viernes, febrero 19, 2010

Hablando de periodistas...

CONSUELO DIGITAL

Por Néstor Rojas Mavares

Julio no apagaba el teléfono celular ni en las peores emergencias personales desde que su fuente más confiable le advirtió que estaba por ocurrir “algo sorprendente”. Ya había olvidado cuánto tiempo pasó desde aquel aviso y lo más impactante que ocurrió en ese lapso fue el síncope que sufrió su jefe en la sala de redacción, un lamentable incidente que, sin embargo, le abrió la posibilidad de ocupar el puesto más apetecible en el diario digital “El Informe.com”.
Esa tarde estaba pálido de terror por la forma aparatosa como Pancho Istúriz cayó al piso, su cara contraída por el dolor, los gritos y los redactores corriendo para auxiliarlo. Aquella emboscada del destino fue el comienzo del fin de la carrera del periodista más solidario que había conocido. Cuando lo visitó en la sala de emergencia poco después, Pancho desvariaba, decía incoherencias, repetía nombres y lugares sin ninguna relación. Apenas logró entenderle una frase aislada que nunca supo si era exacta su interpretación: “Puede ocurrir en cualquier momento”.
Algo parecido escuchó del dueño del diario con más consultas en el ciberespacio al proponerle el cargo de jefe interino ante una improbable mejoría de Pancho. El empresario se mostraba presumido como siempre, aunque preocupado. Fumaba un tabaco apestoso que aseguraba era un habano original de 40 dólares. En el despecho encerrado, Julio Zamora sólo pensaba en los estragos que dejaría el humo en sus impecables camisas blancas y sus trajes de Armani.
--Quiero que te encargues de la redacción. Por el momento será temporal. Te confieso que no creo que Pancho regrese. Él ha sido el mejor jefe que hemos tenido pero quedó muy mal. Irrecuperable --le confesó Telmo Olavarrieta dibujando en el aire figuras de humo con su habano.
Sentado en su impecable escritorio, el “señor” Zamora, como le decían ahora las pasantes llegadas de todas las universidades, recordaba aquel episodio como si se tratara de la prehistoria.
Su debut como jefe había sido discreto y juicioso. Tener 30 periodistas bajo su supervisión le parecía un reto imposible que se fue diluyendo a medida que conocía de cada quien sus debilidades, si no intelectuales al menos en el trato con las fuentes. Al final descubrió que el control no era tan difícil si apretaba los botones adecuados.
Muy pronto olvidó a Pancho, sus enseñanzas y advertencias y comenzó a aplicar sus propios criterios profesionales que resultaron odiosos para los compañeros de redacción, pero bastante acertados si hablamos de los intereses del diario digital.
Con el paso de los días desde el puesto de mando cambió de actitud hacia sus colegas. Se tornó distante con los viejos compañeros de farra y arisco con los redactores más jóvenes. Quizás fue consecuencia de las abiertas insinuaciones de las pasantes que exhibían sus cuerpos jóvenes, exuberantes, impregnados del erotismo más descarado por la redacción.
Al principio, Julio apenas levantaba los ojos de la pantalla desde donde enviaba mensajes a los redactores y diagramadores encargados de la edición. Quería mantener una imagen de jefe mesurado, formal, ante el temor de que la confianza excesiva debilitara el respeto y por lo tanto su autoridad en la redacción.
Le dio por reírse en lugar de llorar de las ideas locas de Olavarrieta. Desde que pidió a los lectores que votaran sobre la eliminación de la edición en papel, hubo un desplazamiento de años de experiencia al campo digital. Muchos redactores que no se adaptaron a los cambios decidieron terminar sus carreras, convencidos de que la era del periodismo cibernético no motivaba la lucha por la información. No era igual con la edición impresa, que arrastraba toda una historia milenaria.
Habían pasado 100 años desde que el periódico vio la luz con los métodos más rudimentarios de impresión. El dueño siempre contaba una historia más cercana a la leyenda sobre la travesía de su bisabuelo transportando en mulas una imprenta alemana que garantizó el tiraje durante las décadas iniciales, incluso en tiempos de guerras de caudillos y revueltas.
