chicos queridos, este texto es el resto de aquel capítulo de la novela, cuyo principio publiqué aquí hace como un mes. Es un poco largo, pero así son más o menos todos. Y cada uno de ellos, traté que fuera como un cuento, o casi, aún leído por separado.
Lo que me aterra es la cantidad de capítulos que tengo y de los que todavía faltan. Éste por ejemplo, es parte del relleno y no de la historia principal. Al fin ya ni sé si hay una historia principal ya que las laterales ocupan mucho espacio.
Por ahora hay que seguir nadando. Bueno, aquí va:
AEROPUERTO (CONTINUACIÓN)
Me quedé paralizada mirándolo con la respiración trancada y la boca abierta, durante no sé cuántos segundos que había necesitado mi cerebro para darse cuenta de que esa vez Francisco, tan pasmado como yo por el encuentro, no me esperaba ni estaba allí para recibirme. No había manera de que hubiese podido averiguar la fecha de mi regreso porque yo la había modificado al último momento, prolongando el viaje por un día para incluir todavía en él la excursión a los Alpes promovida por el padre de Jacques y no había avisado a nadie, ni siquiera a Julia que estaba con su madre en Mérida. Sólo podía tratarse de una increíble casualidad, de esa jugarreta repetitiva del destino que se empeñaba en reeditar en el guión de mi vida motivos rotos e historias inconclusas. Imposible evitar el encuentro, esta vez, ni pretender que no lo había visto. Él estaba parado demasiado cerca y esta vez yo no llevaba lentes de sol ni estaba saliendo de una reunión de obra rodeada de ingenieros, pero el comerciante barbudo que había sido mi compañero de vuelo seguía oportunamente a mi lado y me acosaba con gestos obsesivos, me barría casi el camino insistiendo en que aceptara su oferta de subir a Caracas con él, o que le diera al menos mi número de teléfono. Aquí está mi novio, exclamé en un golpe de inspiración encaminándome con paso resuelto hacia Francisco con una mueca que éste identifico sin vacilar como una llamada de auxilio, y cumplió de maravilla con su papel, abrazándome con gran efusividad y muestras de bienvenida. Su barba mal afeitada raspó mis mejillas.
Ya se fue, susurró tras un momento de permanecer así, y me separé de él. Nos miramos sonriendo y le dije:
—Gracias.
La abrupta complicidad de ese incidente había roto el hielo en que probablemente iba a atascarse cualquier encuentro mío, casual o no, con Francisco.
— No puedo creerlo. —dijo lentamente— ¿Y ese milagro…?
— Acabo de llegar de vacaciones. ¿Y tú?
Él estaba esperando su vuelo a Boston, atrasado por el mal tiempo. Meticuloso como siempre, me dio las explicaciones meteorológicas detalladas de una tormenta tropical, pariente menor del huracán Dionisio que hacía estragos en el Caribe y había tocado La Guaira en un fenómeno atmosférico rarísimo, ya que normalmente esas calamidades no llegaban hasta aquí. Mi vuelo también salió atrasado, dije para decir algo. Y yo no tengo la puta idea de cuándo despegará el mío, afirmó indicando la pantalla de anuncios de salida que tableteaba en ese preciso momento reemplazando las horas en todas las casillas por la palabra inglesa delayed. El hall estaba lleno de gente que reaccionó a la noticia con un revuelo de voces y nerviosismo creciente.
— Bueno, que tengas suerte — dije y levanté la manilla en la esquina de mi nueva Samsonite con ruedas, porque la ilusión inicial de ese encuentro había pasado y estaba comenzando a temblar. No estaba preparada a la cercanía de Francisco. Estar con él así, como si fuéramos dos británicos con paraguas hablando about the weather, era patético. Intolerable para mí.
—Te acompaño —insistió—. Permíteme.
