miércoles, diciembre 21, 2011

La Mosca (tratado de entomología)

[Fragmento]

El gobierno trató de mantener la masacre en secreto. En el momento, la policía encaró las investigaciones con dedicación, incluso con entusiasmo. Al poco tiempo el caso se fue enfriando. Las circunstancias del crimen, cada vez más oscuras e irracionales, desconcertaron a los funcionarios. Se sentían frustrados porque nada tenía sentido. La cantidad de homicidios por atracos y narcotráfico terminó sepultando las investigaciones en un mar de papeles. Al poco tiempo, ya nadie recordaba a los cinco empleados del Ministerio de Ciencia y Tecnología que murieron despedazados en un laboratorio. Todo se había olvidado.
Después del incendio en los archivos de la policía, aparecieron unos documentos que eran parte del sumario policial que se había abierto por la investigación del crimen. Nadie quería reabrir el caso, pero un amigo periodista me llamó y me dijo que los bomberos se habían llevado unas cajas que parecían estar totalmente chamuscadas. Como mi amigo se encargó de cubrir la noticia del incendio en la policía tuvo acceso a las cajas. A nadie parecía importarle el contenido, es más, los agentes de policía parecían estar aliviados porque parte del archivo se hubiera quemado en el incendio. En las cajas estaban los documentos, interrogatorios y algunas fotos del crimen de los investigadores del ministerio. Las cajas llegaron a mi despacho hace dos meses. Todavía estoy tratando de poner en orden mi cabeza.
Abrí la caja y dispersé sobre el piso de la sala de mi casa todas las carpetas y documentos sueltos que había en ella. No todo era legible porque efectivamente el incendio había ennegrecido varios documentos. Se podía ver con claridad una serie de fotos y las transcripciones de varios interrogatorios. Había, además, dos CD que estaban etiquetados como Videodiarios.
Veo el piso de la sala de mi casa y no veo nada. Nada relevante, nada significativo. Veo una superposición de cosas, documentos, papeles, fotos. Pero nada sale de ellos. Me convenzo de que no podré resolver el crimen, de que no podré ni siquiera sacar un gramo de verdad de esos papeles. Sin embargo, colocar unos encima de otros, una foto junto a un interrogatorio, un manuscrito tras un video, una grabación al lado de un retrato hablado, me permiten armar un juego, me permiten armar un personaje, una trama; no el crimen sino un crimen.
Sigo sacando papeles. Dentro de un sobre amarillo había un manuscrito de un libro, al menos la portada estaba diseñada como portada de libro. Tenía un título que no dejaba de ser enigmático, escrito además en un tipo de letra inusual, la Old English: De las frágiles fronteras entre la luz y la oscuridad y los hombres y los insectos. Debajo del título había un subtítulo, éste sí escrito que una letra que parecía Garamond, que decía: Tratado de entomología. Y más abajo: Escrito por Andrés Delambre. El texto tenía, además, una mosca que estaba adherida a la primera página por un alfiler. Una vez dispuestos todos los documentos en el piso, colocados allí más o menos al azar, más por razones formales (color de las hojas, tamaño del papel) que por el contenido, comienzo el proceso de hacer hablar cada uno de esos registros.

Las fotografías:
Fichadas bajo el código F-0237 en el expediente 0027-HM.
Las puertas de la oficina se abrieron y en una ráfaga de luz los cuerpos se ofrecieron a los ojos de los funcionarios de la policía en toda su macabra presencia. Se hacía difícil mantener el pesado silencio, el horror de las muertes exigía un desahogo de las miradas abrumadas por la sangre y los olores saturados de la carne lacerada. Cinco cuerpos se abrían y se extendían sobre el piso de la oficina como si el asesino hubiese querido cubrir toda el área con la piel y las vísceras de las víctimas. La sangre cubría cada centímetro del piso y, como si fuese una cueva primitiva, las manos rojas que se pintaban en las paredes parecían escalar y huir hacia el techo.
El fotógrafo forense tomó las fotos sin saber que en los acercamientos y los encuadres en los que las heridas se abrían en todo su esplendor estaba construyendo un discurso que superaba el asesinato mismo. En esas fotos se estaba creando una ruta de heridas y órganos que asumían el protagonismo estético de un cuadro que se asumía autónomo. Las imágenes parecían flotar mostrando la manera en que podía abrirse un tórax y dejar escapar una exhalación roja. La mirada se adentra en los cuerpos. Siluetas extrañas que se colorean en diferentes tintes marrones y ocres. Masas informes. Piel cerúlea. Close-ups de rostros dormidos. De repente, desde el fondo, un cuerpo dividido por la cintura. Dos mitades de lo que en un tiempo fue una unidad. Una división binaria en la que cada parte, de nuevo, se divide en dos (cuatro partes desprendidas de la idea misma de lo Uno: brazos, piernas). Una ramificación del cuerpo. La división continúa y la masacre se vuelve irreconocible.