Ahora las cosas eran radicalmente distintas.
Las nuevas generaciones prefieren leer las noticias en las pantallas de sus laptos o de sus celulares, en lugar de ensuciarse los dedos con la tinta del papel. El e-book fue el tiro de gracias para la desaparición del diario en su forma tradicional y de inmediato comenzaron a verse pasajeros en el Metro con sus pantallas retráctiles. Las sacaban de sus carteras o mochilas y leían las noticias en tiempo real como la cosa más natural del mundo.
Para Julio fue impactante la primera vez que observó a un muchacho con cara de universitario extrayendo de una carpeta su pantalla para examinar los titulares de la edición del día. Lo espiaba por encima del hombro a pesar de los empujones dentro del vagón. Era fascinante el manejo que tenía de los campos hasta que encontró el resultado del fútbol español que buscaba. Real Madrid había ganado el clásico a los catalanes pero aquel humillante 5-0 fue eclipsado por la fractura que sufrió el nieto de Maradona, quien hacía su debut con el Barcelona y todo el mundo lo llamaba “Diego Jr”.
A veces le llegaban recuerdos lejanos de su ex jefe, sus recomendaciones para manejar titulares polémicos, cómo conducirse en los casos de denuncias de difamación o las insinuaciones desde el poder. Ahora que ocupaba su puesto, Julio quería convencerse de que aquel inesperado accidente fue lo mejor para Pancho Istúriz.
Él pertenecía a la vieja escuela, la de los tercos que no concebían la desaparición de la edición de papel. El tiraje físico era toda una herencia que llegó con los discípulos de Gutemberg, siguió con la impresión en plomo líquido, luego el fotolito, hasta llegar a las monstruosas rotativas que imprimían 200.0000 ejemplares en una noche.
Pancho había aguantado la transición cuanto pudo y fueron estremecedoras las lágrimas que derramó cuando la edición impresa se recortó a la mitad como preámbulo a su total desaparición. Desde entonces su orgullo de periodista veterano quedó herido. Trabajaba a disgusto, maldecía cada vez que los redactores solicitaban una entrevista por teléfono y las declaraciones las anotaban en las pantallas en lugar de usar las tradicionales libretas o cuando para apuntar un número telefónico buscaban el celular y oprimían la opción “contactos”.
Julio estaba seguro que todo ese ambiente hostil a Pancho provocó la catástrofe. Istúriz había tirado la toalla y antes de retirarse del periodismo con la frente en alto su alma decidió abandonarlo. La tristeza se posesionó de su espíritu, provocando el desmayo repentino ante una redacción asombrada.
“Fue un ataque al papel”, bromeaban los jóvenes redactores para herir a los más veteranos. Se paraban frente a la ventana y señalaban burlones hacia los talleres. Entonces preguntaban en voz alta para qué servirían los gigantescos rollos de pulpa que quedaron abandonados en la sala de la rotativa, expuestos al sol y al polvo.
Olavarrieta le aseguró que Pancho había retrasado innecesariamente los cambios en el periódico, que no lo había despedido porque era difícil encontrar un reemplazo con su talento. La salida abrupta de Istúriz le abrió entonces la posibilidad de imponer los planes de reingeniería tan esperados para el periódico.
Ahora, a cargo de la edición digital, Julio tenía la tarea de enterrar definitivamente la herencia de un siglo de periodismo impreso. Se había acabado el tiempo de transición, así que en adelante “El informe” sólo se leería en las pantallas retráctiles, los e-book, las laptops o los celulares. Cero papel, para fatalidad de los nostálgicos.
“Los pendejos que no les gusta ensuciarse las manos con la tinta estarán felices. Ahora no encontrarán papel periódico ni para emergencias. Mi sentido pésame Pancho, viva Pancho”, se lamentaba Julio.
