lunes, diciembre 10, 2007

LOST IN DUERMEVELA

Definitivamente un diario no es un blog. Un diario es algo secreto, encerrado bajo llave, sólo para uno. Patéticamente inútil. Pero anoche volví a ver esta película y quise compartir con ustedes este texto que data de febrero 2004, en pleno taller Celarg, cuando la vi por la primera vez

Caracas, 1 de febrero 2004

Voy mucho al cine últimamente: con Luis, mi ex - vecino, el viernes, y anoche con mis dos hijos, Ambar y Sonia. Feliz de que Alan nos acompaña esta vez. Al salir del cine queda excitado, su estado de ánimo hace eco al mío, tanto la madre como el hijo hemos adorado aquella película que se llama Losts in translation y fue dirigida por Francés Cóppola — una mujer por supuesto, no podía ser de otra manera, dice Alan. Tokio, un fin de semana en la ciudad palpitante de luces y sonidos, insoportablemente movida, incomprensible, fatigante. Un actor conocido, —pero que no pretende por eso ser otra cosa que un hombre de mediana edad, esposo y padre, un hombre para quien actuar es una profesión, no más — ese hombre de mediana edad invitado a Tokio para hacer una propaganda de whisky deambula por los espacios de la ciudad y de su hotel de lujo sin sentirse realmente bien en ninguna parte, perdido en un idioma incomprensible, en un ritmo despiadado de ruidos. Ella es mucho más joven, esposa de otro joven, un fotógrafo de moda, también invitado allí, y a veces ya no sabe con quién se había casado ni por qué. Strangers in the night. En la película no pasa realmente nada: sólo una corriente de simpatía, una comprensión y complicidad humana frente al entorno fatigante, intraducible y hostil. Sólo ese entendimiento inmediato, esa intuición de acierto erótico que no se va a comprobar, esa sintonización en la misma nota de sentido de humor y el mismo juego de comprender la vida, como de hecho pasa algunas veces entre desconocidos. Ese algo que hace que sientes una súbita conexión afectiva y mental con un total extraño, y sabes sin saberlo que él siente igual, que te había descubierto entre tanta gente anónima, tanto ruido, tantos cuerpos y caras, tantos pares de ojos opacos a tu luz. Lo miras y le sonríes o no, pero sus ojos te devuelven la sonrisa. Tienes veinte años y eres una entre muchos en una sala oscura, frente al televisor en blanco y negro transmitiendo noticias de guerras y desastres, estás dolida, aterida, atontada de pavor. Y buscas refugio en esos ojos que te miran sin cesar, te reconoces en esa mirada como si parte de ti siempre hubiera estado allí, dentro de ese total desconocido. Luego la avalancha de años que pasan y, sin transición alguna lo vislumbras sentado en la terraza de un café, siempre rodeado de gente sin nombre, en tu sueño te acercas a su mesa y te reconoce, se levanta y te sigue por las escaleras olvidando que todo terminó hace mucho y hace poco también. Ni siquiera ha envejecido en esos cinco años que han pasado desde la última vez, y no hay duda de que es él, pero te volteas y le das la mano y le dices: Selvin. No es el nombre de quien creías haber estado soñando. Otro nombre, de todavía más lejos. Otro de esos milagros de sentir a alguien tan cerca, tan amigo, hermano, (amor potencial, deseo reprimido), tú y él encerrados en una base militar cercada con alambre de púas donde te había reconocido sin falla en un enjambre de personas, uniformes, disciplinas y reglas que nunca comprenderías del todo.
Le dices “Selvin” y te despiertas descubriendo que ya pasó la noche y que has estado soñando, años después de eso y de aquello, te hundes perezosamente en la tibieza de la cama y quisieras permanecer así en la duermevela donde flota aún la incomprensible dicha de los viejos recuerdos junto con la sonrisa de aquel saxofonista negro que tocaba en una boda en Vancouver y los ojos de un profesor desconocido que te saluda a veces en el ascensor del edificio de postgrado, flotan los ojos, flota la dicha, flota la sonrisa hasta desvanecerse como la sonrisa del gato Cheshire y te despabilas del todo con un clavito de felicidad en tu pecho, donde se plantó anoche, al ver una película.

6 de febrero. Caracas, por supuesto

Otro viernes: la semana pasó como un sueño sin soñar, todo bien Krina, sigues preparando tus trabajos del semestre, viernes por la noche, Alex y Ambar se marcharon, Fernando duerme cerquita de mí, Alan se encerró en su cuarto para trabajar. Hoy me toca dormir, dormir, dormir, dormir… Qué flojera para bajar con mi mono de gimnasia y comenzar a dar vueltas por el barrio. Demasiado ruidosa la fiesta. Se metieron en la casa, por supuesto, la rumba desborda y la sala superior se desparrama por las escaleras. Qué carrajo. Rompo los vidrios rabiosa, sistemática, con una flor. Rompo el televisor. El cuaderno. El texto crece y me abarca, ay, me paseo por dentro, lo reviento y salgo por la oreja, con algunas verdades analíticas (buceadas cuando hizo menos frío) como un manojo de algas en mi puño crispado. Y el texto se fisura. Ay mamá. Se derrumba. Debería caminar, yo, para frenar esos disparates. Ay, me estoy durmiendo. Ay quiero seguir, un poquito, poquitito más mientras me estoy durmiendo y no sé qué hago, ni sé qué escribo, quién se desborda dónde por qué ay, no
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7 de febreroSábado:
vamos con Rosa a comprar matas y tierra abonada al jardín de la gallega refunfuñona. Luego, sigo con mis penas universitarias. Tres trabajos a entregar al final del semestre. Me sigo preguntando por qué lo sigo haciendo. Encima, me esmero, cómo no, más inútil es lo que hago y más me esmero. Uno diría que sólo me siento bien en los senderos que no llevan a ninguna parte.

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