Detengo mis pensamientos alrededor de las fotos. No puedo verlas de la manera en que las estaba viendo, como si fuese una puerta a un terreno inerme y devastado, como lo es todo recuerdo. Prefiero, por ahora, no verlas. Regreso las fotos a su lugar en el piso de mi sala y me siento intrigado por los CD. Tomo uno de ellos y lo pongo en mi computadora. En uno de los documentos de la policía se especificaba que los videos fueron encontrados en la computadora de Andrés Delambre, uno de los científicos que trabajaba en el Ministerio cuando ocurrieron los asesinatos. Descubro en un comunicado escrito por uno de los inspectores asignados al caso que Andrés D. se convirtió rápidamente en uno de los principales sospechosos. Ese día fue a trabajar muy temprano dice el comunicado su conducta frente a sus compañeros había cambiado, se sentía superior, como si lo hubiesen nombrado jefe del departamento, su actitud era muy prepotente a pesar de que era un empleado de reciente ingreso. El ciudadano Andres Delambre desapareció el mismo día del crimen. Ha sido imposible ubicar su paradero. En palabras de la conserje del edificio donde vivía: se esfumó.

Video N°1. Videodiario de Andrés Delambre. Agosto 2000. En el video aparece Andrés D. en un cuarto, probablemente el de él. Es de noche (se puede ver la ventana al fondo, además, la luz es cálida, amarilla, hay lámparas encendidas). Al fondo se ve una biblioteca, no se distinguen los libros. Andrés D. parece tranquilo, solemne, como si quisiera hacer un anuncio importante.

Hoy fue mi primer día de trabajo en el Ministerio. Un día extraño [Se queda mirando un punto fuera de cuadro, en el vacío] Llegué muy temprano, quizás dos horas antes de la hora de entrada. Un guardia de seguridad se me acercó y me pidió mi identificación, qué imbécil, les dan un territorio de poder y se creen superiores. En fin, le dije que estaba empezando ese día. Me dejó esperando en la calle hasta que finalmente salió este tipo bien misterioso, Galíndez, quien me condujo por los sótanos del edificio, me mostró los laboratorios y me explicó los detalles del trabajo. Aún no entiendo muy bien la intención de los cruces genéticos entre especies de insectos, algunos de ellos venenosos, algunos escarabajos, como el Hércules, con fuerte coraza, pero me entusiasma la idea de regresar a los laboratorios a trabajar con insectos. [Otro largo silencio, otra mirada perdida] De resto, no pasó nada interesante.