Una noche de tragos, Istúriz le contó que su abuelo fue testigo entusiasta del cambio de la máquina de escribir Remington a la pantalla de la PC y de esta al internet. Todo eso lo compartía a distancia, era aceptable por la ineludible revolución tecnológica, pero el proyecto de eliminar la edición impresa era el colmo. Él no cometería ese suicidio porque la memoria de su abuelo no lo dejaría en paz. De eso se quejaba a diario hasta que cayó redondo en la redacción, como si su cuerpo le hubiera dicho: “oye Pancho, está bueno ya. No puedes sostener este mundo”.
Luego de la traumática transición, que incluyó huelgas laborales, protestas de los periodistas más antiguos, incertidumbre de las nuevas generaciones y una caída general de la líbido en la redacción, a Julio Zamora le tocó recoger los vidrios.
El dueño le aseguró que Pancho había impedido la reestructuración del diario con variadas excusas, pero que ahora podría materializarla con su apoyo. Vendería la rotativa como chatarra, demolería el galpón de los talleres, recortaría el personal en 60 por ciento y compraría el servidor de internet más arrecho del mundo.
--Con tu ayuda nos vamos a convertir en el diario con más visitas en el país, una referencia. Ya sabrás que Google dejó de ser gratis, ahora la gente tiene que pagar para cualquier consulta y ahí es que estamos nosotros. Aquí te dejo el reporte de las páginas más visitadas esta semana.
Julio dejó el informe sobre su escritorio. La sola idea de abrirlo le ocasionaba vértigo y ganas de vomitar, ante la posibilidad de que la galopante competencia ganara en los registros de las consultas.
Estaba a punto de abrir la carpeta pero una imagen distrajo sus sentidos. A las 8:00 de la noche la sala estaba desolada y silenciosa. De pronto, una voluptuosa pasante cruzó la redacción cargando un fajo de papeles.
“¿Desde cuándo hay libertad para estar en el periódico tan tarde?”, se preguntó con la boca hecha agua.
La muchacha había llegado dos meses antes, recomendada por un profesor amigo de la Universidad Católica. Los primeros días venía con camisas holgadas y suéteres cuello de tortuga que ceñidos al cuerpo insinuaban una figura de concurso de belleza.
Buscando evitar comentarios insidiosos de los colegas, el señor Zamora observaba con la mayor discreción el trasero redondo y portentoso Natalia Jiménez, quien trajo unas notas nada impresionantes de su curso de periodismo.
Tuvieron que pasar dos meses para que desaparecieran las chaquetas y los suéteres y fueran sustituidos por franelitas que dejaban al descubierto el ombligo y las caderas, mientras ella seguía con las más mismas inocentes preguntas sobre la técnica de redacción periodística.
--¿Señor Zamora, puede ayudarme con este reportaje? No encuentro por donde entrarle, son demasiadas cosas --le rogaba.
Julio la atendía con la mayor amabilidad, tratando de tener a distancia sus pechos erguidos que exponían redondeces insuperables.
Poco a poco Natalia fue sustituyendo su imagen inocente por una más sensual, hasta convertirse en la muchacha que acababa de cruzar la redacción rumbo a su pantalla Apple, con 600 giga en la que volaban sus notas. Trabajaba en un polémico reportaje ayudado por una fuente anónima del ministerio de Finanzas. Ya tenía demasiado tiempo con esa historia y Julio alargó el plazo para su entrega. Se vencía a la 10:00 de la mañana siguiente.
Julio recordó que en una reciente reunión con la redacción le advirtió a los periodistas que eran “verdaderos” esclavos del tiempo y tenían que asumirlo si querían sobrevivir frente a la competencia.
--Nuestro trabajo es informar en tiempo real. Debemos darle una patada por el rabo a la CNN que cree tener dominio global de la información. Aquí los más rápidos somos nosotros. Otra cosa es inaceptable --dijo a unos colegas dominados por la duda.
Esa noche, la muchacha fue a sentarse en la penumbra de su cubículo, decidida a terminar el trabajo antes de tiempo. Minutos después archivó la nota y se levantó de su silla con un gesto de cansancio.