Se encargó de mi maleta. Afuera, el viento rugía como una bestia herida y una ráfaga de lluvia nos golpeó al abrirse la puerta giratoria. Como detrás de una cortina gris, montañas de equipaje y figuras derrotadas se desplegaban bajo techo a todo lo largo del andén sin ningún vehículo a la vista.
— Esto no se presenta bien, Karlota. Dudo mucho de que consigas un taxi.
— No te preocupes. Esperaré aquí.
Pero Francisco tenía una idea mejor.
Me decía que eso no podía estar ocurriendo mientras subíamos al segundo piso y nos instalábamos en una de las últimas mesas libres en el restaurante, era como la continuación exacta de mis sueños del vuelo en un ambiente de luces tamizadas y flores y manteles blancos sobre los cuales los mesoneros, sorprendidos por la temprana afluencia de los comensales se adelantaban en prender los candelabros como si fuera de noche, una reedición perversa en un ambiente más lujoso del guión de mi llegada a Venezuela el año anterior, precisamente de esa parte en la que estábamos en el cafetín de abajo y una mesita de hierro coja me separaba de Francisco quien me había besado entonces, larga y levemente, rozando apenas mis labios con los suyos, pero ahora estaba estudiando la carta con una exagerada atención. Qué había en ese rostro, en esa ligera curva de la nariz y las cejas pobladas, en esa barba de dos o tres días que afilaba sus mejillas, en esa forma sensual en que el labio superior se posaba sobre el inferior, mucho más adelantado, en ese cuello con la pronunciada nuez que dejaba ver la camisa desabotonada, qué misterio hacía que una combinación de rasgos, tan poco diferente al fin de cualquier otra, todavía me dejase sin aliento. Pretendía concentrarme en la carta al igual que él para no toparme desprevenida con sus ojos y su sonrisa, pretendía hablar en el mismo tono ligero del estado del tiempo y de aviones y viajes. Y, ¿ por qué no, al fin? Jamás iba a mostrarle que era demasiado sensible, demasiado vulnerable aún para mantener con él ese tipo de conversación, que ni siquiera era capaz de odiarlo con la dignidad de una persona normal. Nunca fui muy consistente con los odios y los rencores. Me preguntó por mi trabajo y aplaudió cuando le contesté algunas frases en castellano, incluso reiteró cuánto me admiraba por haberme adaptado tan rápido a su país e idioma, como si nunca se hubiera empeñado en reenviarme de vuelta a Suiza lo más rápido posible, asunto irrelevante ahora, al igual que cuatro años de vivir juntos, la pasión, la traición y la horrible escena final en la casa de Boris, todo superado, olvidado y suavizadas sus aristas por un año de realidades suyas y mías que habían tomado cauces inesperados. Ahora él vivía en Estados Unidos y yo en Caracas y era una gran persona, y además, me veía increíble, más bella que nunca, eso dijo aunque yo estaba trasnochada y deshecha por las horas del viaje y él apenas se había atrevido a lanzarme unas ojeadas huidizas. Francisco era una de las pocas personas que siempre confundían con belleza las imperfecciones de mis rasgos, recordé. Nunca se cansaba de mirarme. En la casa de San Laurent a veces nos acariciábamos mutuamente con los ojos, nos comíamos con los ojos en un juego erótico que él llamaba prohibido tocar, mientras nos quitábamos la ropa poco a poco, con el deleite de saborear el deseo. Mi cuerpo, sí, era bello en esos tiempos, era mi fortaleza, un aliado fiel contra el mundo. Pero ahora pasaba inadvertido en un amplio pantalón tipo bangy’s, zapatos planos, franelita y un sweater que mantenía cuidadosamente abotonado, porque los nervios y la cercanía de Francisco me erizaban los pezones.
Más bella que nunca, dijo: habría dicho cualquier cosa para ser amable.
—Gracias. Es porque vengo de vacaciones.