sábado, diciembre 17, 2011

El retorno es lento, pesado y sin brillo, sin ilusiones, como el de un soldado que vuelve a casa después de una guerra perdida. Pero sí, estoy volviendo. Me han dicho que iba a ocurrir, que el tiempo lo cura todo. Me han dicho cantidades de lugares comunes como ese, irritantes, imposibles, consuelos trillados, y no me he creído ninguno. Y sin embargo de vez en cuando me veo en el espejo y reconozco con cierta extrañeza que esa soy yo y hasta, a veces, muy raras veces, tímidas ráfagas de color iluminan el pozo en que estoy atrapada. Porque el duelo es como un pozo, un cráter que queda después de que cae la bomba, el vacío voraz de la pérdida.
Y qué mejor retorno a este hogar de los taparenses que con ese evento el sábado 10 en Kalathos, donde 12 poetas venezolanos leyeron traducciones de Czeslaw Milosz, Wislawa Szymborka, Krystyna Rodowska (mi tocaya: Krystyna es mi nombre original) , Tadeusz Rozewicz, Anna Kamienska y AdamZagajewski, entre otros.
Nunca me habría imaginado en ese lugar y compañía leyendo yo también, en polaco, algunos de esos poemas que creía olvidados pero que me habían hechizado cuando era muy joven y que guardo toda la vida en la gaveta de mi mesa de noche. Libritos pequeños, edición mil novecientos sesenta y tanto, manchas de vejez en sus tapas. Estaba ahí de coleada, porque no soy poeta ni tampoco polaca, y sin embargo, estaba ahí leyendo Szewczyk (El Zapaterito) de Boleslaw Lesmian y Enmascarada de Maria Pawlikowska Jasnorzeska en el idioma que no entendía nadie. Era insólito. Era auténtico. Era reconectarse a través de los años con algo esencial por el atajo misterioso que está en los versos y en el lenguaje.

He aquí uno de los poemas de ese evento, leído en español por Patricia Guzmán:
-La plegaria de los no creyentes.

PETICIÓN / de Anna Kamienska
traducción de Anna Sobieska y Antonio Benitez Burraco

Señor devuelve a las cosas su esplendor perdido
reviste al mar con su magnificencia de siempre
y vuelve a cubrir los bosques con sus variados colores
retira la ceniza de los ojos
limpia el amargor de las lenguas
haz caer agua pura que se mezcle con las lágrimas
permite que nuestros muertos duerman en el verdor
que nuestro obstinado pesar no logre detener el tiempo
y que el corazón de los vivos florezca con el amor.

domingo, septiembre 18, 2011

jueves, abril 07, 2011

Después de muchos días y semanas y meses... Para reanimar este blog... para recordarme que aún estoy viva Publico la presentación del libro de Hector Torres

EL REGALO DE PANDORA / PRESENTACIÓN 26/03/11

A Pandora la han creado los dioses, dice el epígrafe, para la ruina de los hombres, comedores de pan. Aunque las protagonistas de Hector Torres confirman a menudo esa mala reputación causando estragos en el alma de los hombres, el título de su nuevo libro no podría ser más acertado: El regalo de Pandora es un regalo para todos sus lectores y lectoras… Distinción intencional, insisto: nada de lector@s esta vez con su insípido @ igualitario. Lectores y lectoras encontrarán en él, precisamente, el sabor de sus diferencias.