--Le envié el reportaje a su correo. Me tardé porque tenía que confirmar unas cifras sobre la recaudación de impuestos. El petróleo ya casi no aporta nada para el fisco y la mayoría de los ingresos vienen de impuesto sobre la renta y el IVA. Es cierta la amenaza de cárcel a los evasores, ya no se conforman con las multas.
Ella se retiró moviendo rítmicamente sus cadenas. La siguió con una mirada prudente ante el recelo de que ella volteara y lo descubriera fisgoneándola. En ese momento Julio descubrió a qué se debía su atracción por la muchacha. Era el vivo reflejo de su fantasía juvenil.
Casualmente había revivido aquel ensueño durante el almuerzo con la llamada de un número desconocido. Tenía no menos de 10 años sin escuchar la voz de Libia Suárez y le costó identificarla. Parecía ser el mismo demonio sexual que lo enloqueció en los tiempos de la escuela de periodismo.
--¿Puedo visitarte? Me enteré que estás dirigiendo el periódico más exitoso del momento --preguntó ella.
--Claro, cuando quieras.
En sus mejores tiempos Libia era una mujer que se divertía provocando a los hombres. Llegaba a los salones de clase con faldas minúsculas, vestidos que parecían dormilonas y piezas absolutamente nítidas que no dejaban nada a la imaginación.
Cruzaba las filas de asientos desde el fondo dejando un aroma perfumado y la instantánea de una ropa interior que era evidente debajo de las faldas de tono usualmente pálido.
La llamada le hizo recordar a Julio los pensamientos calientes que tuvo con ella en un examen oral sobre ética y comunicación al final del curso universitario. Esa tarde estaba fenomenal, con una falda de bluejean microscópica que deja al descubierto sus muslos bronceados y lisos, sus rodillas perfectas y los tobillos que sobresalían de unos tacones de aguja retadores.
Después de la graduación, Libia incursionó con éxito en noticieros estelares de televisión como corresponsal viajera. Cubrió la guerra civil de Tayikistán, la tormenta que azotó Minorca y el levantamiento en las estepas de Mongolia en desafío a la invasión china.
Visitó a muchos presos en sus casas en Myanmar y presenció los cambios en Cuba que fueron vigilados por organizaciones defensoras de derechos Humanos. También viajó a tierras tan lejanas como Chechenia, Vietnam y Singapur reportando la devastación dejada por la crisis del capitalismo, cuyos efectos en las calles fueron peor que la bomba atómica de Hiroshima.
Fueron años alejada del país y cuando regresó ya no era la misma muchacha traviesa de la universidad. Una vida personal hecha añicos, la reducción de salario por sus empleadores y la enfermedad de su madre la obligaron a regresar a la ciudad que juró mantener en el olvido.
--Necesito hablar contigo --dijo por teléfono.
--Sí, cuando quieras. Mañana. Búscame en el periódico.
Julio quiso verla lo más pronto posible. Estaba ansioso por revivir los sueños de su juventud. Conservaba fresca la imagen de una Libia casi adolescente, con ropa transparente y provocadora. Pero nunca pudo acercarse lo suficiente a ese portento femenino y se quedó con las ganas de confesarle su amor, sus ganas o lo que fuere.
La mañana siguiente Julio estaba impaciente por su llegada. Tenía los ojos pegados al reloj que avanzada con una lentitud desesperante. Repartió las pautas a los reporteros, instruyó a los diagramadores sobre el espacio que debía ocupar el desplome a 4,5 dólares de los precios del petróleo y avisó a su esposa que no iría a almorzar.
Cuando Libia ingresó al periódico fue como si una imaginaria alfombra roja se hubiera desenrollado para darle paso a su glamur. Los redactores la identificaron y quedaron con la boca abierta. Cruzó la puerta con un traje de marca por encima de las rodillas, unas medias de nylon oscuras y una chaqueta de cuero que la hacía ver espléndida.
Fue directo a la oficina de Julio como si toda la vida hubiese rondado los pasillos de “El Informe.com”. En ese preciso momento Julio charlaba por teléfono con el propietario de un banco que deseaba desmentir una campaña de infundios que lo tenía la borde de la bancarrota.
Apenas colgó, entró otra llamada que Julio identificó en su celular. Cada vez que veía ese número sentía un leve estremecimiento.
En una jornada normal, a Julio le faltaban sentidos para sobrellevar la carga del trabajo. Revisaba las notas en la pantalla, escuchaba su emisora preferida, sintonizaba la televisión en el canal de noticias y descifraba cientos de mensaje de texto por su teléfono celular.
Además, debía aclarar las dudas de los reporteros, atender las quejas de decenas de personas y las denuncias, chismes o amenazas de políticos interesados en adueñarse de la notoriedad que garantizan las primeras planas, aún siendo digitales.
De aquel mundo salió la fuente “más confiable” de Zamora, una extraña mezcla de político exitoso y astrólogo con quien hablaba dos veces al mes y quien en cada ocasión lo hacía temblar por sus incómodas predicciones y confidencias del mundo político.
Esta vez se negó a contestar su llamada.
Libia se sentó en el sofá frente a su escritorio. Alargó sus piernas en una posición relajada y sacó de la cartera una caja de cigarrillos. Con un gestó preguntó si podía y Zamora le señaló un letrero pegado en la pared: “Prohibido fumar”.
Miró con satisfacción un letrero sobre el escritorio de Julio: “el periodismo es un estado de ánimo”.
Mientras ponía el teléfono en modo “vibrar”, la observó hasta el mínimo detalle. Le gustó el aspecto sobrio de su ropa, sus medias oscuras y tacones, su chaqueta ajustada a su cintura. Encontró que había subido de peso, pero de inmediato volvió a la realidad de una década sin verla.
Dejó el celular en su escritorio con un gesto de resignación y se levantó para darle un abrazo. Sintió su mejilla cálida y perfumada por el maquillaje. Evidentemente, no era la misma Libia pero conservaba mucha de la fascinación que lo enganchó a su figura. En lugar de disuadirlo, las patas de gallina que se revelaban cuando sonreía lo sedujeron un poco más.
--Libia, mi amor. ¿Qué haces por estas tierras?
--Nada, visitando a mi compañero de universidad, ahora que es famoso.
Se sentaron a conversar. Minutos después los interrumpió Olavarrieta con una gran sonrisa. Sin presentarse, le dio la bienvenida a aquella reportera de fama en televisión.
--¡Libia Suárez! Qué honor.
--Parece que tienes un admirador más. Conoce al propietario de este negocio, perdón de este diario -- dijo Julio.
--Mucho gusto.
Él sintió que Olavarrieta hacía gala de una confianza excesiva. No supo si eran celos o envidia lo que provocaba la familiaridad que el empresario se tomaba con su amiga. A Julio le entraron unas ganas locas de salir de la oficina y llevarla a un lugar alejado donde pudieran hablar sin interrupciones molestas.
Olavarrieta hizo unos chistes sin sentidos que acompañó con carcajadas sonoras, antes de volver a su cita con los habanos.
Una vez solos, la chica fue directo al grano. Quería establecerse de nuevo en el país y necesitaba un empleo. Estaba segura que su talento para el medio audiovisual lo trasladaría sin inconvenientes al escrito.
Julio pretendió hablar como jefe de redacción y no como un hombre rendido a sus pies. No tenía vacante en ese momento, pero consultaría al presuntuoso de Olavarrieta si había espacio para una nueva contratación en la nómina.
--Ahora no tenemos vacantes. Tendría que consultarlo con el jefe --dijo.
--Claro que hay. Tú puedes hacerle espacio a una reportera en problemas.
No supo si fue impresión suya o un indiscreto gesto de su amiga. Con la última frase sus piernas tuvieron un leve movimiento, se separaron apenas unos centímetros, dejando ver un poco más de sus muslos.
--Preguntaré hoy mismo --repitió.
--Sé que podrás conseguir algo para mí. Se me ocurre algo ¿Por qué no me invitas a almorzar?
Un nuevo movimiento de sus piernas terminó por convencerlo, fue definitivo para acelerar las cosas.
--Dame unos minutos y nos vamos.
Julio intuía que la de ese día sería una jornada tranquila en el ámbito noticioso. En el horizonte no había nubarrones ni incidentes que preocuparan o que obligaran a una atención especial. Impartió algunas órdenes a los diagramadores y a los editores, de manera que siguieran temas específicos. Lo de siempre, los precios del petróleo, la Bolsa, los debates en el Congreso y el movimiento en la sede del gobierno.
Salieron en el auto de Libia. Buscaron un restaurante en un extremo alejado del centro de la ciudad, bajo la protesta de Julio. Por el camino, su celular repicó no menos de 10 veces por consultas desde el periódico.
--¿Ves por qué no puedo alejarme mucho?
--Deberías apagarlo si queremos tener una velada privada --dijo Libia.
--¡Estás loca! Es imposible. Tengo que estar en contacto. Uno nunca sabe qué puede pasar.
--¿Qué puede pasar? El día está muy tranquilo. No veo nada extraordinario en el ambiente. Sólo una celebración entre nosotros. Yo sabía que tú estabas enamorado de mí en la universidad.
Aquella confesión dejó frío a Julio. Fue como si hubiera sido descubierto por una multitud cometiendo un delito y con las manos en la masa.
--¿Quién te dijo eso? Yo nunca hablé esas cosas contigo.
--Bueno, yo tengo mis fuentes. ¿Lo vas a negar? Las mujeres conocemos las miradas de los hombres. Lo que sienten, lo que buscan.
--¿Y si fuera verdad? De cualquier manera, eso fue hace muchos años.
--No sé. Quizás podamos revivir esa historia.
Julio aguantó una respuesta en la garganta. Llegaron al restaurante pero una larga fila de autos anunciaba salones colmados de visitantes.
--No hay lugar. Tengo una idea --dijo ella.
Libia enfiló su auto hacia la autopista que lo llevaría a una zona en las afueras de la ciudad. Julio se sentía intranquilo por alejarse del periódico de esa manera. Su escasa confianza hacia los editores había hecho que ocupara personalmente mucho del trabajo de los coordinadores de área.
Para colmo, a 10 kilómetros de la ciudad su celular quedó sin conexión. Habían entrado en un valle rodeado de altas montañas que dificultaban las comunicaciones. En una colina encontraron un restaurante campestre, frente al cual pasaba un arroyo que años antes era un río caudaloso.
De la montaña descendía una neblina que alegraba el espíritu de los visitantes. Julio bajó del auto y se abrigó con la chaqueta de su traje negro.
--No sabía que existiera este lugar. Es un paraíso.
--Y está a una hora de la cuidad. Aquí al lado hay una posada. Siempre hay gente de visita. Yo crecí en una casa una colina más abajo.
Antes de entrar al restaurante recorrieron el lugar. El arroyo corría montaña abajo con más fuerza. Julio estaba feliz, pero no dejaba de consultar su teléfono, que seguía sin dar señales de vida.
--¿Todavía sin servicio? Mi blackberry tampoco tiene conexión con internet. Es que estas montañas son una muralla de piedra que no deja entrar las comunicaciones.
La situación de incomunicación lo tenía al borde de un ataque nervioso. Libia se sintió irritada por la conducta de su amigo, que no le prestaba la atención debida.
--Déjame ver el teléfono --dijo sin malicia aparente.
Se lo entregó esperando que ella pudiera hacer algo, quizás un destello mágico que le devolviera la señal al celular y la tranquilidad a Julio. Ella lo apretó como un objeto sin valor, tomó impulsó y lo lanzó al arroyo que parecía haber aumentado su caudal.
--¡No! ¿Qué hiciste? No puedo estar sin teléfono.
--No entiendes que aquí no hay comunicación. Vamos a comer y después buscamos una habitación. ¿O no quieres?
Se dejó llevar hasta un salón rústico repleto de gente amable y aromas exigentes. En la silla, frente a su amiga, Julio examinaba si situación. Intentó tranquilizarse pensando que la jornada para el diario había sido tranquila. Incluso un editor lo había consultado varias veces sobre la primera plana, ya que escaseaban las noticias de impacto.