— No me vas a creer esto — sus ojos buscaron furtivamente los míos y por un instante lo vislumbré inseguro, perturbado, tal vez, no menos que yo—: Estaba recordando cómo te esperaba aquí mismo, el año pasado, justo cuando apareciste de pronto en la puerta.
Maldito seas, Francisco, pensé, mientras decía con una amable sonrisa, qué cosa, ¿no? como si se tratara de un pasado lejano, muerto y enterrado, ya irrelevante para mí. No debí haber venido, no debí haber aceptado quedarme a cenar con él en esa cálida penumbra iluminada con velas. Pero habría sido peor no haber venido: lo sabía como si al mismo tiempo una parte de mí estuviera esperando el taxi en la cola afuera, en el viento y la lluvia pero a salvo de él, rumiando el desespero de una ocasión perdida, una ocasión para qué, tonta, para esa conversación cautelosa y vacía y, sin embargo, necesaria para mí, porque suavizaba un poco, tal vez, la violencia de la ruptura, de un desgarro intolerablemente abrupto y un año de absoluto silencio.
Saqué mi paquete de Marlboro y me prendió uno con mi propio encendedor: él ya no fumaba, dijo, lo había dejado en Estados Unidos. La cortina de humo ayudaba, como siempre. Háblame de ti, pedí con perfecta frialdad, cuéntame cómo está tu vida, y me refirió que vivía efectivamente no en Boston sino cerca de Harvard donde cursaba un postgrado en el área gerencial cuya denominación especializada en inglés olvidé apenas la dijo, también dirigía una compañía que vendía al por mayor los implementos eléctricos producidos en su planta en Valencia. Pregunté algunas cosas que no me interesaban en absoluto, por ejemplo, cómo había podido abrir legalmente una compañía en Estados Unidos.
— Ojalá pudiera. Por ahora está a nombre de mi suegra que es ciudadana norteamericana..
Admití para mis adentros que se había arreglado verdaderamente una familia política perfecta. Tenían todo lo necesario, aquí y allá. Me habló de los detalles de aquel negocio, del sitio donde vivía y de las muchas manías de los gringos, incomprensibles para un venezolano, y más para él, que había vivido tantos años en Europa. Ningún resbalón incómodo. Fui yo quien pregunté cómo estaba la señora Estévez y dijo que bien, que estudiaba inglés y que estaba esperando un bebé. Así lo había referido: la Trini estaba esperando un bebé, como si no fuera con él. Apagué la colilla con mucho cuidado en el cenicero de cristal. Bueno, dije, felicitaciones. Qué más podía decir. No sé si estoy listo para ser padre, confesó y ya no contesté nada. Pensé en la foto de la boda que había visto en la casa de Boris. Pensé por primera vez en esa muchacha casada, amarrada y embarazada a los veinte años que, según me habían dicho, odiaba hasta mi nombre (que era todo lo que conocía de mí) y ciertamente no necesitaba ningún patético atisbo de compasión de esa forastera que se había creído alguna vez compañera de vida de su flamante marido. Pensé en Mati Nahum jugando con el pequeño Eldad, tan embelesado como lo estaría dentro de unos meses Francisco, padre imperfecto pero encantador, sin duda, en esa vida que llevaba en un espacio vedado para mí y tan desconocido como la otra cara de la luna. Pensé en nuestra antigua casa en Lausanne que recién había visto desde la calle San Laurent, toda remodelada por dentro con pisos intermedios y escaleras y por fin rentabilizada al máximo porque estaba alquilada a tres familias cuyos nombres se podían leer en la puerta. La tormenta batía con una furia gris contra los ventanales del restaurante y mi única preocupación estaba en seguir aturdida, en mantener cerradas mis propias ventanas y no dejar que ningún sentimiento irrumpiera en la superficie y explotara en llanto o en algo peor. Y lo estaba, desde luego: aturdida. Ni siquiera me había fijado cuando los altoparlantes volvieron a repetir el anuncio de que todos los vuelos estaban retenidos hasta nuevo aviso, ni que Francisco había pedido en algún momento dos grandes copas de vodka, hasta que un mesonero las pusiera delante de nosotros. Sin hielo para mí: no lo había olvidado. Levantó la suya y por primera vez desde que me había topado con él al salir del hall de pasajeros me dirigió una mirada cómplice, cambiando de tono como quien troca su ropa formal por pantuflas y bata de casa.