La primera vez que vi a Héctor fue en 2005, en el bautizo del concurso de los Inéditos de Monte Ávila, un gran evento que se celebraba en el Teresa Carreño, en la terraza de la aún entonces emblemática librería de esa editorial. En medio de la conmoción, se me acercó de pronto ese pavo de ojos dulces y sonrisa franca, para entrevistarme, dijo, para un portal que se llamaba Ficción Breve.
Yo no conocía ese portal, en esa época yo era una extraterrestre recién caída del cielo a un mundo de libros que apenas comenzaba a poblarse de textos en español. También era una época mágica en que los nombres que firmaban esos textos adquirían de pronto rostros. Y cuando él dijo el suyo: Héctor Torres, lo reconocí de inmediato: ¡Tú eres el de los mirmidones! Para entonces ya había leído los libros del concurso de Sacven y ese cuento (que de hecho, abre la presente colección) me llamó la atención. Se me había quedado por dentro por esa cosa tan esquiva a la hora de definirla, que podría llamarse: sinceridad. Algo que no es técnica narrativa ni apego a la realidad, ni la tan cacareada verosimilitud de personajes y lugares; no: es una sinceridad mucho más profunda, la que puede contener (y en su caso contiene, de hecho) todos esos tópicos, pero va más allá de ellos, dejando siempre al lector la porción del misterio que tiene cualquier evento simple o cotidiano cuando el escritor logra llevarlo a ese espacio límite en que la ficción y la realidad se confunden.
Así fue cómo conocí a Héctor, el creador de “los mirmidones”. Desde entonces me he leído muchas cosas suyas. Muchas y no muchas, en realidad. Digo muchas, porque incluyo sus reseñas y otros artículos en la red en las que se muestra siempre alerta, siempre pendiente del estado de nuestra literatura. He sido lectora asidua de Ficción Caracas, un blog de género muy suyo, a caballo entre la crónica urbana y la poesía. He sido seguidora de Ficción Breve cuando era un portal vigoroso, sostenido por la ambición de reunir información sobre los autores venezolanos y tenerla al día: una labor titánica que sólo un visionario medio demente podría idear y mantener al aire durante el tiempo que lo mantuvo Hector con esa generosidad que lo caracteriza. Siempre se ha empeñado en promover, dar a conocer a otros autores, los consagrados y los incipientes, como en el caso de la Semana de la Narrativa y en la coordinación de concursos literarios en los que está trabajando ahora. Muchas veces he pensado con admiración cuánto trabajo requería esa labor, y sobre todo cuánta fé y cuánta vocación para recordar a todos los que tenemos algo que ver con nuestra literatura —lectores y escritores—que somos una comunidad. Hay palabras que lo expresan: amor, respeto, y sobre todo la que ya usé: generosidad.
Pero a petición del propio autor, no voy a hablar de él, sino de su libro.
Dije que he leído cosas de Héctor, las muchas y las no muchas, porque su obra narrativa de ficción es muy selecta. He leído su libro de cuentos El amor en tres platos y la hermosa novela de un título extraño, La huella del bisonte que fue finalista del premio Adriano González León en 2006. Héctor es un autor paciente que no busca publicaciones rápidas, exige mucho de sí mismo y del texto que nos ofrece al fin, después de quitarle y ponerle y revisar y pulirlo con la paciencia de un relojero y con un inmenso respeto a la palabra y, por ende, al lector. Reconozco, en la hermandad de la escritura que nos une, ese afán de perfección, esa convicción de que siempre se puede mejorar lo que se dice y lo que se calla. La reconozco también, porque la lectora que soy es exigente, no se da por satisfecha con que le cuenten una buena historia, ni siquiera con que le cuenten una buena historia bien contada. Para esa lectora, la narrativa de ficción —y eso no aplica a la crónica, biografía, reportaje ni ensayo didáctico— la narrativa de ficción existe cuando logra algo más que mostrar, dar cuenta de la realidad, denunciar o explicarla. ¿Qué más? Conmoción, identificación, asombro…