“No hay nada importante. ¿Entonces por qué no me dedico a pasarla bien con Libia?”, se dijo mientras examinaba a la reportera.
Ella se había quitado la chaqueta y su vestido dejaba al descubierto sus hombros pecosos y lubricados.
--Tienes que tranquilizarte. El periódico seguirá funcionando sin ti. Si pasa algo, siempre habrá quien se encargue.
--Se ve que no sabes lo que es dirigir un periódico que trabaja con información en tiempo real. La responsabilidad es grande, el trabajo te atropella y el sueldo es bajo. Pero estar atento a lo que pasa es una adicción para mí.
Luego del almuerzo, el reloj marcaba las 3:30 cuando entraron al hotel vecino. Julio todavía no creía que sus sueños eróticos juveniles estuvieran a punto de hacerse realidad. A su lado tenía la mujer que lo atormentó, que tiempo atrás lo hizo imaginar horas desbordantes de pasión y sexo en los lugares más inconcebibles.
En la recepción, Zamora buscó por todos lados un teléfono. Adivinando sus aprietos, Libia preguntó al hombre que anotaba sus datos si había un teléfono público.
--El único que hay debe tener telarañas. Creo que nunca funcionó.
Cuando cerró la puerta de la habitación, Julio terminó aceptando que aquel pueblo estaba incomunicado y que seguiría así como parte de su atractivo. Libia lo esperaba sentada en la cama, congelada en una pose de mujer fatal. Entonces se dijo que los años anteriores de su vida fueron construidos en espera de esos minutos, que nada de lo que pudiera ocurrir en adelante igualaría el valor de lo que estaba a punto de dar y recibir.
Sin embargo, las peores visiones del agónico Pancho Istúriz cobraron vida en el momento menos oportuno.
A esa hora, a un avión reservado para dignatarios se le apagaron los motores sobre el mar apenas despegó del aeropuerto internacional. En el pasaje iban el primer ministro, su esposa, los mandos militares y un tercio del gabinete. Participarían en la instalación de la feria de Hannover sobre libertades.
El mortal accidente reventó de inmediato en todas las páginas digitales. En minutos aparecieron en la red los perfiles del primer ministro, de su esposa, los jefes militares y ministros. Los portales más audaces se atrevieron a exponer posible causas del accidente y especulaban sobre las diferencias entre el primer ministro y el presidente.
En sólo tres horas los diarios habían dado un repaso a cada detalle de la catástrofe, apurando las traducciones en otros idiomas. Ante la inexplicable ausencia de Zamora, Olavarrieta corrió a la redacción en busca de respuestas. Echó un vistazo a aquella sala repleta de redactores tensos por la magnitud del desastre y la falta de dirección.
Aprobó asignarle al editor de la sección política el manejo de la crisis. Era el evento noticioso más impactante en décadas y “El Informe.com” debía estar presente, a pesar de que su jefe de redacción estuviera desaparecido.
--¿Dónde coño se habrá metido este pendejo? Cuando más lo necesito se desaparece sin avisar. Es un gran irresponsable.
En la montaña, Julio desvestía a Libia con la erótica paciencia de quien pela una cebolla. No quería quitarle las medias hasta cansarse de admirar sus piernas con el excitante envoltorio. La habitación tenía televisión, el único medio disponible, pero la imagen y el sonido eran deplorables que decidió apagarla.
A las 7:30 de la noche los bomberos habían rescatado parte de las víctimas del mar. Los cuerpos del primer ministro y de los militares fueron llevados a un hangar del aeropuerto y expuestos en fila. Los fotógrafos hicieron su trabajo y un minuto después las imágenes estaban en los portales digitales.
Ignorando la noticia de su vida, Julio yacía en la cama. La noche había caído en la montaña y él estaba exhausto después del maratón sexual al que lo sometió Libia Suárez. Sus infinitos trucos eróticos succionaron sus fuerzas hasta que perdió el contacto con la realidad un buen rato.
En ese preciso instante, Olavarrieta decidió que despediría al “hijo de puta” de Zamora por ausentarse en medio de una crisis, sin dar explicaciones y, peor aún, por no contestar el teléfono.
Antes de la medianoche, los redactores le habían dado forma al incidente. “El Informe.com” colgó como título resumen “Tragedia para el gobierno, muere en accidente aéreo el primer ministro, los jefes militares y más de un tercio del gabinete”.
Julio se levantó sediento. Estaba feliz. Fue a la ventaja a contemplar las estrellas. En las alturas se veían nítidas, titilaban gigantescas. Se dijo que aquella belleza tenía que ser un presagio magnético para su vida. Ese momento nada le importaba más que el cuerpo de Libia, no cambiaría lo que disfrutó en la cama ni por el adictivo debate en el diario sobre los titulares.
“El Informe.com” terminó la jornada en la madrugada con la difusión de una nota sobre el dolor del presidente por la tragedia. Una fotografía al lado captaba las lágrimas del dignatario, que se veía sinceramente abrumado.
Ese día todo cambió para Julio Zamora desde que bajó de la montaña y se enfrentó a su fracaso. No es necesario contar la manera en que fue recibido en el periódico y cómo Olavarrieta lo sacó de su oficina. Intentó armar una excusa, pero ninguna explicación lo salvaría del derrumbe a los ojos de sus compañeros.
Abandonó el edificio cabizbajo, preguntándose cómo pudo haberse perdido la acción en el suceso del siglo. Ya no le parecía tan convincente la noche de sexo con Libia como el sólido argumento que sostenía horas antes en defensa de su escapada.
Semanas después se enteró que Libia fue contratada por “El Informe.com” para ocupar la jefatura de redacción, el mismo cargo que quedó maldito por su ceguera. No estaba seguro si la odiaba o la envidiaba por tener el empleo.
Sólo entonces recordó a Pancho Istúriz y su prolongada convalecencia en un hospital público, alejado del mundo que lo celebró desde joven.
Fue a visitarlo en busca de consuelo. Cuando llegó a su reclusión con un absurdo plan para sabotear la internet y todos lo periódicos digitales del mundo logró arrancarle una sonrisa a su viejo maestro, quien lo recibió con los brazos abiertos, pero no pudo levantarse de su silla de ruedas.

4 comentarios:

Becalei dijo...

Néstor, que bueno que publicaste tu texto en Tapara. Muy bien llevado y un tópico muy actual: papel versus digital, que alguna vez tocamos en Tapara. Además, la vida y las oportunidades que se pierden en cuestiones de segundos,
un saludote,
Bea

krina dijo...

Querido Nestor: sólo hoy entré en nuestro blog y leí tu cuento. Llevas muy bien ese tono ingenuo-desencantado que reconozco en todas las piezas de la comedia humana que conforman tus relatos. El ambiente laboral está muy bien dibujado, y las zorras que se desenvuelven en él también. Siempre los hombres en tus relatos se dejan engañar, o sólo me parece así? Una sugerencia: Las predicciones repetidas al inicio del cuento se cumplen durante la escapada con Livia y me parece importante que el protagonista vuelva a recordarlas cuando se entera del hecho. Es un accidente natural, no obstante "algo iba a pasar", y eso abre puerta a preguntas y sugerencias de todo tipo, entre lo fantástico y un accidente provocado y planificado. No importa en el drama personal de Julio, pero acentuaría la cohesión de la trama
un beso
Krina

nestoroma dijo...

Querida Krina, gracias por sus comentarios. Sólo que los personajes femeninos inocentes me parecen aburridos. Pero tomaré en cuenta tu comentario. Veré como ajusto algunas cosas.
Beso, Néstor

nestoroma dijo...

Querida Krina, gracias por sus comentarios. Sólo que los personajes femeninos inocentes me parecen aburridos. Pero tomaré en cuenta tu comentario. Veré como ajusto algunas cosas.
Beso, Néstor