— Karlota. Aún no puedo creerlo… Debo ser el único aquí que agradece esta tormenta. ¿Tienes idea de cuántas veces he intentado verte? Una vez te esperé delante de la obra donde me dijeron que podía encontrarte, pero ni siquiera me miraste.
—¿Cuándo fue eso? ¿No estás viviendo en Estados Unidos?
— Sí. Pero vengo a menudo a Venezuela. Por el negocio, entiendes.
— ¿Dices que hubo otras veces?
— Oh, sí, como tres. Pero las mujeres esas con quienes estás viviendo no me dejaron ni acercarme a la casa. Especialmente la vieja… No, con la negra me fue peor: ¿puedes creer que me dio un escobazo?
—¿Zoraida? — pregunté asombrada, con una puntita de irritación. No me sabía tan protegida ni que él hubiese tratado de buscarme. Como de costumbre, vivía mi vida en la niebla de la ignorancia y los demás actuaban por mí. Pero la imagen de Zoraida persiguiendo a Francisco escoba en mano era demasiado sabrosa para no sonreír —. No sabía nada de esto. ¿Para qué diablos me estabas buscando?
— No lo sé muy bien — admitió—. Era como una necesidad, un impulso. Quería hablar contigo, resarcirte de alguna manera. Nos habíamos separado muy violentamente, Karlota. Yo no quise eso.
Iba a lanzar un ¿y qué esperabas?, si mi padre ni me hubiera enseñado contar hasta diez para no decir nada obvio ni predecible. Lo puse en práctica.
— Puedes seguir tranquilo con tu vida, Fran. Yo ya lo he superado.
— Así parece, por todo lo que he sabido de ti. Y me alegro de ello. ¿Estás con el chico ese, Marcos, o con el sicólogo?
Sonreí a medias, sin despegar los labios. Así que alguien, Boris probablemente, le informaba sobre mi vida. Así que todavía sentía algo por mí, aunque sólo fueran celos: lo conocía demasiado bien para no distinguir el rastro que se había colado en esa pregunta. Sería divertido si no fuera patético, y sin embargo, patético o no, era mejor ese poquito de agua turbia que la sequía de una indiferencia definitiva. Seguí callada y Francisco bajó los párpados.
— Perdóname. No tengo ningún derecho de meterme en tu vida. Sin embargo —la sonrisa conocida, un poco ladeada, me invadió con sus labios dulces y dientes de depredador (y con un agudo sentido de pérdida que creía haber superado)— , sin embargo, encontrarte así, chica, es un verdadero prodigio. Tenemos que brindar por ello.
— Brindemos, pues — dije. Así con fuerza mi copa y vertí una gran bocanada de vodka directamente en mi garganta según la mejor receta de papá. El calor de siempre se expandió por mis miembros y me infundió algo de fortaleza. Por segunda vez me atreví a mirarle a los ojos —nuestros ojos ya no se despegaron después— y pude componer una expresión entre amable y dubitativa cuando lo escuché afirmar que él nunca quiso herirme ni que tantas cosas quedaran sin concluir entre nosotros. Otro mesonero se acercó oportunamente para tomar el pedido y esas palabras volaron como plumas sin peso ni reacción de mi parte entre las consideraciones acerca del fricasé de pollo o medallones de lomito. Me decidí por un coctel de camarones.
— Pero esto es sólo una entrada — observó Francisco. Y yo dije:
— Lo sé. Comí en el avión.