No es fácil definirlo. Tampoco es fácil lograrlo. Especialmente no lo es en el camino que ha escogido Héctor Torres con la constancia que lo caracteriza. Porque nuestro autor no se facilita el trabajo amparado en una historia excepcional; su narrativa de ficción, con pocas excepciones, está profundamente anclada en nuestra mediocre realidad. Las calles figuran con su nombre, el paisaje urbano lo reconoce cualquiera, los personajes podrían ser tus vecinos o transeúntes de tu calle y las historias, las que comenta la gente que está justo detrás de ti en la cola de alguna taquilla o dos muchachas cuchicheando en un transporte público. Gente reconocible, gente que no son héroes ni villanos. Aun cuando llegan a situaciones extremas, (fuera de algunas excepciones, debo decir), los protagonistas de Héctor no asesinan a nadie ni se suicidan, ni siquiera se mueren al final para facilitarle la vida al autor a la hora de cerrar el cuento. El suyo es otro reto. Precisamente ese de meterse con gente común en situaciones cotidianas, en la ciudad que conocemos y lograr por medio de pura narrativa el paso difícil hacia la profundidad del asombro que sólo alcanza la buena literatura.
Yo que tengo poca experiencia en la crítica literaria, sólo puedo hablar aquí como lectora. Una lectora devota y agradecida por este regalo: El regalo de Pandora. ¿Qué es lo que logra ese interés, esas ganas de seguir leyendo sin soltar el libro aunque se haya terminado un cuento y se esté por comenzar otro?
Lo que destaca de inmediato al culminar la lectura es la gran coherencia del conjunto. No pretende ser una novela fragmentaria, está compuesto por cuentos definitivamente autónomos y se siente de alguna manera que han sido escritos en distintas épocas, sin embargo, todos giran alrededor de los mismos ejes temáticos: Las mujeres, los hombres y la vida. Protagonistas y antagonistas, en lucha, en equilibrio, en desencuentro y en esos raros momentos de encuentro que de pronto salpican el texto de felicidad: siempre breve, evocada desde la nostalgia. Se puede decir que los grandes protagonistas temáticos y situacionales de la narrativa de Héctor son constantes: la mujer y la ciudad. Pero eso solo no explica esas ganas de leer y seguir leyendo. El primer mecanismo de atracción proviene, en mi opinión, de una profunda exploración de la tensión (la que es no solamente narrativa sino vital y tan vieja como la humanidad misma) que viene de la polarización del mundo entre lo masculino y lo femenino, de la visión del Otro, de lo que los hombres y las mujeres piensan, esperan, sueñan o sufren unos por culpa de otros. Hombres y mujeres somos iguales, al menos debemos serlo de manera legal, social, ideal: iguales, pero (todavía) no idénticos. En El regalo de Pandora la diferencia existe y genera tensión. Como lo expresa uno de los protagonistas a quien ni siquiera le gusta la chica que tiene casualmente al lado: Y bruscamente, a pesar de verse gordita tras unos jeens holgados, todo lo que la hacía diferente de mí comenzó a gritar a través de sus texturas, sus fragancias desde el resguardado centro de su ropa íntima.
No importa qué tan viejo, obvio y conocido sea el tema, no importa el volumen de textos que se han escrito sobre él, la polarización entre lo masculino y lo femenino genera tensión y genera misterio cuando el texto está impregnado de esa maestría narrativa, de esa visión profunda y rica en matices que Héctor ya nos ha regalado en La huella de Bisonte. ¿Se trata de literatura erótica? Sin duda, sí. La sutil maraña de deseo que se genera desde la polarización y la incógnita, es siempre erótica. Ni siquiera importa si la parte sexual está explícita o latente (el autor domina a perfección ambas modalidades). Incluso me aventuro a decir que el erotismo es a menudo más fuerte cuando permanece latente, y es realmente digno de subrayar que un escritor hombre lo haya comprendido tan bien. Lejos de complacerse en estereotipos de orden puramente corporal, estos relatos exploran los sutiles matices de equilibrio y dominación del erotismo auténtico.
En este punto tengo que felicitar a Hector, como lectora y sobre todo como mujer, por la manera en que explora lo que somos y lo que sentimos las mujeres, muy poco común e incluso sorprendente en el medio de tanta literatura típicamente masculina que una lee a menudo. Tal vez afirmo eso por haber leído demasiadas veces unas escenas en las que el protagonista se topa, pongamos que en un bar, con una belleza toda muslos, caderas y pechos, complaciente y hambrienta de sexo inmediato: una suerte de sueño masculino que ojalá se haya cumplido alguna vez para esos escritores, pero con el que a nosotras, las lectoras comunes (que no experimentamos a menudo esos deseos incontenibles de chuparle el pene a un desconocido) generalmente nos cuesta un poco identificarnos.
