La oscuridad me permite pensar y pensar y pensar en nada y a la vez en cada palabra, cada sensación y cada sonido que percibo. A veces no pienso imágenes sino palabras, se dibujan palabras blancas sobre fondo negro, al contrario del convencional negro sobre blanco. Entonces juego a que todo lo puedo invertir. Y las palabras sin orden van apareciendo y yo voy armando una oración que no estoy totalmente segura de que sea realmente una oración. Pero no pienso en nada mas que en esto que estoy pensando. Y quiero pensar en algo más y no puedo. Días, sólo días interminables que me han enseñado a pensar de otra manera. Días que me han enseñado a callar y a dar vueltas a través del blanco sobre negro de las palabras que pienso. Llevo la cuenta de los días debajo del colchón, marcando cada día que pasa con una raya en la madera de la cama para saber, al final de cada día, que llevo 383, 384, 385, 386 hasta hoy y 387 días mañana, encerrada aquí en este apartamento, a veces encerrada en este cuarto y a veces encerrada en mí. Había empezado a llevar la cuenta por los días de la semana pero me descuidé un par de días y no supe si era lunes o martes; o quizás sábado o domingo. No pude volver atrás en los días, así que no me quedó otra salida más que enumerar y contar días anónimos, sin nombres. Simplemente contar.
Quiero relajarme pero no puedo, quiero gritar por los recuerdos pero no sé qué recuerdos debo gritar. La muerte de Tobi, quizás, tan lejana y tan extraña. El problema es que el presente se ha vuelto muy largo, este encierro es un presente que se hace cada vez más largo y no se deja vencer por el pasado. No recuerdo nada del encierro porque los 386 días son siempre el mismo día. Y porque estoy convencida de que a Tobi lo mataron pero mi voz está ahogada. Recuerdo a ratos los saltos de un carro desconocido, el carro en el que me trajeron acá. El carro de Feliciano. Y recuerdo también su voz tratando de calmarme, no te preocupes, me decía, es por tu bien. Luego pasaron muchos días en los que Feliciano me hablaba de investigaciones criminales y no me dejaba salir del apartamento porque la policía me estaba buscando, porque me estaban buscando también los amigos de Tobi. Yo no entendía pero él hablaba, hablaba y hablaba siempre muy rápido y como tratando de describir una foto. Al menos yo ahora recuerdo sus palabras como fotografías. Fotografías oscuras, imágenes borrosas o movidas en las que aparece gente extraña que mira a la cámara con odio. Fotografías de sombras largas que salen de personas que visten de traje y sombrero, como los detectives de las películas. Fotografías en blanco y negro de policías buscando pistas en el cuarto de Tobi. En la sangre. Huellas, pisadas. Huellas de mis pies. Sí, yo estuve en el cuarto, le dije a Feliciano, pero no hice nada. ¿Cómo lo probamos? Todo está lleno de tus pisadas, de tus huellas. Y la muerte, Clarisa, la muerte. A Tobi lo mataron y falta una pieza y esa pieza eres tú.
Así que me veo convertida en una pieza. Una pieza, además, que debe mantenerse oculta. ¿Pero una pieza de qué? me pregunto yo y no dejo de escribir esa pregunta en cada rincón de mis paredes de este cuarto que soy yo. Están cerca, están cerca, me dice Feliciano con miedo. Silencio que están cerca del edificio, acaba de pasar una patrulla. Entonces apaga las luces del apartamento y me dice que me esconda en el cuarto, que no diga nada, que me encierre y no salga de allí. Yo corro pero me siento en medio de un gran vacío, como si corriera hacia ningún lado o como si estuviera actuando que estoy asustada. Pero todo es una mentira, una diversión, un montaje. Siento que es una mentira pero juego a que es verdad. Luego Feliciano entra a mi cuarto y me dice que ya se fueron. No te puedes ir todavía, me dice, tenemos que esperar a que el caso se enfríe. Y así he pasado más de un año aquí, esperando que todo se enfríe.
