabella. Y en un giro final se descubre que las tres mujeres son el sueño de otra, identificada con ellas y con todas las mujeres, el sueño que yo entendí, a través de mi lectura propia, que es el de abandonarse a la escritura, a ese estado de semi-consciencia en que nacen esas y otras criaturas, y la escritora Silda se despierta de pronto y se pregunta: de dónde surgen, en qué extraño lugar habitan dentro, muy dentro de mí, y, sobre todo, qué diablos intentan decirme. Añado que desde el punto de vista de la estructura del cuento, este final parece añadido sin ninguna razón, como la parodia de tantos malos cuentos en que el embrollo se resuelve con el despertar del protagonista y sin embargo éste no lo necesita para “salvarse”: ya ha sido concluido y funciona muy bien sin él; en ese final se concede entonces la prioridad a un imperativo interno mucho más importante para la autora: distanciarse, poner frontera… acaso despertar.

Krina Ber. 06/03/09










jueves, febrero 05, 2009

Bonzo



El capitán Ahab ha regresado de la muerte.


De pie, sobre un risco que se enfrenta al mar, desea ver una vez más a Moby Dick. En el fondo sabe que no es posible porque la ballena, a diferencia de él, no ha muerto.


El día se desvanece y no hay rastro de Moby Dick. Pero en tierra, con pasos estruendosos, aparece Bonzo. Se detiene frente a Ahab y le dice: “Moby Dick ha muerto, yo la maté.”


Ahab ríe, y responde: “imposible, quien crea que ha matado a Moby Dick se engaña.”


Bonzo desconfía de sus palabras. Bonzo ha tenido al monstruo frente a sus ojos y con sus manos sangrantes la ha dominado una y otra vez. Siempre ha podido, con cada golpe, con la sequedad del redoblante y la maldición del granadero. Moby Dick ha explotado lentamente, rompiendo el silencio con un estruendo que quiere esconderse. Sutil, salvaje. Alto, bajo.


Pero Ahab sigue sonriendo y con sencillez le pregunta: “¿Dónde estamos? ¿En el mundo de los vivos o de los muertos? Yo no regresé de la muerte, tú viniste a encontrarte conmigo en este cementerio que Moby Dick dejó tras de sí, en este sembradío de cuerpos que nunca florecen.”


Bonzo sabe con certeza la respuesta. Cuando creíste que la habías dominado ella te dominó a ti. Live fast, die Young.


Pero no ha llegado aún el momento del silencio. Invéntale el ritmo a los dioses, Bonzo, a tiempo y contratiempo, con sangre en las manos. A la velocidad justa, el grito del cuero y el metal se convierte en rima sin palabras.


Inquietos, melancólicos, los únicos que han visto de frente a Moby Dick abandonan el risco.


Ahab sueña con reconstruir el Pequod.

Bonzo sueña con un concierto.