Era mentira, nadie había podido comer en ese avión, pero no tenía hambre, mi estómago seguía encogido. Mi estómago era un nido de mariposas. Mi estómago latía sin cesar con unos latidos oscuros que no venían del corazón sino de más abajo, de mi vientre, de mis vísceras crispadas. Estar allí con él no era un prodigio sino un error, una aberración de la realidad de la cual no llegaba a liberarme. Y, sin embargo, de alguna manera yo lo había invocado entre las turbulencias del viaje, estaba segura de eso. Pidió una botella de vino, dos cocteles de camarones y despidió con un ya veremos al mesonero que inquiría si íbamos a pedir algo más. Francisco cerró el menú y me miró con sus ojos de miel, abrillantados por el vodka o por el recuerdo y seguía sonriendo, el condenado. Su sonrisa cómplice, sólo mía en medio de una fiesta, su sonrisa de niño malo que le pide perdón a mamá, su sonrisa justo antes de soltar mi cabello o bajar la cremallera de mi vestido.
— Sé que me odias y no te culpo. Te hice mucho daño. Pero no creas que te he olvidado, Karlota.
— ¡No me digas!
— Guárdate ese tono irónico. Por favor. No me es fácil decirte esto.
— Vaya, una gran noticia— dije (la vodka hacía efecto)—. ¿Qué no me has olvidado? Qué quieres, ¿ una medalla? Pues, entérate: para mí es perfectamente normal que la gente no olvide de un día para otro cuatro años de amor como si fueran algo desechable. No veo nada raro en esto.
— Porque eres mujer, Karlota. Nosotros olvidamos mucho más fácilmente. Pero yo, y no sé si es normal o no, no he podido olvidarte.
— ¿Y qué se supone que debo hacer con esa afirmación?
— No lo sé. Nada. Sólo quería que lo supieras. No hay día en que no piense en ti.
Con qué facilidad me decía eso a mí, que me hubiera dejado cortar en pedazos antes de confesarle lo mismo. Deja eso, Fran, pedí, es un juego deshonesto e inútil, pero no me hizo caso. Se inclinó hacia mí para vencer el ruido general y sus ojos brillaban cada vez más.
— ¿Quieres saber en qué pienso?
No me interesa, dije sintiendo con desespero que las mariposas se alborotaban en mi estómago y el odioso calor se extendía por mis mejillas, por toda mi cara y mi cuello hasta el escote mientras él me observaba con un manifiesto deleite.
—Es increíble que no hayas perdido la facultad de ruborizarte. Esa es una de las cosas que echo de menos, sabes: tu transparencia, Karlota. Tu fragilidad con toda esa fuerza que tienes. Dios, cuánto te echo de menos.
— Yo no tengo ninguna fuerza — corregí con rabia muy cercana a lágrimas.
— Oh, sí que la tienes. Siempre fuiste la más fuerte de los dos. Pero, para que conste: no me refería a lo que estás pensando, lo siento, iba a decir que extraño las discusiones contigo, el constante cuestionamiento de todo, las horas que pasamos hablando delante de la chimenea en la casa de Saint Laurent. Yo te quise mucho, Karlota… Y ¿por qué diablos lo digo en pasado? Aún no me he curado de ti.
Juraría que lo dijo en serio, aunque apenas pude oírlo en esa sala agitada de pasajeros frustrados que pedían permiso para llevarse las sillas libres o esperaban su turno en el bar o detrás de la puerta y comentaban el desmadre causado por el retraso de los vuelos, pero en ese momento todos gritaban señalando las ventanas y muchos se habían levantado y corrían hacia ellas para ver de cerca el prodigio. Yo también miraba las ráfagas de granos blancos que martillaban los cristales: era granizo. Algo imposible en el trópico. Tampoco era posible que estuviera cenando con Francisco, que me había dicho aún no me he curado de ti en el medio del rumor de conversaciones y tintineo de copas como un dejá vu, como un eco (mucho más débil, debo decir) de tantos momentos imaginados en que él me buscaba al fin —como aquella vez cuando había vuelto arrepentido de Moscú — y me pedía perdón de rodillas y me decía lo que me acababa de decir en esas mismas u otras palabras y yo le lanzaba a la cara con la última satisfacción de la venganza una réplica perfecta que no podía recordar ahora cuando las había pronunciado de verdad, palabras tan reales como los platitos de camarones con lechuga que aparecieron ( no me fijé cuándo) sobre la mesa, como las manos y la boca del hombre que me las decía y el deseo de esas manos y de esa boca que aún me revolvía las entrañas y que me hacía sudar y quitarme el sweater, palabras que ya no deberían importarme y no iban a cambiar nada, por supuesto: lo conocía demasiado para ignorar que eran sólo eso, palabras, que no eran mentiras ni verdades —porque Francisco no mentía nunca, sólo trastocaba sus prioridades afectivas según el caso, ocasión y momento — pero aún así, traían alguna estúpida recompensa, algún estúpido alivio y aún más estúpido regocijo. Estiró la mano y retiré la mía antes de que pudiera tocarme, agarré el vaso de vodka y me tomé de un solo golpe el resto.
— ¿Qué es lo que quieres, Fran?
— Nada. Supongo que solo quiero que me perdones. Quiero dejar de pensar tanto en ti.
— C’est bon —dije—. Te perdono.
Me encogí de hombros para transmitirle que no era nada tan importante. Necesitaba urgente un cigarrillo, pero temía el temblor que pudiera hacerse notar en mis dedos. Yo, definitivamente, no estaba curada de él.
Estábamos fuera de nuestras realidades, estábamos en un aeropuerto, lugar de tránsito y territorio de nadie —ni tuyo ni mío, Fran—, lo nuestro sólo podía darse en lugares así, pensé, en encuentros y reencuentros, en posadas y hoteles y en un jeep que devoraba las carreteras de Venezuela o en esa antigua casa con chimenea y vigas de madera en una ciudad suiza llena de estudiantes que para mí había sido vida real y jamás sospeché que él no compartiera esa ilusión. Apartó las velas y se inclinó sobre la mesa para hablarme más de cerca y no puedo negar que hizo mucho para sincerarse conmigo, que al menos me había quitado las dolorosas espinas del silencio y del corte total de contacto. No recuerdo de qué me hablaba, no era relevante. Creo que de sus dudas y desespero del año pasado. Creo que de su vida y de su matrimonio, que no era malo, según él, aunque tal vez había sido un error, pero errores de ese tamaño ya no tenían vuelta atrás. Es posible que me hubiera dicho también una u otra de esas cursilerías que generalmente creemos cuando nos las dicen con acentos de sinceridad. Sabía que era un maestro de las palabras, un gran manipulador que siempre encontraba las más certeras, las que yo más necesitaba oír, pero no podía esquivar su embrujo.
Yo no decía mucho, el silencio era mi última tabla de salvación en la marea que me anegaba al pensar en aquel beso del año anterior encima de la mesa del cafetín, (y no era capaz de pensar en otra cosa), en ese golpe brutal de atracción erótica al respirar nuestros alientos, el mismo que nos había juntado al son de las doce campanadas del Año Nuevo en la prehistórica fiesta de nuestro primer encuentro. Esta mesa no era mucho más grande. Mi rostro y el suyo se acercaban como dos cuerpos celestes atraídos por la fuerza de la gravedad. Me di cuenta con pavor que si tan sólo rozara mis labios como lo había hecho entonces, si tan sólo hiciera el más mínimo amago para seducirme, me dejaría arrastrar, a pesar de todo, y eso era algo que no podía permitir. No podía permitirlo, si quería seguir viviendo. No iba a besarlo por pura inercia y el vértigo de la atracción, y si se atreviera a hacerlo él, le propinaría una bofetada ahí mismo, en el restaurante, en público, frente a todos. