viernes, noviembre 21, 2014

FRAGMENTO DE "LA VISITA": 
Sigue el primer día de mi protagonista, (Karlota Szkornik), en Caracas. Octubre de 1975
Contexto: Karlota viene  a Caracas invitada por su novio venezolano con quien primero dan una vuelta por los lugares mas apartados del país. El primer día en Caracas, él se ausenta por asuntos de trabajo y Karlota acompaña a su amiga, Julia, a la facultad de arquitectura, UCV, dónde esta tiene una correccion. 
Aunque sea una estricta ficción en cuanto a los personajes, no así el contexto. La narración oscila entre el día presente en Caracas y los antecedentes inmediatos en Suiza e Israel, con contrastes interesantes, creo, con esa Venezuela de antaño que se abre ante mi extranjera educada en Suiza  generosa, informal y hospitalaria... La Venezuela donde todo era fácil menos obtener una visa de  turista... porque todos los turistas se quedaban. Hum.


"Abandonamos la Cota Mil e inmediatamente perdí la escala de la gran ciudad, sólo apreciable de lejos. Durante unas dos o tres cuadras nos envolvió un tráfico descomunal, lleno de bocinazos de camiones y carros que zigzagueaban entre los canales, luego nos adentramos en una zona urbana ni antigua ni muy moderna, parecida a las que abundan en cualquier otra ciudad, y sin embargo diferente, porque las raíces de los árboles reventaban las aceras y los edificios llevaban nombres en vez de números y casi no había semáforos, ni señales de tránsito, ni flechas, ni nombres de las calles escritos en las esquinas — y digo casi, porque a veces un poste de señalización o una tablilla aparecían de pronto a modo de una sorpresa — y sin embargo Julia, como todos los demás conductores, avanzaba con la seguridad de los iniciados hasta que los edificios  se hicieron escasos entre las casas particulares y llegamos a la suya que se llamaba Malena —como su abuela materna, dijo— en una tranquila transversal de esa urbanización denominada, nunca nadie sabría decirme por qué, Los Palos Grandes. Su madre, que era médico, estaba en el trabajo y la abuela pasaba una temporada con sus otras hijas en los Andes.
Entramos, y me sentí inmediatamente cómoda en ese ambiente amplio pero sin mucho lujo,  donde destacaba un juego de sofás algo desvencijados y una mesa redonda llena de fotografías enmarcadas, en las que predominaba la carita de Julia niña, Julia con toga y birrete, Julia con su progenitora que se llamaba Belén y parecía más bien una hermana y con la abuela Malena que también lucía estupenda. Las tres exhibían la misma sonrisa blanquísima, la misma piel ligeramente dorada y una cascada de cabello negro, ya canoso en la más vieja. Sentí una afinidad inmediata con el perrito pequeño y ruidoso — algo como un foxterrier con  ascendencia callejera — que nos saltó encima en la cocina donde mi amiga preparó café para nosotras dos y para Zoraida, la joven colombiana que le decía Julia y y no llevaba uniforme de mucama y me dio un beso cuando nos presentamos. Algún día  Belén Machado iba a contestar una pregunta mía con su habitual sentido del humor, confirmándome que sí, existía una clase media en Venezuela, cómo no: la conformamos mi madre, Julia, Zoraida y yo. No podía saber aún que iba a incorporarme en las escuetas filas de la mencionada clase, pero me sentí extrañamente en casa. La habitación de Julia con su familiar desorden de planos y bocetos podría haber sido mía de no ser por los instrumentos de dibujo que me llenaron de admiración. Había un borrador eléctrico —mucho más eficaz que la consabida hojilla con la que se raspaba el papel hasta en el atelier de Paul Baudigny —; un complicado  tecnígrafo reemplazaba mi primitiva  regla “T” con sus dos escuadras; y otro invento compuesto por unas plantillas y las así llamadas arañas donde se enganchaba la plumilla, permitía caligrafiar letras de molde con la precisión de una imprenta. Tales adelantos tecnológicos aún no se usaban en Suiza. El día seguía siendo hermoso cuando le ayudé a enrollar sus últimos dibujos y a llevar al carro una rudimentaria maqueta de estudio, y el escarabajo Volki volvió a sumergirse en el tráfico rumbo a la Ciudad Universitaria.
El  proyecto de mi nueva amiga tenía muy buenas ideas pero me llamó de inmediato la atención que carecía de concepto estructural. Era un mercado municipal, y Julia había ideado una edificación  circular, con tres pisos de balcones abiertos hacia la zona central techada por una cúpula de vidrio. Un estrecho bloque de rampas y escaleras  atravesaba todo el espacio en una búsqueda formal de geometrías contrastantes. 
¿Cómo aguanta esto? pregunté bajito y me contestó apenada que todavía no había pensado en eso, que lo resolvería al final. Los profesores que me inculcaron pensar la estructura como parte del concepto funcional y estético la habrían raspado sin la menor clemencia tan sólo por esa respuesta, pero al parecer, aquí no eran tan estrictos. Había muchos estudiantes en el aula y muchas aulas en ese edificio (asombrosamente grande en comparación con mi pequeña y exclusiva facultad en Lausanne): magnífico ejemplo de arquitectura tropical donde nada estaba completamente cerrado y los muros macizos contrastaban con el claroscuro de las celosías y los bloques calados. Mientras ayudaba a Julia a desplegar sus bocetos y a colocar la maqueta sobre una mesa, pregunté cautelosamente si podía hacerle unas sugerencias y ella asintió con el ansia de verdaderos necesitados. Había llegado hasta ahí,  dijo, y no sabía cómo seguir. No sabía cómo infundirle realidad a ese objeto.
— Si tienes alguna idea, Karlota, ayúdame, please, porque estoy muerta.
¿Idea? Yo tenía miles de ideas. No era difícil porque su mercado estaba bien pensado y faltaba apenas un empujón para librarlo de ese aire inseguro y abstracto que caracteriza a menudo los proyectos de los estudiantes. Le sugerí independizar estructuralmente el volumen diagonal, que abrigaba las rampas y las escaleras,  y desplazarlo un poco para eliminar la rigidez de la simetría; le hice ver que ese mismo volumen podía  romper el círculo y  prolongarse hacia afuera marcando dos entradas opuestas. Con o sin razón, Julia no quería columnas en la zona del mercado, pero le gustó la idea de colocar seis gruesos mástiles de hierro en el espacio central unidos por unos anillos donde apoyarían en forma radial las vigas transversales de esas galerías que en su proyecto todavía colgaban en el aire. Me entusiasmé con esos mega-postes, confieso. Podrían ser unos cilindros huecos o esbeltos conos en chapa metálica, equipados por dentro con escaleritas de mantenimiento y tubería eléctrica para colgar reflectores, altavoces y pantallas televisivas;  podrían —como árboles—  abrirse hacia arriba en ramas y ramitas que serían los nervios del techo de vidrio: era una idea con muchas posibilidades. La mezcla idiomática que usaba para explicarme debió de ser infame,  pero las ideas se comprendían perfectamente con la ayuda de unos bocetos en papel cebolla. Me detuve por fin abochornada al darme cuenta de que otros alumnos se estaban congregando alrededor de nosotras: ¿no habría ido demasiado lejos? Mis mejillas ardían, pero Julia estaba encantada. Yo no había trastocado su proyecto, tan sólo le puse carne y esqueleto y era exactamente la clase de empujón que necesitaba para salir del atolladero. ¿Y qué opina usted, profe?, preguntó alguien, y sólo entonces me percaté de la presencia de un hombre mayor que se había acercado con sigilo en algún momento y al ser interpelado se puso a batir las palmas con una afectada mesura.
Bravo mademoiselle… o sería madame? Con una asistente como usted no necesito molestarme en hacer correcciones — dijo en un perfecto francés  —. Luego le palmeó cariñosamente la espalda a Julia  y pidió que le presentase a su amiga.

Fue así como conocí a Hanson Beck del Valle, dueño de una de las oficinas más prestigiosas y pujantes de los años setenta, quien también, como muchos arquitectos de Caracas, daba clases en la Facultad. Era un individuo corpulento con una irónica mirada azul  (heredada probablemente de sus ancestros anglosajones) y gruesos labios de sibarita, no exento del atractivo que emana de algunos hombres feos y gordos por la pura fuerza de su personalidad. Descubriría después que raras veces se mantenía inmóvil y que hacía pensar en un toro cuando hablaba caminando con la cabeza gacha, como si fuese a embestir a sus interlocutores, su ancha frente tendida hacia adelante y los pulgares enganchados en el cinturón; pero cuando fumaba, usando una larga boquilla con filtro, se plantaba derecho como un caballero británico e, invariablemente, ensuciaba sus carísimos sacos de exclusivas marcas italianas, sacudiendo la ceniza por encima del hombro izquierdo. El cabello canoso y abundante le caía sobre los ojos en un corte escandalosamente juvenil. 
—Venez ici, Karlota — me invitó después de que Julia le dijera mi nombre. Me remolcó del brazo hacia una de las otras mesas donde un chico alto y paliducho exponía bocetos de una torre de oficinas. — ¿Ve  esto? Mire bien. ¿Qué le parece: funciona o no funciona? 
Traté de escapar de opinar, pero fue imposible. Me dijo que tomara mi tiempo. No me gustaba ese proyecto, pero pude reducir mis objeciones a un problema funcional  irrefutable. Era fácil. Evidente.
—La trama estructural no funciona en los sótanos de estacionamientos. Es demasiado grande para dos carros e insuficiente para que quepan tres, porque no toma en cuenta el grueso de las columnas.
—Muy bien: Dos minutos veinte segundos — afirmó en español, como si hubiera cronometrado mi tiempo de respuesta. Nos reímos todos, hasta el aprendiz de arquitecto, no muy contento pero deseoso de agradar a su profesor con quien se enfrascó enseguida en una larga discusión. Luego avanzamos hacia otras mesas. Escuché las críticas de Hanson Beck impresionada por su inteligencia, visión espacial y rapidez. Cuando se detuvo de nuevo delante del proyecto de Julia, giró bruscamente hacia mí y preguntó:
—Y qué opina usted, Karlota, si creamos una torre de circulación totalmente separada del cuerpo principal del mercado, ¿le parece posible?
—Todo es posible. Pero no es la idea de Julia. La diagonal que ella plantea es funcionalmente justa y estéticamente tiene muchas posibilidades.  La verdad es que me gusta tal como está.   
—Y a mí me gustas tú — admitió, saltándose las fórmulas de cortesía en francés, con una sonrisa sorprendentemente hermosa en una cara tan poco agraciada— ¿Qué les parece, chicas, si almorzamos? Las invito a una pizza.

Bajamos a la cafetería de la facultad en la planta baja donde por suerte conseguimos una mesa y el profesor trajo las pizzas desde la barra en unas cajas de cartón. Algunos estudiantes se encargaron de cafés, servilletas y bolsitas de azúcar. Se notaba el gozo que le procuraba a Hanson Beck hablar en francés y lo hacía de manera impecable con un fuerte acento español que me pareció chocante aunque probablemente no fuese peor que el mío. Julia estaba visiblemente encantada con la vuelta que estaba tomando la situación y yo me sentía cada vez más contenta, muy cercana de pronto a la Karlota que había sido hasta hacía poco en Lausanne, compartiendo una pizza caraqueña —mucho más sabrosa, dicho sea de paso, que las suizas— con ese brillante conversador que nos miraba derecho a los ojos, a Julia, a mí y a los otros chicos que se habían arrimado a nuestra mesa y trataban de no perder ni una palabra cuando las traducía al castellano. El profesor había ido a Paris ese mismo año y nos habló de las obras de La Defensa y del Museo Pompidou, haciendo croquis sobre las servilletas de papel que los muchachos se repartían con una codiciosa veneración. El sol se colaba agradablemente tamizado por las pérgolas y era un gusto estar allí, en ese espacio alto, palpitante de conversaciones y risas, unido a otras facultades de la Ciudad Universitaria por anchos pasillos cubiertos con conchas de concreto y amplias zonas verdes, donde muchos estudiantes discutían en grupos o leían acostados en la grama.
—¿De dónde vienes? — preguntó con esa irreverente familiaridad que permite la pertenencia al mismo gremio o, tal vez, porque desde la posición que tenía, Hanson Beck podía tutear a cualquiera. Se refería obviamente a mis antecedentes académicos y precisé que me había graduado ese mismo año en la Escuela Politécnica Federal de Lausanne. 
—No le dijo que se había graduado cum laude—  completó Julia: en ese momento yo era su creación personal. El hombre emitió un silbido de aprecio.
Esa no es una escuela fácil, ¿verdad, Karlota?  Para que sepan, explicó en español para el beneficio de los alumnos: esta señorita, así como la ven, viene de una escuela de Arquitectura más exigente que ninguno de ustedes habría aguantado, y yo me reí, asegurando que el diablo no era tan malo como lo pintaba: tan sólo fue difícil, realmente difícil, el primer año.  
Nunca en mi vida hubiese anticipado que en mi primer día en Caracas encontraría a alguien que hablara francés y conociera perfectamente la fama de mi escuela, —el Harvard de Europa, según él, en lo que a nuestra profesión se refería —,  alguien que intercambiaba correspondencia con Levrand, nuestro rector, y conocía los trabajos de Paul Baudigny que salían publicados en revistas de arquitectura suizas y francesas.
—¿Y qué haces aquí, preciosa? ¿Dónde aprendiste español?
—Todavía no lo aprendí…
—Karlota vino de visita —informó Julia—. Tiene un novio venezolano.
—Dichoso el novio. ¿Es arquitecto también?
—¡No!—contestamos en coro y nos reímos por haberlo hecho tan enfática y apresuradamente como si no ser arquitecto fuera una valiosa ventaja.
 —Y cuánto tiempo te quedas?
Julia abrió la boca para decir algo y la cerró cuando contesté que todavía no había confirmado una fecha de regreso.  Algo apagó su deslumbrante sonrisa pero, con el rumbo que iba a tomar la conversación, no lo vi, o no presentí su importancia. 

Me sentía revalorizada y mi termómetro de felicidad seguía subiendo y subiendo durante ese almuerzo en el que volvía a ser yo misma con cada bocado de mi pizza, después de desempeñar durante dos semanas el papel exclusivo de amante de Francisco. Increíblemente, otra vez la fórmula de Jacques que consistía en no provocar el futuro estaba funcionando para mí. El futuro venía solo y me tendía la mano encarnada, literalmente, en la mano de Hanson Beck con sus dedos cortos y uñas bien cuidadas que se abrió en un gesto de oferta cuando me pidió sin ambages que viniera a trabajar para él. Le sobraba trabajo,  dijo, necesitaba arquitectos, y yo había pasado ya mi examen de admisión. Además, con la mera mención de la Escuela Politécnica Federal de Lausanne, habría sido suficiente.  
La vida se repetía  insistiendo en corregir lo que se había torcido: ya había vivido una situación idéntica dos meses atrás en la recepción de Paul Baudigny y en la terca ilusión de trabajar en una oficina de gran prestigio que iluminó como el faro de un puerto seguro mis siguientes seis semanas  en Israel. Sabía por Julia que Beck del Valle no era un arquitecto cualquiera: como  Baudigny, también él era una estrella en su país. Y yo iba a comenzar mi vida profesional trabajando para un arquitecto-estrella: eso siempre estuvo claro para mí. Me había limitado a sonreír con compasiva soberbia cuando mi padrastro detallaba sus gestiones con el ingeniero municipal de Haifa, quien, en memoria de los tiempos en que ambos habían luchado en las filas de Haganah contra el mandato británico, le prometió un puesto para mí en su despacho. Estaba loco Arie Gur al pensar que después de cinco años de estudios en la mejor escuela de Europa iba a conformarme con el trabajo de una funcionaria que revisa proyectos de otros para otorgar permisos de construcción. Pero tomé el tren a Haifa y me entrevisté con aquel ingeniero tan sólo para honrar su esfuerzo.   
Fue un viaje agradable. El hombre era un galán otoñal que nos invitó a comer, y digo “nos” porque mamá vino conmigo: ese verano aprovechábamos cada ocasión para pasar tiempo juntas. Ella entendió por qué hacíamos el viaje aunque  también sabía que su hija no iba a conformarme con un trabajo administrativo. A los cincuenta y ocho años de edad Alina todavía atraía miradas como un imán, pero ya no reaccionaba a ellas con una actitud de helada indiferencia y ese recelo de gacela huidiza en los ojos; fue la primera vez en que la vi contestar con una franca sonrisa de contento los homenajes que el ingeniero municipal de Haifa rendía a su madura belleza. Tenía ya arrugas en las sienes y las mejillas ligeramente caídas, y aunque no había engordado mucho, su figura había perdido la esbeltez; pero la merma en esa belleza sin falla que toda la vida había sido suya se compensaba con creces con la dulzura y la seguridad de los ademanes. Tenía muchas amigas ahora. Parecía que con el tiempo la gente del moshav había comenzado a quererla y la aplaudía a rabiar en las fiestas y las reuniones de vecinos en las que mamá cantaba a menudo esas viejas canciones israelíes que conjugan las palabras en hebreo con melodías de nostalgia rusa.
Fue la primera vez desde los años de nuestra vida con papá en la calle Tzeitlin, cuando también la escuché cantar mientras servía la cena, con ese mezzosoprano prodigioso que había arropado los días de mi infancia. Mis ojos se aguaron y los suyos también cuando encontró mi mirada, sonrió y siguió cantando. Tardé en ponerle  nombre a ese momento,  tardé en reconocer que esa predisposición a felicidad cotidiana era mía, que al fin y al cabo, aunque no heredara su belleza, algo valioso me había transmitido mi madre. Yo también amaba las rutinas como las de la calle Tzeitlin, como las de mi vida de estudiante en Lausanne, como las que aún desconocía pero que iban a ser mi plancha de salvación  al inicio de mi vida en Caracas. Alina brindó un apoyo incondicional a todos mis planes,  aunque los habría preferido diferentes, aunque presentía que me estaba perdiendo. Tu papá estaría orgulloso de ti, repetía a menudo la misma frase litúrgica con la que solía avalar su propio orgullo, refiriéndose al brillante trabajo que me habían ofrecido en Suiza. Lo que me extrañaba un poco era su apasionada aprobación de la otra parte de la moneda: mi decisión de viajar a Venezuela. Y era algo más que un apoyo materno.    
 —Tu padre decía que el amor es peor que la diarrea — recordó con una sonrisita cómplice (entre las dos disponíamos de un chiste de papá para cada ocasión) cuando una vez, acurrucada como me gustaba contra el cuerpo de mamá, le hablé de mi amor y mi añoranza de Francisco  y le conté por fin que me había regalado ese pasaje para Caracas, nuestro seguro contra la vida y el tiempo. Esas conversaciones siempre tenían lugar de noche, cuando se acomodaba a mi lado en el sofacito de la sala, donde yo dormía en mis visitas a Beit Yehoshua.
—No existe seguro contra la vida y el tiempo, Lotka, ellos siempre ganan la batalla, tarde o temprano… Sólo hay un momento. Ve y vive el tuyo. Ve, mi amor.   
—Es sólo una visita, mami. Al menos por ahora. Volveré para trabajar con ese arquitecto en Suiza: no puedo desperdiciar eso. 
 —Es lo que piensas. Pero yo sé cómo te sientes. Sé cómo se siente estar al borde del abismo. El abismo de estar enamorada. Y ese deseo incontenible de desaparecer con alguien lejos, muy lejos, en un país desconocido aunque fuese muy frío…
—¿Mami…?   
  Se me erizó la piel. Venezuela podía ser cualquier cosa, menos un país frío. Alina tenía los ojos velados por las lágrimas, y sentí la fuerza con la que trataba de transmitirme algo que no tenía nada que ver conmigo, una experiencia íntima que había sido de ella y sólo de ella. No estaba hablando de papá, y por supuesto, no podía tratarse de Arik. Qué poco conocía yo a mi madre. Qué poco la conocíamos todos.
—Eso, lo que me estás diciendo, mami,  ¿tú lo has sentido alguna vez?
Ella parecía estar todavía en su lejanía soñada donde, contrariamente a la mía, hacía frío, y antes de volver al presente, asintió varias veces con la cabeza: sí, lo había sentido. Luego se reprendió, enjugó las lágrimas y me revolvió el cabello, haciendo trizas el momento, evadiendo hábilmente mis preguntas. Sólo había tratado de identificarse conmigo. ¿Quién no habría sentido alguna vez un deseo así? Ni siquiera hacía falta un hombre concreto para soñar con escaparse lejos con él, dijo. Ya se estaba escapando, esta vez de mí:   volvía a ser ella misma, mamá, Alina, juguetona e impenetrable. Pero no me quedaba ni una sombra de duda de que en la mente de mi madre había un hombre concreto, bien anclado en algún rincón del pasado. Una puerta se había abierto arrojando una luz sobre tantos comentarios anteriores de ella, siempre desconfiados o francamente negativos cada vez que yo le mencionaba a Francisco, reacciones que yo atribuía a mi obstinación de enamorarme de un hombre extranjero —débil e impredecible, como lo había calificado Benedictine y Alina adoptaba los mismos calificativos aún sin conocerlo— , las achacaba a su postura irónica frente a la idea del amor en general, comprensible en una mujer de su edad y en particular en ella, que toda la vida había tenido que defenderse del asedio de los hombres. Nunca antes había sospechado que podía tratarse de algo más: como todas las madres, la mía era una santa. Fue el primer vislumbre de un recuerdo agazapado en su alma de alguien que ella  hubiese amado, con quien hubiese querido desaparecer muy lejos, —más tarde llegaría a pensar que también a ella la habían defraudado como Francisco iba a defraudarme a mí — pero la puerta se volvió a cerrar y no insistí, no quise indagar más, por discreción y respeto, por el pavor de saber y la típica cobardía de los hijos. Por la típica cobardía de Karlota Szkornik que siempre prefería vivir con los ojos cerrados.

Esa vez fui cariñosa también con Arie Gur. Mamá había vuelto a cantar, y eso valía oro para mí. De alguna manera era el mérito de ese hombre canoso y tenaz a quien yo siempre había juzgado aburrido y que se encogió de hombros con benevolencia cuando traté de explicarle por qué no me apetecía trabajar en una oficina de ingeniería municipal. Arik actuó de buena fe  —  al fin y al cabo me había encontrado un empleo en los tiempos en que esos no corrían por las calles, y con un sueldo seguro, ¿no? — y poca diferencia veía entre ese puesto y una oficina donde se diseñaban proyectos. Mucho menos vería una diferencia entre una oficina de proyectos y otra, si ni siquiera mi mejor amiga la veía. Hablo de Ruti, por supuesto, quien a pesar de su avanzado embarazo planeaba seguir sus Estudios Sociales en la Universidad de Neguev en  Beer Sheva, la misma Ruti que debía recordar nuestros sueños de jovencitas que habían sido suyos antes de ser míos, ya que fue ella la que tanto deseaba estudiar arquitectura. Ruti me entendía, claro que sí, pero se empeñaba, para mi bien, supongo, en bajarme los humos con ese realismo excesivo que se había agudizado en ella desde que se había casado, no exento, presentía, de cierta envidia, porque yo culminé la carrera a la que ella había renunciado, y aunque estuviera feliz con la vida que llevaba, algo en ella necesitaba colocarme en un despacho municipal u oficina de producción estandarizada para confirmar que, al fin y al cabo, ella no se había perdido gran cosa. Lo mismo pasaba con Rivka en Jerusalén y con todos mis amigos en Tel Aviv que se peleaban por acogerme en sus casas: todos querían verme de vuelta en mi tierra y seguían empeñados en presentarme —ya no muchachos solteros, cada vez más escasos— sino arquitectos; y  todos invariablemente conocían a uno, con quien me iba a entrevistar sin muchas expectativas, por puro escrúpulo de quien no deja de ponderar ninguna opción aunque sea para reforzar la decisión que ya ha tomado. ¿O tal vez lo hacía para tener un pretexto de recorrer las amadas calles de Tel Aviv fingiendo ante mí misma que no estaba sólo de visita?  En todo caso, el panorama laboral en Israel no era muy alentador.  
El problema, como dijo Ruti en una de nuestras tardes de hacer y rehacer el mundo  cuando el viento llamado khamsín hacía hervir el asfalto en las calles —, Ruti, recostada como siempre a mi lado en la pila de cojines en el piso, esta vez con un bebé de ocho meses que le abultaba el vientre —, el problema no era tomar la decisión correcta, el problema era que tras cada decisión tomada, tras cada camino escogido, se agolpaban renuncias a otros caminos y a otras  posibilidades, a las personas que nunca serías, a la gente que no llegarías a conocer y lugares que no verías al abrir los ojos cada mañana, y reíamos porque el bebé la pateaba por dentro cuando estaba de acuerdo con los argumentos y llorábamos tan sabroso como sólo con ella se podía reír y  llorar por esas renuncias que crecían y crecían a medida que pasaban los años, y esas  inevitables montañas de vidas descartadas  terminarían por ahogarnos,  tanto a ella que había escogido caminos seguros, rodeada de los suyos, como a mí, la desarraigada, la rebelde sin causa, la que siempre parecía tan libre y no lo era en absoluto.
Y así seguí con mi tarea de descartar caminos y posibilidades  hasta que llegó septiembre y, tras soportar otra vez la sensación de íntimo desgarro que me acometía al despegar el avión, volví a Suiza con la sensación del deber cumplido y la conciencia patriótica tranquila: lo había intentado, en serio, había dedicado mi verano a buscar trabajo en Israel pero no encontré nada que igualase la oferta que me había hecho Paul Baudigny cuando terminamos de graduarnos.

  No me esperaba el golpe que me iba a asestar Jacques  —quien, como siempre, estaba al tanto de todo y como siempre carecía de tacto— apenas nos abrazamos en el aeropuerto de Ginebra. Me tenía una mala noticia, dijo: Paul no puede emplearte. 
—¿Qué me estás diciendo? —pregunté— ¿Cómo que no puede?
   Baudigny me había dado su palabra.
Jacques estaba sinceramente triste, abochornado y, sobre todo, furioso, con Suiza y su taimado fascismo, con la vida en general y consigo mismo por tener que ser el mensajero del desastre. No era culpa mía. No era culpa de Paul. Era el sistema. No llegué a asimilar plenamente que todo lo que me dijo fuera cierto hasta el día siguiente cuando me presenté en el atelier de Baudigny y escuché la confirmación de los labios del propio Paul, educadamente apenado conmigo. Aún estaba perplejo de que su notificación de incorporarme a su equipo de trabajo hubiese chocado contra el muro administrativo de las nuevas leyes denominadas leyes de Schwartzenbach y puestas en práctica muy recientemente para controlar la inmigración. Los dichosos suizos ni siquiera conocían  las  leyes de su propio país. La mayoría de ellas funcionaban bien y  funcionaban solas, como todas las cosas en Suiza, y ¿para qué necesitaban conocerlas mientras no les tocaban a ellos? Tocaban a los no-suizos, a los portugueses que venían para trabajar en los campos durante los meses de verano, tocaban a los latinos que desempeñaban trabajos manuales y domésticos, tocaban a los extranjeros, a los inmigrantes. Como yo. Sorpresa: para los efectos de la ley era una inmigrante tan nueva como si ingresara al país por primera vez: los años de estudios no contaban. No podía creer – ni él, debo decir – que para el sistema reglamentario lo mismo daba una arquitecta graduada cum laude en la escuela más prestigiosa de la Suiza Romana que la dominicana que limpiaba los baños y no entendía una palabra de francés: la absoluta democracia  de la exclusión nos igualaba a las dos en la categoría de unidades extranjeras  que un patrono suizo podía o no podía emplear. Los cupos para esas unidades estaban racionados a cuenta gotas a razón de cierto número asignado para cada canton y el de Vaud ya había agotado el suyo: en este año y el próximo nadie podría emplear más inmigrantes en Lausanne y en sus alrededores. Y en caso de que se abriera un cupo, la dominicana me llevaría una ventaja indiscutible: había muchos candidatos suizos para mi trabajo, pero muy pocos para el suyo. 
De los diecinueve que nos habíamos graduado en julio, quince ya estaban trabajando en Suiza —en el atelier de Baudigny aterrizaron finalmente mi chino Kian y el gordo Valenburg  —, pero eso no había sucedido con los cuatro extranjeros. Bellani ya estaba de vuelta en su Roma natal, y el francés Calvy en Marseille.  Luis Olandia, el más problemático de todos porque era salvadoreño, iba a probar suerte en Estados Unidos donde hacía tiempo ya vivía su extensa familia de refugiados políticos, y Karlota Szkornik, de nacionalidad israelí, tendría que hacer sus maletas y regresar a Tel Aviv. En la práctica, al expirar mi visa de estudiante y sin un permiso clase B, sujeto a la constancia de trabajo, sólo podría permanecer en Lausanne como turista. Registrada en algún hotel o como invitada, por ejemplo, en la casa de Jacques, porque no se podía estar en Suiza sin un domicilio declarado.  
—Te queda eso, o te casas conmigo — anunció él en la mesa con su lento acento nasal de cantón de Vaud— Piénsalo, amiga: un macho suizo de pura raza no es algo que se descarta en tu miserable situación. Y como beneficio colateral, tendrías una residencia inmediata y harías feliz a mi madre.
Vivianne Merault, quien efectivamente me quería mucho, me abrazó cariñosamente y el padre de Jacques asintió con entusiasmo, y nos reímos todos porque no era secreto para nadie que en cuatro días iba a embarcarme en el avión para Venezuela ni por qué viajaba, y aunque ambos compartían la antipatía que su hijo le profesaba a Francisco Estévez, me desearon la mejor de las suertes cuando Jacques me llevó al aeropuerto. Todas mis posesiones recogidas de mi domicilio anterior en Rue de la Tour quedaron depositadas en un baúl en el desván de su casa.  Algunas todavía están allí, veinte años después: mis libros y proyectos  universitarios, mi ropa de invierno, el paquete de las cartas de Francisco y ese Álbum de Varsovia que encontraría algún día, muchos años después, en la casa de mi padrino en Plock.
Así que mi brillante futuro inmediato se estaba deshaciendo en la nada. Baudigny había introducido una petición al mismísimo Consejo Federal para derogar esa medida para mi caso, pero no me ocultaba su pesimismo en cuanto al resultado de su gestión.  No obstante, yo me rehusaba a creer que Suiza había terminado para mí, al igual que el sueño de trabajar en ese atelier. Parecía un absurdo imposible, un chiste, un error. La petición existía: Paul me enseñó la copia recibida, y antes de la sentencia de la respuesta definitiva todavía estaba en pie su oferta de trabajo y podía ilusionarme con ella justo lo suficiente para irme a Venezuela sin pensar mucho en qué haría después. Porque aún tenía una carta de felicidad escondida en la manga, aún quedaba por delante el viaje y aún quedaba Francisco. Y luego, todo podía pasar. Al futuro no había que provocarlo, ya lo sabía: el futuro iba a venir solo.
Esa descabellada teoría de mi juventud parecía verificarse ahora, el primer día que pasaba en Caracas, cuando una posibilidad fallida en Suiza se estaba repitiendo al otro lado del Atlántico como un sueño que persiste en volver. Lo poco que sabía de Hanson Beck del Valle ya dejaba presagiar lo fabuloso que sería trabajar con un arquitecto tan brillante como él. Fue como si mis fallidas gestiones en Israel y el derrumbe de las expectativas con Paul Baudigny confluyeran para reservarme algo mejor, porque definitivamente esta oferta era mejor, era lo mejor que me podía pasar: esa oferta no era tan sólo un buen trabajo, significaba quedarme al lado de Francisco. Eso pensé, porque yo nunca dejaba de pensar en él, mientras Hanson pronunciaba con toda su petulancia tropical la misma frase en francés que me había dicho Paul Baudigny —rígido como un palo, él— en aquella recepción en Lausanne: puedes comenzar mañana mismo, si quieres.
Mi cabeza daba vueltas.
— Se lo agradezco, profesor, pero ¿Cómo que mañana mismo?  Yo estoy aquí con una visa de turista válida por dos meses. No tengo siquiera mi título traducido, ni nada.
El camino lógico habría sido volver a Lausanne, ocuparme de todo ese papeleo académico y consular (que ya conocía por haber tramitado el título de Francisco) y solicitar una visa de inmigración en regla, en base a una carta suya. Comencé a detallar ese procedimiento y Hanson Beck se echó a reír.
—Santo Dios, Karlota. Te puedo asegurar que por un camino tan rabiosamente legal nunca llegarás a ninguna parte.  ¿Crees que esto es Suiza, o qué? Esto es Venezuela. El país de las oportunidades. Aquí no hay turistas. ¿Acaso te dieron la visa de turista así como así?
Tuve que admitir que no, recordando cuánto me extrañó, al organizar  las fechas de mis viajes, toparme con  la sorpresa de que necesitaba una invitación. Francisco tuvo que responsabilizarse de mis gastos y de mi regreso en una declaración jurada enviada al consulado venezolano en Berna: un trámite pesado y largo, que sólo se concretó en un sello en mi pasaporte cuando volví seis semanas más tarde de Israel. Cada país y sus trabas administrativas, había pensado entonces. Pero Hanson me aclaró las razones de esa disposición:
—Es porque aquí no hay turistas, Karlota. Qué turistas.  Quien llega, se queda, eso es lo que pasa. Y especialmente, si se trata de gente de nuestro ramo, arquitectos, técnicos, constructores… ¿Viste cómo bulle esta ciudad?
—¿Y mi permiso de trabajo?
—¿Para qué necesitas permiso? ¿Para trabajar? Ya tienes el mío, ma chère, y con mi bendición. Quédate de prueba un par de semanas y si tú y yo estamos contentos con el arreglo, te redactamos una constancia de trabajo y te sacamos la residencia en un dos por tres. Tengo un gestor que se ocupa de esos trámites, para que no pierdas tiempo ni dinero. En cuanto a tu título, por supuesto que debes traerlo y revalidarlo en el país… más tarde, con calma. Yo no necesito de eso para creer que lo tienes. Vente mañana a mi oficina y hablaremos de los detalles.  Lo importante es que ya estás aquí. Y todo el resto se arregla, créeme.
—¿Cómo que se arregla?

—Así —Hanson chasqueó los dedos — . Tarde o temprano, se arregla. Palabra. Ya lo verás. Esto no es Suiza, ma chère: esto es Venezuela.

viernes, febrero 28, 2014

27 de febrero de 1989


Retomo este espacio para postear  un fragmento de mi "cuento de hadas urbano" del libro Para no perder el hilo". Los hechos del 27 de febrero de 1987 focalizados por dos protagonistas  preadolescentes Robi y "Barbie" de una urbanización ficticia, pero muy parecida a Chacaito, en un relato que puede ser fantástico y puede ser que no.
 
 
Fragmento de ‘EL QUIOSCO DE NILDA” ,

 de “Para no perder el hilo”, Literatura Mondadori 2009

 ......

Podrían pasarse la vida entera fantaseando con los mundos subterráneos, pero se cuidaban de no acercarse al quiosco. Ni siquiera Barbie, la intrépida, proponía pasar a la acción. Ya habría tiempo para esto. Mucho tiempo  hasta el final de las clases en julio. Toda una vida.

Pero la vida nunca es tan larga como uno la planea.Y no había terminado el mes de febrero cuando estallaron los disturbios.

Fue como una explosión de pólvora. La agitación había abrazado simultáneamente varios focos en la ciudad pero nadie creía que los gritos y aullidos de sirenas se saldrían de las pantallas de los televisores e invadirían también, y tan rápido, la esquina de nuestro Conjunto donde ya a las once de la mañana la gente se desbandaba sin control por la calzada impidiendo el tránsito de los vehículos. El aire se llenó de bocinazos y aullidos de sirenas. Por motivos de seguridad no hubo escuela ese día y Sandra llamó desde su trabajo rogándole a Robi que por el amor de Dios se quedara quieto y no se moviera de la casa; cuida de tu abuela, le recomendó con una pobre astucia. Y sin embargo Barbie estaba en el medio de ese bullicio, Barbie, que no le hacía caso a nadie y se había ido a la copiadora justo antes de que se encrespara la ola humana, mientras que él, desde su puesto en el balcón veía con una opresión desconocida en el pecho como la turbamulta crecía en la calle. Nunca había presenciado algo así. Dos policías daban impotentes pitazos, retrocediendo, llamando por la radio portátil para pedir refuerzos, pero eso no duró mucho: en un dos por tres, hombres y mujeres los rodearon a empellones y los aparatos desaparecieron entre sus manos extendidas. Uno de los oficiales logró escabullirse rozando las paredes, el otro no se veía más por ninguna parte: se quitó la gorra y la camisa del uniforme y se diluyó en la multitud con su cara sudada y el torso desnudo. Alguien —él mismo, tal vez —se había hecho con una pistola y pegaba tiros al aire provocando la huida centrífuga de la gente, que lo expuso por unos instantes, hombre solo y poderoso con el arma en la mano, en el medio de un círculo vacío. Luego, el círculo volvió a cerrarse.

Y Barbie se había ido a la copiadora.

Murmurando plegarias con el noticiario a todo volumen la abuelita no se percató cuando, desoyendo las advertencias de su madre, se escapó con sigilo de la casa. Bajó corriendo las escaleras, atravesó el hall de entrada, la puerta, la vía interna del conjunto. El impacto con la calle casi lo deja atropellado: la gente se metía en oleadas dentro de la urbanización buscando resguardarse de la violencia ascendiente. Una cosa era contemplar ese jaleo desde la altura del balcón y con la distancia protectora de dos pisos y otra, encontrarse de pronto en el medio de troncos y piernas que no tenían consideración alguna para su condición de niño. Por un momento le pareció distinguir el alarido de su madre llamándole por su nombre, pero no era su nombre y otra era la madre que llamaba. Los gritos de la gente, agudos, particulares, se elevaban y fundían en el sordo gruñido de muchedumbre enconada. 

La copiadora estaba a media cuadra al sur de la estación del Metro. Robi, aunque su corazón latía de miedo verdadero, logró esquivar la estampida y alcanzar la esquina, donde el seto se enrarecía y pudo trepar sobre algunos travesaños de la reja. Así alzado, escrutó la multitud. Tuvo suerte, una suerte increíble, de vislumbrar entre la gente la franelita morada y la cabellera inconfundible de su amiga que trataba de avanzar hacia el Conjunto Residencial en el sentido temporalmente opuesto a la corriente. Como por milagro se abrió una brecha que le permitió atravesar la calle. Corrió tan rápido como pudo entre golpes y empujones, la vista fija en la mancha morada hasta que alguien que no parecía Barbie se le echó en los brazos aleteando casi sin aliento. Debió haberse caído, su ropa y manos estaban sucias, había perdido su morral, los libros y los cuadernos. Estaba llorando.

—Ven conmigo — dijo Robi con un acento nuevo y protector. También era nuevo el abrazo, porque ellos no se tocaban nunca a no ser cuando jugaban a la guerra o peleaban a golpes. Por primera vez en la vida los papeles se estaban invirtiendo, y de pronto olvidó el miedo, porque tal como lo había soñado incontables veces (calladito y al margen de sus fantasías comunes), al fin estaba actuando como un hombre de verdad rescatándola de algo en lugar de tan sólo seguirle los pasos como un perrito faldero, había desafiado el riesgo de ser atropellado por seres súbitamente más temibles que piratas y dragones, y ella, la intrépida, ahora llorosa y descompuesta, se había aferrado a él con sus brazos y uñas. Pero no estaban a salvo aún: la otra acera, donde estaba la entrada al Conjunto, era tan inaccesible como el Cabo de la Buena Esperanza o la Isla del Tesoro de sus juegos. La calle rugía ahora bajo el abrasador sol de mediodía, aparecieron palos, piedras y varas metálicas mientras el movimiento caótico de la turba se afirmaba en un cauce certero en dirección al supermercado Aurelia cerrado con gruesas rejas y puertas enrollables. Los dos niños abrazados estrechamente eran un barco a la deriva, arrastrado sin piedad por la muchedumbre. Nadie los veía. Por un instante el movimiento general los aplastó contra un pequeño Volkswagen zarandeado por la masa humana, y los ojos de Robi se cruzaron a través del cristal con las pupilas pasmadas de un hombre mayor, aferrado convulsivamente al volante. Una nueva acometida alejó el vehículo de un envión. Lo van a tumbar, pensó Robi aterrado, pero ya el agujero que había ocupado el Volkswagen los succionó como el centro de un remolino e impulsó milagrosamente hacia la otra orilla de la calzada.

—Qué está pasando, Dios mío, qué es esto, que está pasando – repetía Barbie sin dejar de llorar, aferrada a él que la remolcó hasta una pared y la protegía con su propio cuerpo, y le explicaba a gritos aunque ninguno podía oír al otro, que en toda la ciudad había disturbios porque el pueblo expresaba así su protesta. Eso decían en la televisión y él lo repetía porque necesitaba desesperadamente sobreponer palabras, cualquier clase de palabras, al caos sin nombre que se desataba alrededor. Porque el pueblo aplastaba ahora a los que se hallaban en sus primeras filas contra las rejas del supermercado y el clamor de heridos y atropellados se elevaba en oleadas a cada embestida. Porque los tiros sonaban cada vez más seguidos.

Y de pronto, la pared en la que buscaban ampararse cedió. Los sollozos de Barbie se elevaron con una sorpresiva nitidez, cuando unos fuertes brazos los arrastraron dentro de la oscuridad y la pared se cerró tan pronto como se había abierto, cortando el barullo. Sólo entonces se descubrieron en un lugar conocido: sin darse cuenta, se habían arrimado a la portezuela del temible quiosco.

—Santo cielo, pero ¿qué hacen dos carajitos como ustedes en la calle? — bramó Nilda —  Han salido a pasear, ¿o qué? ¿Acaso no se han enterado de que hay disturbios? 

—Gracias, señora Nilda. Nos ha salvado la vida — balbuceó Robi, tratando de encontrar el aliento. Le acometió una tembladera tan fuerte que tuvo que soltar a Barbie y sentarse en el piso abrazando con ambos brazos sus flacas rodillas para mantenerlas bajo control.

—No tenían nada que hacer allí afuera.

—Es que la situación nos agarró desprevenidos, señora Nilda.

—Muy bonito — refunfuñó su salvadora que tenía la debilidad de las frases bien hechas — Vaya. Así que los agarró desprevenidos—. Pasó sus compasivos dedos nudosos por la carita y el cabello de Barbie. La niña, tiesa como un palo sollozaba e hipaba a trompicones sin poder calmarse. —Ya, mi cielo. Ya. Tranquilízate. Aquí estamos a salvo. Este quiosco no se ha caído ni cuando tumbaron a Pérez Jiménez, tampoco va a pasar ahora. ¿Quieres un poco de Pepsi?

Barbie hipó que sí, quería Pepsi, y Robi también. Nilda alargó la mano hacia una de las cajas y oyeron en la oscuridad el inconfundible chasquido de destapar una lata, luego otra. Estaba tibia, pero era de lejos la bebida más reconfortante que se habían tomado jamás. Con sus escaparates enrejados y la santamaría bajada sobre el mostrador el quiosco era una casita blindada. Entre un sorbo y otro, Robi trataba de explicar que ella había salido para copiar un artículo para una tarea de ciencias naturales, pero dejó de hablar porque el mundo se estaba cayendo a pedazos y qué sentido podía tener ahora copiadora, tarea o ciencias de cualquier tipo. Era como si en la otra orilla del tiempo ninguna cosa de antes jamás volviera a tener sentido. 

La sensación de seguridad no era del todo justificada: su inesperado refugio se estremecía bajo el impacto de la gente contra sus paredes. Menos mal que se trataba, al menos por ahora, de golpes casuales, el magro botín de golosinas y revistas del pequeño quiosco no tenía interés como objeto de saqueo frente al supermercado repleto de comida y licores y la tienda de electrodomésticos adyacente, cuyas rejas estaban siendo arrancadas y las vitrinas acababan de estallar en una lluvia de esquirlas. En la oscuridad de la casita el aire se licuaba de calor, taladrado por filos de luz que penetraban por minúsculos agujeros en las paredes y por las rendijas debajo del mostrador. Detrás del vidrio sucio, entre chicles, galletas y piernas frenéticas, la muchedumbre se arracimaba del otro lado de la calle pujando enloquecida hacia el interior del local de donde emergían en brazos cajas de todos los tamaños, televisores, aspiradoras y hornos microonda que desaparecían Dios sabe dónde con una pasmosa rapidez. La gente comenzaba a pelear entre sí. Había figuras caídas en el piso, algunas se levantaban o trataban de arrastrarse. Y otras sólo yacían como sacos inertes.

La tembladera de Robi no quería ceder. Sin darse cuenta se agarró de la falda de la bruja, que se había servido una taza de té de un termo escolar y masticaba con pesadumbre una rosquilla.  

— ¿Quiénes son esa gente? —preguntó —¿Por qué hacen esto?

—Son muchas preguntas a la vez, chamito… Quiénes son, quieres saber. No son nadie. Y son todos. Los mismos de siempre, los que salen del Metro y compran periódicos.

—Pero se están matando…

—Bah… — masculló Nilda con una distante conmiseración —Siempre se matarían, apenas el ambiente se afloje un poco. Porque sí, porque el de al lado lo hace, por un pedazo de mierda, por un dios o por una causa. E imagínate por un televisor… Cuídate, pero no juzgues a nadie, chamín. Son gente, no mala gente, gente y punto. Incluso nuestros vecinos.

—No te creo. Nuestros vecinos no.

—Sólo mira. Mira con mucha atención. Enfócalos.

Robi acercó el ojo a la rendija más grande y enfocó. Primero no distinguía nada. Luego uno de los conserjes pasó muy cerca blandiendo un palo de béisbol y como por obra de magia rostros conocidos emergieron en el medio de la turbamulta: vio la boca abierta de la señora Amelia del piso siete, identificó al empleado de seguros y al hijo de uno de los abogados que acababa de graduarse y ahora, todo acalorado, defendía a patatas una caja que trataban de arrebatarle, levantaba el puño libre, lo descargaba… Un golpe en pleno pecho lo echó para atrás: vislumbró otra cara, la del padre de Barbie. Nada de eso podía ser cierto, eran brujerías de la malvada Nilda. Sin embargo, se tapó los ojos con las manos y por fin se echó a llorar.

Cuando volvió a apartarlas, nadie más tenía rostro. Cayeron los portones del supermercado Aurelia y la turba se abalanzó adentro a la vez que a la salida se multiplicaban las reyertas y los productos de saqueo fluían hacia fuera. Pero ahora todo parecía encuadrado en la ventanita, reflejo y contra-reflejo de tantas otras veces cuando veía escenas parecidas, mucho más fuertes incluso, tomando Pepsi y masticando palomitas de maíz, como si la realidad se hubiera concentrado, como debía ser, del lado de los espectadores, y aquel pandemonio callejero pudiera apagarse con el control remoto cuando dejaran de fascinarle los efectos especiales y los extras que se quedarían tirados en la acera tras la estampida y las manchas de sangre que en otras películas eran de lejos más rojas, profusas y convincentes. Mucho peor era el calor, se sofocaba ahí dentro. El sol de mediodía abrazaba las paredes de chapa metálica y el aire era líquido, irrespirable.

Nilda sorbía su té, sudando con una desdeñosa benevolencia. Y sólo Barbie no parecía la misma. Estaba callada ahora, apocada como un pajarito muerto cuyo esponjoso y cálido volumen se vuelve de pronto nada, montículo de plumas mojadas en la cuneta, su cara sucia de lágrimas, el cabello caído y pegajoso. Nunca le diría lo que había visto, nunca. Su pecho se ensanchó con un doloroso deseo de protección, porque de alguna manera confusa todo seguía siendo responsabilidad de Robi Guerrero, soñador incorregible, que siempre seguiría buscando esas piedras milagrosas que podrían impedir que las calles explotasen y que el mundo se desmoronara sin remedio en pedazos de sí mismo. Eran su responsabilidad la vieja y la niña encerradas con él, al igual que su anciana abuela y su madre que seguramente en este momento estaría muriéndose de angustia, corriendo por la calle y gritando su nombre, como aquella otra madre que había escuchado. Cómo iba a saber que él y Barbie estaban tan cerca, encerrados, o prisioneros en el terrible quiosco, centro de sus ensoñaciones y terrores, convertido por las vueltas que da la vida en un paradójico refugio. Y qué refugio. Lo de blindado era sólo una apariencia: vieja olla de presión zarandeada, sacudida, que no dejaba de temblar bajo los golpes. En cualquier momento una bala perdida podría perforar sus finos tabiques con ellos dos agachados en el piso y la vieja sorbiendo su té en un vasito de plástico. Tenía que salvarlos a los tres, o al menos a Barbie y a sí mismo antes de que los matasen a todos.

Y se sorprendió dirigirse a la quiosquera con una autoridad que nunca hubiera creído tener:

—Señora Nilda. Si aquí hay algún pasadizo secreto es el momento de usarlo. Usted sabrá. 

 

Las palabras se volvieron sólidas como piedras al momento en que las había pronunciado tan a la ligera. Pues nada era imposible ahora, ni siquiera pavoroso. ¿Para qué servía un pobre subterráneo si no proporcionaba una vía de escape? Y sin embargo, había traicionado su constante presentimiento de que aquello era un misterio de los que no debían develarse nunca. Porque desde ese momento — aunque tal vez desde mucho antes —los acontecimientos comenzarían a nublarse en la mente de Robi a modo de un sueño cuyo recuerdo nunca más lograría reconstruir con total certidumbre aunque había sido tan real como el golpe asestado con algún objeto contundente que en ese  preciso instante casi derriba el quiosco. La situación era de emergencia y Nilda tenía que entenderlo. Era bruja tal vez, pero ninguna loca. El blanco de sus ojos refulgió en la mirada que le lanzó de sesgo a Robi, cuyo corazón, de tanto batir contra las costillas iba a escaparse de su jaula toráxica. Terminó de tragarse la rosquilla, cerró la tapa del termo, se limpió la boca con la manga del vestido y con un resignado suspiro confirmó que estaba de acuerdo.

—Okey, chamito. Puede que tengas razón.

 

sábado, septiembre 08, 2012








DISEÑO INDUSTRIAL EN ARQUITECTURA:

HOMENAJE AL ARQ. FERNANDO COSTA GOMES

Autor: (1) Krina Ber Da Costa Gomes

Coautor: (2 )Andres Steiner



(1) Kreska Proyectos Industriales CA. – tel. 7939066 krina.ber@kreska.com

(2) Castellón & Steiner, Ingenieros Civiles tel. 2663208 asteinerh@gmail.com



Esta presentación es un homenaje a la obra del arquitecto Fernando Costa Gomes a dos años de su muerte y a la manera tan especial en que consideraba y practicaba su profesión. Nació en Lisboa y se graduó en la escuela Politécnica Federal de Lausanne, Suiza, pero toda su vida profesional trascurrió en Venezuela. Hoy día tendríamos sin duda más proyectos, ideas y sorpresas si su autor estuviera con nosotros, porque él no paraba nunca de estudiar, investigar y experimentar con las expresiones que diferentes materiales y conceptos estructurales tomaban en las obras de arquitectura. Lamentablemente Fernando Costa Gomes falleció de manera repentina a los 62 años de edad. A nosotros, que fuimos sus colaboradores más cercanos, nos toca exponer su obra y continuar con su legado.

Sus proyectos que están ubicados en todo el territorio de Venezuela, son construcciones conocidas, incluso emblemáticas, con elementos o espacios cuyo valor estético se basa en la concepción y el diseño de la estructura de acero y de sus revestimientos en vidrio, tela y metales. Citemos como ejemplo la inmensa cubierta textil del Centro Comercial Sambil de Barquisimeto, las columnas – árboles en el C.C Orinokia en Puerto Ordáz, la Espiral en el C.C. Sambil Paraguaná y la fachada esférica del edificio Galipán, o la sorprendente y osada estructura de cables que se esconde bajo la lámina corrugada de Coliseo de Petare, denominado La Gallera. Estamos acostumbrados a movernos dentro del panorama de esas obras sin darnos cuenta de la brillantez de su concepto ni de las proezas tecnológicas que requerían, ni del esfuerzo y de la voluntad de excelencia de todo el grupo de trabajo que estuvo implicado en esos proyectos. Muchos de ellos llevan el nombre de Sambil y fueron posibles gracias a la meritoria tendencia de ese grupo de valorizar el espacio arquitectónico. Pero poca gente sabe que esas obras tan diversas deben su realización a la mente del mismo hombre, que no actuaba en ellas como ingeniero, ni como constructor o fabricante, ni tampoco, muchas veces, como el arquitecto de la edificación completa. Al proyectar las partes que le fueron encomendadas, Fernando reunía dentro del concepto creativo todas esas funciones, las gestionaba y las hacía posibles con un amplio enfoque multidisciplinario. Se graduó de arquitecto en una de las facultades más prestigiosas de Europa, pero siempre estuvo atraído por la parte prefabricada de la construcción (estructuras y revestimientos secos) y se definía a sí mismo como Diseñador Industrial en Arquitectura.

Tal carrera no existe; sería una especialización que reúne —dentro de la formación funcional, espacial y estética inherente a la formación de un arquitecto— los conocimientos de sistemas estructurales y de los procesos industriales y normativas en la construcción en acero y otros materiales, así como de las herramientas tecnológicas especializadas para realizar tales proyectos; en las propias palabras de FCG: requiere “recoger y adquirir experiencia a cada paso, e incorporarla en una filosofía de trabajo coherente”.

Esa filosofía consiste en buscar la mejor solución funcional y tecnológica, controlando siempre la relación calidad-costo (value engineering) y la imagen estética del producto. Él la asumía a todos los niveles, desde el concepto estructural global hasta el más pequeño detalle de una conexión. Fernando creía y demostraba que el diseño definitivo es siempre una respuesta a requerimientos y limitaciones provenientes de tres polos: el polo estructural, el funcional y el simbólico.

Pretendemos ilustrar esos conceptos en sus obras, esperando que esta presentación no sea tan sólo un homenaje a Fernando Costa Gomes sino también un aporte de valor a nuestro conocimiento de la arquitectura, ingeniería civil y producción metalúrgica en Venezuela, y sobre todo, una inspiración para todos quienes sienten la pasión por unir esos campos, a menudo tan separados, en la creatividad de un diseño de estética propia.





viernes, julio 27, 2012

LA HORA PERDIDA

texto publicado agosto pasado en Todo en domingo
Tema: El regreso a clases

o sea, es posible escribir algo con max 2500 caracteres (ouau...  para mí que me extiendo cada vez más)


LA HORA PERDIDA


Pocas cosas marcan el ritmo de la vida como los regresos a clases. Desde la perspectiva de los años los míos parecen fundirse en uno solo, porque encarnan el tiempo circular de la infancia y la adolescencia, ese tiempo que era largo y generoso, henchido de futuro a la vez que circunscrito a la tranquilizadora repetición de los años escolares en el camino a la adultez. Los que destacan son aquellos regresos que implicaban un cambio —el traslado a otra escuela, ciudad o país— signado por el temor y la excitación de lo nuevo. La más fuerte fue sin duda la entrada al cuarto grado tras nuestra inmigración de Polonia a Israel, cuando me encontré, sin entender una sola palabra, en el pupitre de una escuelita rural, viendo horrorizada que se escribía al revés. Sin embargo, hasta ese impacto se disolvió muy pronto y casi no quedaron rastros de él en mis regresos a clases de los años siguientes. Sólo uno me ha marcado para siempre. Ocurrió unos cinco o seis años después, en un primer día que se anunciaba sin cambios ni sobresaltos, tan normal, precisamente, que salí tarde, perdí el autobús y llegué al liceo atrasada. Las clases ya habían comenzado y no había nadie en la sala de los profesores. Dentro de un extraño silencio sólo se escuchaban voces detrás de las puertas y el sonido de mis pasos en los corredores vacíos que recorría sin poder ubicar el salón que me había tocado hasta que sonara la campana del recreo. No pasó nada, me dije, sólo perdí la primera hora y el excitado reencuentro que la habría precedido. Sin embargo, ya se habían repartido los libros y las instrucciones y, aparentemente, también las amistades y las alianzas. El casi novio del año anterior no parecía reconocerme y mis mejores amigas estaban sentadas juntas, lejos del pupitre donde quedaba el único puesto libre al lado del nerd más despreciado de la clase. Y más: era como si en mi ausencia se hubieran forjado los juegos de fuerza que presagiaban ya la futura sociedad de adultos y se hubieran entregado las claves, contraseñas y códigos para saber jugarlos. Fuera lo que fuese que me hubiera perdido en esa hora, nunca pude recuperarlo. Aunque en los días siguientes todo parecía volver a la normalidad, había comprendido que mi condición de extranjera no se debía a la inmigración, hacía tiempo olvidada, sino a algo intrínseco que no tenía remedio. Tarde por la noche abrí un cuaderno nuevo como un consuelo y comencé a escribir sobre eso. En polaco —mi idioma de antes— para que nadie pudiera leerlo.

domingo, mayo 06, 2012






PRESENTACIÓN DEL LIBRO EL ESPACIO EN LA FICCIÓN DE DOS OBRAS CONTEMPORÁNEAS EL JINETE POLACO, DE ANTONIO MUÑOZ MOLINA Y AGUA QUEMADA, DE CARLOS FUENTES, DE KRINA BER


Luz Marina Rivas

¿Qué tienen que ver una calle llena de pequeñas zapaterías y talleres con una novela? ¿Cómo se relaciona el mundo tridimensional de los espacios urbanos, que puede expresarse en planos, y el mundo de la literatura que se desarrolla linealmente en las páginas de los libros párrafo tras párrafo? ¿Se pueden leer las ciudades como textos y los textos como ciudades? ¿Qué misterioso impulso puede llevar a una arquitecta, apurada por presentar proyectos y diseños en tiempos muy medidos, a elaborar un erudito estudio sobre dos obras literarias de autores tan densos como Antonio Muñoz Molina y Carlos Fuentes?

La publicación de este libro de Krina Ber es un acontecimiento que celebramos con gran alegría, puesto que es un testimonio de una historia anterior de la hoy exitosa narradora polaco-israelí-portuguesa-venezolana Krina Ber. Se trata de un detallado y hasta primoroso (cabe el adjetivo) estudio académico del espacio de ficción en dos novelas de dos de sus autores más admirados: el español Antonio Muñoz Molina y el mexicano Carlos Fuentes. Se trata de su meritorio Trabajo de Grado de la Maestría en Literatura Comparada, que recibió en su momento la calificación de “Excelente”.

Conocí a Krina cuando se inició en ese importante viaje de búsqueda que fue su maestría, iniciada en 2002. Por aquel entonces, no era la escritora que es hoy, aunque ya había asistido a diversos talleres literarios y, secretamente, se iniciaba en la escritura de creación. Para aquel entonces, lo que sus profesoras más cercanas sabíamos, era que era una lectora voraz, algo que nos maravillaba particularmente, pues ella no venía de la carrera de Letras. Se había graduado de arquitecta en Suiza, y trabajaba como tal, pero había en ella una sed de comprender la literatura, de cumplir con ello un largo anhelo. Su sorprendente historia de vida la ha hecho recorrer muchos espacios: nacida en Polonia, con una adolescencia transcurrida en Israel, estudiante en Suiza, casada con un portugués con quien vivió un tiempo en Lisboa y establecida finalmente en Venezuela, Krina ha debido hacer suyos una y otra vez espacios totalmente diferentes. De ahí que no sea difícil entender su interés por ellos. Tanto su profesión como sus migraciones muestran que muchos lugares han tenido que ser intereses fundamentales en su vida. Sin embargo, si nos preguntamos el por qué su interés en los lugares ficcionales, su necesidad vital de escribir y adentrarse en los meandros de la literatura, los de la crítica académica y los de la creación, tendremos que convenir en que los espacios son mucho más que lugares físicos. Krina se ha visto obligada, por sus tránsitos vitales, a comprender culturas también muy diferentes y apropiarse de lenguas muy diferentes. Los espacios culturales, como la lengua, determinan la manera de pensar y sentir el mundo. Por todo ello, este trabajo resultante de un diálogo interdisciplinario entre la arquitectura y la literatura encontró en la Maestría en Literatura Comparada el espacio más propicio para su desarrollo.

Krina ha hecho suyo el español de Venezuela, como lo ha demostrado –valga la digresión- en el dominio de su lengua narrativa en los excelentes libros Cuentos con agujeros (2005) y Para no perder el hilo (2009). Al irse apropiando de una lengua, se va apropiando de una ciudad. Como escribe en el español de Venezuela, ha hecho suya a Caracas.

Sin embargo, también se adueña de otras ciudades narrándolas; por ejemplo, uno de sus mejores cuentos “Los dibujos de Lisboa” es una extraordinaria historia, cuya protagonista escoge intuitivamente y dibuja espacios de la ciudad (los dibujos acompañan el texto), que encierran historias desconocidas por ella, que tocan profundamente a la familia de su esposo.

En el libro que presentamos hay una develación de los mecanismos de construcción de los espacios de Muñoz Molina y de Fuentes, con la atención de un relojero que buscara comprender cómo funciona una caja de música del siglo XVIII. Si bien en ambas obras, los espacios generan destrucción y extrañeza en los personajes, la forma como estos últimos se vinculan con las ciudades ficcionales de Mágina y Ciudad de México son completamente diferentes, tanto la manera de comprender el centro y la periferia, como en la forma de relacionar las partes con el todo o, mejor dicho, el modo como los fragmentos del espacio urbano se ordenan para construir un todo coherente o se suman sin cohesionarse. Los mecanismos de construcción espacial son cuidadosamente analizados sin dejar nada de lado: cómo se construyen ciudades abiertas o cerradas; el estudio del tiempo, ese gran medidor de los espacios que determina cómo se vive la historia, cíclica o linealmente; la identificación de los habitantes de una ciudad con su espacio, al punto de metaforizarlo o no con características humanas; la percepción de los lugares como íntimos u hostiles; las formas de pertenencia e identidad vinculadas con ellos (arraigo y desarraigo) y la reflexión sobre la relación entre la percepción de los espacios y la cultura.

Puede percibirse en este magnífico esfuerzo a una narradora en ciernes estudiando con cuidado a sus maestros, buscando respuestas a sus preguntas, en una paciente y rigurosa labor, con la humildad de aproximación con que lo hace un estudiante, bajo la sabia tutoría de la Profesora Rosario De León, a partir de estudios previos de críticos eruditos como los de Denis Bertrand, María Azucena Macho Vargas o Luz Aurora Pimentel y otros, y de teorías que han resultado muy productivas para el trabajo de Krina Ber, como la narratología de Gérard Genette, puesta a prueba exitosamente como base para la comprensión de las estructuras narrativas, o el pensamiento de la cultura en autores como Octavio Paz, el propio Carlos Fuentes o Michel Foucault.

No puede dejarse de lado mencionar la importancia de su reflexión final sobre los espacios latinoamericanos a partir de ejemplos venezolanos en sus conclusiones. De alguna manera, el trabajo la lleva a apropiarse de su espacio venezolano de adopción. La profundidad del estudio, lo acertado de la puesta en relación de autores tan diversos, la comparación brillante de las dos obras de ambos lados del Atlántico resultan en un trabajo académico modelo, amén de que ha debido ser un peldaño fundamental en el camino de Krina Ber como narradora de ficciones, tal como puede constatarse en la fascinación que producen los espacios de sus cuentos.

viernes, abril 27, 2012



ASÍ COMIENZA "NUBE DE POLVO":





Cierro los ojos y me sueño en esa casa de piedra y sol. Dormito en el chinchorro protegida por sus paredes cubiertas de trinitarias, me dejo acariciar por el viento en el patio abierto al mar como a la vida por delante.

Son sueños dulces y seguros como los libros queridos cuando se leen y vuelven a leer, y así lo habían sido sus estadías allí. Hasta lo fue aquel verano de 1987, al menos en su primera parte, a pesar del deterioro y del acoso, a pesar del miedo que se había infiltrado en los días y los roía como herrumbre. Su padre nunca quiso admitir que existía y ella, orgullosa, le siguió la corriente. No lo sintieron tan claramente entonces porque pudieron probar también el vértigo del desafío y la euforia de la resistencia; no obstante, lo primero que se impone al evocar esos días es precisamente eso: el miedo, la angustiosa expectativa del próximo golpe. No fue una sensación infundada. Culminó materializada en sombras, la noche en que invadieron la casa.

Sombras amenazadoras, seguras de su impunidad. Vilma las divisó desde lejos a través de los mosquiteros de la sala: eran sombras que crecían y menguaban en la escurridiza luz de las linternas, latigazos de luz rajando la oscuridad pegajosa de calor, la sala, la casa, la vida tal como la conocía. Frenó en seco y así quedó, inmóvil y muda, por toda la eternidad de unos segundos, sellando con el puño el grito que le nacía en el pecho y amenazaba con estallar en la boca.

Hay momentos que transcurren fuera de los relojes, abismos negros que abren en el tiempo unas grietas irreparables. Vilma ya los conocía: era la segunda vez que algo maligno pasaba cuando ella estaba ausente. Sólo que esa vez se trataba de su padre.

Vilma era yo. Y era el final del último verano que pasaron en la bahía.

Lo pasaron atrincherados en su casa como los heroicos sobrevivientes de las ciudades asediadas en esas grandes batallas del pasado que estaban en los libros, y los libros y todas las cosas se cubrían de polvo rojizo, pegajoso de arena y sal que el viento traía sin tregua de las obras cercanas. No obstante, ese trocito de cotidianidad que compartieron en la inminencia del final había sido sorprendentemente bueno, a ratos sublime y en general muy tolerable. Menos el miedo, aunque Antonio Sandoval nunca quiso admitir que existiera.

En el fondo, estaba preocupado tanto como ella, incluso más. Le había dicho muchas veces que si algo llegara a pasarle tendría que acudir de inmediato al padre de Jorge, el licenciado Barbosa, quien le oficiaba por amistad de abogado: él sabrá qué hacer, Chinita, decía, y no olvidó repetirlo también una hora antes de la invasión, cuando la mandó a comprar queroseno en el único bazar que seguía abierto hasta las altas horas de la noche, porque era también el único en el pueblo que tenía licencia para el expendio de licores. Para cocinar, Vilma se las arreglaba con la bombona de gas y la gran cava llena de hielo (esa noche, recuerdo, habían comido ceviche), pero necesitaban el queroseno para contar al menos con la luz vacilante de una lámpara en la negrura del cielo y del mar. Pesadas nubes de tormenta opacaban la luna. La electricidad escaseaba en la zona de la bahía, la cortaban y ponían a capricho de la constructora, y el generador instalado en el anexo había dejado de funcionar hacía semanas, casi al principio de las vacaciones.



El generador: pieza fundamental en la logística de vivir en una casa de playa. ¿Por qué no comenzar por el generador?

Antes, él mismo lo habría arreglado. Antes, cuando las cosas importaban. O al menos habría ido al taller mecánico del pueblo a preguntar qué haría Esteban Marcano en semejante aprieto: pedir consejos era una consabida astucia para lograr que el hombre se dejara llevar a la casa y revisara la planta de emergencia. Vilma traería un par de cervezas y Esteban, tras un minucioso examen, escupiría discretamente en la mano esa hoja de tabaco que siempre masticaba y daría su lacónico veredicto. Algo como: Hay que rebobinar el motor.

— ¡Estás tostado, hombre! — protestaría el padre —. Ésta no me la calo. Es casi nuevo.

—Tranquilo, profe. De nuevo no tiene nada. Compró esa vaina usada y bien usada. No iba a dar para mucho. Yo se lo dije pero no quiso escucharme.

Y Yurama se alejaría hacia la cocina sacudiendo su larga cabellera como una gata ofendida y aunque no despegara los labios sería como si se le escuchara mascullar entre dientes que para qué, que otro gasto inútil.

Ella no lo decía —nunca decía nada— pero estaba conforme con vender desde el principio, no le importaban la casa ni la lancha, ni el vaivén del soplo del mar, cercano como un animal dormido en el calor de las noches de verano. No así el padre. Ese era su orgullo, su sueño realizado, su refugio de verdor y piedra en la arena de las dunas. La mejor casa en toda la bahía construida contra viento y marea, casi con las propias manos.

Refunfuñaría contrariado, pues no era hombre de darle la razón a cualquiera, ni siquiera a la gente que respetara como respetaba al viejo Marcano quien sabía arreglar prácticamente cualquier cosa. No obstante, entre los dos recompondrían el generador, volvería la luz y todo seguiría como antes, cuando las cosas importaban. Antes del acoso de los abogados y de las máquinas excavadoras, antes de que le reventaran los cauchos de la camioneta y pintaran insultos en las paredes de la casa y le tirasen por la ventana una gaviota sin cabeza (suceso que Antonio había ocultado a las dos mujeres). Antes de que Hudini, o tal vez un gemelo suyo, amaneciera destripado en el porche y Vilma tropezara con su cadáver al volver de una fiesta privada en uno de los condominios de lujo de la zona.



Pero todo había comenzado tiempo antes de estos acontecimientos, con señales precursoras tan claras como las visitas de aquel licenciado que se llamaba J.J. Enjuto —apellido no se puede más discordante con su estatura y barriga—, como los estudios de suelos y los topógrafos que rondaban el acantilado y la playa; no obstante, nadie creía que fuera a ocurrir realmente. Al menos yo no lo creía. En la ciudad nos mudábamos a menudo, de una urbanización a otra, de un apartamento a otro, porque sí, porque nos iba mejor o peor, porque papá se cansaba de esos lugares alquilados siempre demasiado caros o demasiado estrechos o, la última vez, porque se había vuelto a casar, pero la casa de la bahía había crecido conmigo y nos esperaba incólume cada verano: su gran sala a la que se integraba el mesón de la cocina, su amplio porche, sus fachadas blancas y el patio interno que se abría en una terraza al mar conformaban el único espacio estable que yo había conocido. La idea de su inminente destrucción se volvió de pronto tangible para mí en un hermoso día de sol, uno de esos días que recordaría de todos modos porque fue cuando Jorge Barbosa y yo nos besamos por primera vez en la lancha, con un beso de verdad – verdad.

Y qué decepción. Los libros, las revistas, las muchachas del liceo que ya pasaron por eso, las telenovelas y las películas, el mundo entero no podía estar equivocado en algo tan importante como el primer beso; no obstante, lo que sentí era casi asco cuando su lengua se metió en mi boca como una ostra viva, objeto ajeno y viscoso.

Estábamos anclados muy cerca, recuerdo, en el puro azul sin olas ni viento. Me puse a reír y salté, me sumergí espiando debajo del contorno tembloroso de la lancha las piernas de Jorge que se movían igualmente temblorosas en el agua centelleante, estremecida de luz. Él nadaba a la derecha, yo escapaba por la izquierda, me deslizaba debajo de la quilla y mi risa me seguía en burbujas. Nadaba mucho mejor que yo y era fácil dejar que me atrapara y volviera a besarme mientras nos elevábamos a la superficie para tomar aire y nos zambullíamos de nuevo, abrazados, y otra vez esa lengua salada forzaba mi boca, empujaba, exploraba, insistía, hasta que una especie de languidez se apoderó de mí y ya no tuve fuerzas para seguir escapando. El mundo entero no podía estar equivocado, pensé. Subí por la escalerita mientras él se izaba con la fuerza de los brazos y saltaba a la cubierta antes que yo; te atrapé, dijo, riéndose todavía.

Se acostó a mi lado y volvió a besarme mientras la lancha recuperaba progresivamente el equilibrio, zarandeando y luego meciéndonos con suavidad, y por primera vez también sentí esa dureza esperada y temida debajo de su short mojado. Tranquila, murmuraba acariciando mi pelo mojado con su mano mojada, tranquila, — su mano temblaba —tranquila. Mi languidez crecía, recuerdo. No era la delicia celestial que yo había esperado, pero presentía ya que esa debilidad que se apoderaba de mis miembros era un buen camino para encontrarla, que por ahí iba la cosa. Traté de dejarme ir (tranquila, repetía Jorge), de abandonarme al cada vez más ansioso escalofrío interno que partía de su lengua en mi boca y se irradiaba hasta los dedos de mis pies. Podía concentrarme en eso porque todavía no estaba enamorada de él (aunque el peligro existía siempre, lo confieso), y menos mal: demasiado recordaba aún la tortura de desasosiego insoportable por culpa de aquel chico de cuarto año que se llamaba Roberto y que ni siquiera se dio por enterado de mi existencia. Menos mal (me decía) que no sentía nada así con Jorge, aunque realmente me gustaba mucho con su caminar gatuno y la sonrisa descarada a matar, y ese cuerpazo liso y bronceado de diecisiete años —tres más que yo—, garantía de que sabría qué hacer para que estallara en mis entrañas esa sensación exquisita descubierta cuando me acariciaba solita, espiando los gemidos que llegaban desde el dormitorio de mi padre y Yurama, sólo que mejor, mil veces mejor, tal como lo prometía el mundo.

Y vino un estallido, efectivamente. Pero no ese. El graznido enloquecido de las gaviotas que se desparramaron por el cielo nos hizo incorporarnos deprisa, como pillados por un intruso sorpresivo, segundos antes de que una oleada estremeciera a nuestro barquito. Pensé en una explosión, recuerdo. Pero fue otra cosa. En la orilla, un tanque oruga con cabeza de dragón arremetía contra la casa de Alina Hernández, nuestra vecina intermitente que venía a la bahía con su pila de hijos y un marido diferente cada verano, o casi (menos éste, me di cuenta de pronto, este verano no había venido). Jorge juró feo entre dientes. La máquina infernal retrocedió y volvió al ataque. Volaron bloques y pedazos de vidrio y otra fachada estalló en una nube de polvo dejando al desnudo la cocina y la sala, expuestas como en una casa de muñecas. Y otra vez. El techo se desplomó. Abrazados ya tan sólo de puro espanto, vimos cómo los dientes de acero trituraban la pared interna, el mesón, el fregadero, las puertas. Recuerdo, estúpidamente, el refulgir al sol de un váter blanco antes de que lo pisara la oruga. El fragor y el polvo llegaron hasta nosotros mientras la cuarta arremetida arrasaba con el resto de las paredes. En cuestión de minutos de lo que fue la casa de Alina quedaron apenas unos muñones de concreto roto con cabillas enmarañadas al aire que sobresalían de un montón de escombros.

Los escasos vacacionistas abandonaban precipitadamente la playa recogiendo sus toallas, toldos, sillitas plegables, bolsas, niños y parasoles.

Por encima de ellos, cuando se disipó el polvo, vi a mi padre que agitaba los brazos haciéndonos señas incomprensibles desde nuestra terraza. Y a su lado correteaba Hudini que se desgañitaba ladrando, desde una distancia prudencial, a la máquina demoledora.

miércoles, febrero 01, 2012

Wislawa Szymborska: In Memoriam


Posibilidades



Prefiero el cine.

Prefiero los gatos.

Prefiero los robles a orillas del Warta.

Prefiero Dickens a Dostoievski.

Prefiero que me guste la gente

a amar a la humanidad.

Prefiero tener a la mano hilo y aguja.

Prefiero no afirmar

que la razón es la culpable de todo.

Prefiero las excepciones.

Prefiero salir antes.

Prefiero hablar de otra cosa con los médicos.

Prefiero las viejas ilustraciones a rayas.

Prefiero lo ridículo de escribir poemas

a lo ridículo de no escribirlos.

Prefiero en el amor los aniversarios no exactos

que se celebran todos los días.

Prefiero a los moralistas

que no me prometen nada.

Prefiero la bondad astuta que la demasiado crédula.

Prefiero la tierra vestida de civil.

Prefiero los países conquistados a los conquistadores.

Prefiero tener reservas.

Prefiero el infierno del caos al infierno del orden.

Prefiero los cuentos de Grimm a las primeras planas del periódico.

Prefiero las hojas sin flores a la flor sin hojas.

Prefiero los perros con la cola sin cortar.

Prefiero los ojos claros porque los tengo oscuros.

Prefiero los cajones.

Prefiero muchas cosas que aquí no he mencionado

a muchas otras tampoco mencionadas.

Prefiero el cero solo

al que hace cola en una cifra.

Prefiero el tiempo insectil al estelar.

Prefiero tocar madera.

Prefiero no preguntar cuánto me queda y cuándo.

Prefiero tomar en cuenta incluso la posibilidad

de que el ser tiene su razón.

De "Gente en el puente" 1986 Versión de Gerardo Beltrán