Nada de esto ocurre en la narrativa de Héctor Torres. Su sensibilidad con el universo femenino es asombrosa, (mucho se ha dicho al respecto, especialmente después de su novela en la que se había aventurado por un terreno sicológicamente tan arriesgado como la mente de muchachas adolescentes). Lo suyo es la búsqueda de un equilibrio: otro de los mecanismos muy poderosos que mueven esos cuentos. El narrador del cuento “El alimento de los mirmidones” define de ese modo la escena previa a la seducción: Mantuvimos una conversación extraña, entre cercana y esquiva, como si nadie quisiera mostrar de su vida nada que pudiese espantar al otro. O como si temiéramos que una imprudencia llegara en cualquier momento a romper el fino equilibrio de nuestros misterios.
El equilibrio aparece también unido al tema del trio (¿y qué mesa más estable que la de tres patas?) Por ejemplo en el relato “No le contó nada a Andrea” el trio se forma entre colegas de trabajo en una oficina casi surrealista de redacción dirigida por un jefe inculto y pichirre. Las dos muchachas viven y trabajan juntas; y, a pesar de que sólo una tiene novio, su relación se basa en unas reglas de oro inamovibles, que ningún hombre debería perturbar. La tercera pata de la mesa es ese colega de la oficina que actúa de observador, diríase imparcial, ayudado por la presencia invisible de su mujer, cuyo peso sin embargo se hace sentir. Me pregunto cómo Héctor ha logrado adentrarse y salir ileso de ese terreno tan delicado, tan complejo, como lo es una relación entre amigas que comparten su cotidianidad. Este cuento despertó en mí ecos precisos de la convivencia que tuve con dos amigas durante el principio de los estudios: el equilibrio interno de nuestro trio de muchachas, la definición de reglas de conducta frente al dulce enemigo que eran los hombres como género y algunos de ellos en particular. El equilibrio de los triángulos, explosivo, en el caso del cuento mencionado. Dos mujeres y el novio de una de ellas. Dos mujeres y un amigo común. También en el cuento “Marlenys nunca se sueña en Caracas” aparece otro trío de equilibrio explosivo: dos lesbianas adolescentes secretamente atraídas por el mismo hombre.
En la literatura de Héctor Torres hay una gran atención a lo femenino pero las mujeres de sus relatos son en primer lugar seres humanos, presentadas con todas sus sutilezas y con todo su misterio. Las hay tímidas y atrevidas, hay niñas que sueñan con ser devoradas por un tigre y muchachas de una pragmática dulzura, hay una enviada de Satán y hasta la verdaderamente diabólica cuaima del último relato que logra llevar a un hombre a cometer un crimen. Hay asombro. Hay tributo y homenaje. En la guerra de dominación, en la materia de equilibrio, la mayoría de las veces, el hombre está en desventaja, vencido de antemano: me refiero a ese hombre - narrador, el que observa, admira y desea. Infelizmente no son así los arrogantes y herméticos personajes con los que sueñan las narradoras mujeres. Dice una de ellas: No sé por qué, pero ese estilo sobrado, arrogante, me vuelve loca. Me parece viril.
¿Ya he hablado acerca de la felicidad y los autobuses?,
se pregunta uno de los protagonistas. ¿Afirmé que siempre me dejan?
Porque el tercer mecanismo que crea tensión narrativa es el del desencuentro, permanente o inevitable, el que acentúa precisamente lo excepcional que es el estado de felicidad cuando se asoma por un momento, casi siempre desde la nostalgia. La felicidad más perfecta la logra — fugazmente – el narrador del cuento “Las miles de gotas que salen de una regadera”, un fracasado convencido, que ni siquiera se da cuenta de que su amada es una "loquita" inestable. En lo demás el desencuentro reina. El recurso narrativo que emplea Héctor para transmitirlo es muy eficaz: en una alternancia de voces entre hombres y mujeres, las mismas situaciones se ven enfocadas desde la conciencia de diferentes protagonistas. Quién no quisiera introducirse en la mente de esa hermosa muchacha en ropas menores que te sonríe en la puerta del ascensor, en “¿De verdad quieres que te diga?” o de esas dos amigas que comparten un universo cerrado, con reglas propias, en “No le contó nada a Andrea ”. Ese concierto de voces que se elevan desde el valle de la incomprensión mutual llega a niveles inusitados en el cuento “Dioses de breve estancia”, (otro finalista del concurso de Sacven) en el que el narrador se encarga de interpretarlas a todas, expresando con una singular tristeza la insatisfacción general de la gente con el sexo, la enorme brecha que existe entre la mediocridad del placer de los actos sexuales reales y la leyenda social que nos venden los medios, la publicidad y los fabricantes de productos de belleza.