Vivo en un apartamento sin relojes, sin calendarios, casi sin ventanas y sin luz. Sin tiempo. Yo no sé si en los momentos de aburrimiento el tiempo pasa mientras yo no hago nada o es que el tiempo de repente se detiene y yo me quedo atrapada en el instante y no hago nada sencillamente porque no me he dado cuenta todavía de que el tiempo ha dejado de pasar. Pero a veces el tiempo pasa muy rápido. En los momentos de actividad yo tengo que hacer muchas cosas en la casa. No me costó mucho entender que Feliciano quería que yo pagara mi estadía en su apartamento con diferentes trabajos que debía hacer para él. Un día llegó con cajas y cajas de papeles y documentos y las puso todas en la sala. Ese día no me habían encerrado en el cuarto así que pude salir cuando escuché el ruido en el apartamento. Tengo un trabajo para ti, me dijo, tienes que ordenar el contenido de las cajas. Me quedé parada frente a él con una cara que, supongo, no ocultaba mi extrañeza. Él enseguida me dijo que si igual no tenía nada que hacer en todo el día, no me importaría matar el tiempo con alguna actividad. En parte, tenía razón, era mejor pasar el día haciendo algo que estar tirada en la cama viendo el techo, pero en parte ya empezaba a hastiarme el encierro y yo no quería tener una actividad, yo simplemente quería poder salir de la casa.
Feliciano se fue sin darme mayores explicaciones. Ordénalas, fue todo lo que dijo, y se marchó. Yo empecé a revisar las cajas, estaban llenas de carpetas que a su vez contenían informes de personas. Cada carpeta tenía una etiqueta que tenía un nombre completo “Domínguez Farías, José Francisco”, C.I. 9.487.155, Arma de fuego. En su interior la carpeta tenía una hoja que contenía un número de expediente, número y tipo de tribunal y el nombre de un juez. Después de esa hoja había una serie de reportes, entrevistas, descripciones de lugares y personas, fotos, fotocopias. Tomé una hoja al azar. Arriba, en el encabezado, se podía leer: Conversación telefónica. 05 de Febrero de 2003. A: José Francisco Domínguez Farías (imputado). B: María Gabriela Requena Vera (Víctima). Y luego una larga conversación en la que se A amenzaba a B para que le devolviera el paquete que le había dado una semana antes, B amenazaba a A con decirle a un tal “Jefe” para que lo pusiera en su sitio; insultos, más amenazas y corte de la comunicación. Todas las carpetas que revisé tenían más o menos la misma información. Me senté en la sala, rodeada de todas las cajas y me pregunté ¿cómo las ordeno? Alfabéticamente o por el número de cédula. Opté por un sistema que me parecía mucho más lógico, por tipo de muerte.
Abrí todas las cajas, saqué todas las carpetas y las agrupé en diez montones: arma de fuego, arma blanca, objeto contundente, asfixia mecánica, agresión física, quemadura, suicidio, ahorcamiento, muerte natural, muerte accidental. Luego se me presentó un segundo problema, qué orden darle a este grupo de muertes, cómo jerarquizar las muertes. Tuve que pensarlo muy bien porque no quería simplemente poner las carpetas en diez montones indiferenciados, quería crear Un sistema de clasificación. Podría ser por popularidad, del grupo con la mayor cantidad de carpetas hasta el de menor cantidad. Pero sabía que debía haber algo más allí, así que me puse a revisar, al azar, las cajas y las carpetas.
Nunca entendí qué significaban las carpetas, nunca supe si realmente debían tener un significado. Me perdí entre los papeles como pedazos de diferentes momentos de esas personas. Desde su nacimiento hasta su muerte. Lo primero que aparecía en la carpeta era una fecha de nacimiento, después pedazos de conversaciones, fotos, informes, hasta que finalmente la carpeta cerraba con varias fotos de la persona fallecida. Heridas abiertas, rostros destrozados, personas ahorcadas, atropelladas, golpeadas. Había horror, pero era un horror que sólo podía intuir porque, por alguna inexplicable razón, ni las fotos ni las palabras me causaban ninguna impresión real, ninguna sensación fatídica. Me sentía como una burócrata que sólo ve papeles y que se ocupa nada más de su orden y su colocación correcta en un archivo. Miraba sin ver, sin sentir. Quizás pudo ser el efecto de tantos días en los que sólo me dedicaba a alejarme del mundo y de mí misma para no sentir que podía morir en la espera de algo que me liberara. Ahora que estoy frente a estas carpetas que me muestran pedazos de vida de algunas personas, sus muertes y su sufrimiento, no puedo ver a la persona como una sola cosa, sino pedazos de un cuerpo como pedazos de un cenicero roto. Nada, fragmentos, fotos que no muestran nada detrás de ellas, palabras que no son pronunciadas por nadie, palabras sin voz. Letras que hablan desde el papel, palabras mudas, manchas.
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