sábado, junio 09, 2007

Pequeño homenaje a José Antonio Ramos Sucre en el aniversario de su nacimiento y muerte





Crónica de una entrevista imaginaria a un poeta incomprendido

Espero que la marcha sea feliz y espero no volver

Frida Khalo

Una noche del mes de noviembre de 1929 conocí al poeta José Antonio Ramos Sucre. Mi jefe en el Diario El Universal me dio la pauta del día: entrevistar al poeta quien había sido asignado Cónsul de Venezuela en Ginebra. En el Universal querían hacerle una pequeña reseña antes de que se fuera ya que el periódico siempre le publicaba sus trabajos, aun así, la gente se identificaba más con los poemas del “poeta del pueblo” Andrés Eloy Blanco, o los del mismo Andrés Mata, fundador del Universal Esa tarde me fui a la Cancillería, pero el poeta estaba abrumado de trabajo, su escritorio lleno de documentos y papeles, me dijo: “vaya para la Plaza Bolívar como a las nueve de la noche”. Para nada me extraño la hora pues ya todos conocían de su insomnio y de sus caminatas a altas horas de la noche.

La noche estaba fría, ya “pacheco”, el frío sabroso de la Caracas de esos tiempos, estaba bajando. Nos sentamos en un banco de la Plaza, bajo uno de los faroles. La gente se recogía temprano, y sólo quedaban pocos “tertulianos”. Encendí un cigarrillo mientras observaba al poeta. Sus ojos me hablaban del azul del mar de su “Cumaná” natal. Era elegante, esbelto y un rictus de tristeza cruzaba su cara. Yo llevaba mis apuntes que eran los versos del poeta. Quería preguntarle sobre ellos, tratar de averiguar el por qué de su amargura. Llevaba él tres libros publicados, sus poemas en prosa eran herméticos, llenos de referencias literarias y cultos, diferentes a los otros poetas de la época.

Yo era muy joven en ese entonces pero mi jefe decía que de los reporteros yo era el que tenía más inclinación a la poesía y me había visto por allí con los libros de Ramos Sucre.

Y ciertamente me intrigaba su poesía, me preguntaba cuál profundo dolor podía sentir en su alma para comenzar su primer libro, La Torre de Timón, diciendo Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige, impertinente amada que me cuenta amarguras…

Al principio de nuestra conversación me habló de su infancia, de los juegos y correrías con sus hermanos en la casona de Cumaná, y los baños de rio y mar. La gran biblioteca heredada, su amor a los libros, su pasión por las obras de Shakespeare durante la adolescencia, sus lecturas del Infierno del Dante. Mientras hablaba de esos tiempos su rictus amargo disminuía, parecía callar los dolores y sólo contaba las alegrías, acaso me asomó el pesó invisible que significaba llevar su famoso apellido. Luego hablamos de su llegada a Caracas, de sus estudios de Derecho, de sus paseos por las urbanizaciones de Caracas en los cuales observaba a las muchachas “ponerse a las ventanas”. En esa época él enviaba sus trabajos a casi todas las revistas y periódicos de Caracas.

Su segundo libro “Las Formas de Fuego” había cautivado mi atención con los diversos “personajes” en que se desdobla su “yo” poético: el mandarín, reyes y doncellas, cortesanas de reinos lejanos, personajes mitológicos, su concepción del “Fausto”, paisajes etéreos y fantasmales tan diferentes al trópico nuestro, como canta en el Mensajero: La luna, arrebatada por las nubes impetuosas, dora apenas el vórtice de los sauces trémulos, hundidos con la tierra, en un mar de sombras. O cuando habla de sus doncellas, frágiles y pálidas, como en Trance: he soñado con la beldad rubia. Miro su despejo y siento su voz

Ojalá hubiera sido yo en ese entonces lo suficientemente culto para hacerle las preguntas correctas, pero él se dio perfecta cuenta de esto y tal vez fue mejor así, ya que intuía que me interesaba genuinamente su poesía. Yo tenía la imaginación y el alma para escucharlo.

De su último libro, El Cielo de Esmalte, hay muchos poemas místicos pero a mi me impresionó el poema “Los Gafos”, en donde toca el tema de la lepra, enfermedad que padecía su gran amigo y poeta Cruz Salmerón Acosta : la noche disimulaba el litoral bajo, inundado. Unas aves lo recorrían a pie y lo animaban con sus gritos. Igualmente la sucedumbre de las arpías. Yo no quería llamar a la puerta de uno de los vecinos. Se habían enfermado de ingerir los frutos corrompidos del mar y de la tierra y mostraban una corteza indolora en vez de epidermis. La alternaban con dibujos penetrantes, de inspiración augural. El vestido semejaba una funda y lo sujetaban por medio de vendas y de cintas, reproduciendo, sin darse cuenta, el aderezo de las momias. Luego Ramos Sucre cierra en forma magistral ese libro con el poema Omega en donde habla de nuevo de su deseo de morir en el cual recrea las palabras del “Apocalipsis”: Cuando la muerte acuda finalmente a mi ruego y sus avisos me hayan habilitado para el viaje solitario, yo invocaré un ser primaveral, con el fin de solicitar la asistencia de la armonía de origen supremo, y un solaz infinito reposará mi semblante.

Ya era tarde cuando me tocó despedirme del poeta, los dos intuimos que no nos volveríamos a ver. Nos estrechamos las manos, me complació ver que estaba agradecido. Ahora después de tantos años me alegra saber que lo entendieron, y sobre todo saber que ya descansa en paz.

En el mes de junio de 1930 la noticia llegó a El Universal, el poeta Ramos Sucre por fin se abrazó a Morfeo.

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