¿He mencionado que la mayoría de las narraciones se hacen desde una carencia? Carencia de amor, de afecto, de comprensión, de familia, de palabras, al fin, que ni siquiera se conocen… Marlenys , la que nunca se sueña en Caracas, se defraudó al saber que su papá carecía de algo que se llamaba temple. Y aunque ella no conocía esa palabra, sí padecía su sonora ausencia.
Mi experiencia personal fue muy fuerte con ese último cuento. La primera impresión de un cierto desagrado o rechazo, de otra historia de delincuentes juveniles que no pude reprimir al principio. No hay nada en este cuento que no conozcamos de memoria, que no hayamos leído muchas veces o visto en la televisión; y tanta información anónima endurece el corazón. Sin embargo, esa narrativa me hizo llorar cuando llegué al final, y todavía se me atraviesa una pelota en la garganta con la imagen de esa niña, al fin, pobre niña mal disfrazada de muchacho con su gorrita y franela ancha, porque el asco infinito de un constante abuso infantil y las voces de otras mujeres la han hecho pareja de otra muchachita, una lesbianita falsa o verdadera, embelesada sin embargo con el único personaje masculino que parecía brindarle cariño, respeto, comprensión… Tan sólo parecía.
No hay muchos milagros en este libro. Pero tampoco es otro cuento sobre lo mismo. Léanlo y verán.
Aquí el sexo ya no es sutil ni es un juego. Es un instrumento de tortura o de sobrevivencia. Ese cuento y “Melodía desencadenada” están escritos en una nota que parece diferente de los demás. Contienen más violencia y desespero y un dolor sin remedio ni escape posible. Creo que son los más recientes en el conjunto. En el último, tenemos a otro protagonista fracasado: un famoso beisbolista degradado a vigilante nocturno de una gasolinera. Su mujer, la tal Maribel, ni siquiera aparece en el relato: sólo el recuerdo de su lengua de víbora, de sus insultos y recriminaciones, logra empujarlo al crimen. He dicho que es un conjunto muy bien cohesionado alrededor de unos ejes temáticos claros. Pero no es un conjunto estático. Dentro de esa constancia hay una gran variedad entre los cuentos, entre los y las protagonistas, entre las voces narrativas y la manera en que intervienen en cada relato. También hay una progresión en la intensidad trágica. Una escalada desde los desencantos y decepciones amorosas de los primeros —esos conflictos sutiles, que sólo el ojo de un observador atento detectaría en la maraña del acontecer cotidiano — hasta la explosión de la violencia que literalmente descoloca al lector en los últimos de la serie. La tensión entre los sexos nunca es inocente. Conlleva toda la gama de las formas en que la vida nos destruye y nos destruimos los unos a los otros: pérdida, carencia, tristeza, desencanto, lucidez de la soledad, asco, dolor, abuso y crimen.
Pero: ¿Ya he dicho que en los cuentos de Héctor, así como en su novela, la tristeza y el desencanto están siempre matizados con una tenue capa de humor? ¿He dicho que ese humor no es ironía, que no crea distancia ni nos aleja de sus personajes? Más bien al revés: brota de una singular ternura, con una comprensión de esos seres, y de la compasión humana que se teje en torno a ellos.
¿Ya he hablado de la manera en que el espacio ( mayormente el de la ciudad de Caracas) impregna el ambiente ? No, no les he hablado de esto, no me basta el tiempo. Confío en que ustedes conocen la maestría de Hector en ese campo desde La huella del bisonte y no los defraudará en El regalo de Pandora.
¿He mencionado que la narrativa es muy buena, mezclando sabiamente la oralidad del habla directo con la poesía de las descripciones, manejando con sutileza el dúo de voces del narrador y cualquiera de sus personajes de modo que ambas se funden sin que nos demos cuenta de ello?
¿Ya les he hablado del misterio que existe en cada uno de esos relatos? El misterio en los ojos velados del barman Cornelius en esa variación libre sobre el tema de Alma de Julio Garmendia que es “Ese que llaman Cervantes”. El misterio de leer el mapa de la vida de una muchacha en la quemadura de su empeine. El misterio de bajarse del transporte público en una parada desconocida o de recibir la dirección de una mujer mal garabateada en un papelito, comprensible a medias, como un mensaje en una botella...
Tantas cosas podría decir, pero ya he hablado demasiado. Sólo me queda agradecer a Héctor por el privilegio de presentar El regalo de Pandora y a ustedes por su paciencia, y reiterar que recomiendo plenamente la lectura de este hermoso libro que enriquece nuestro patrimonio nacional de cuentos.

Krina Ber, 26 de Marzo de 2011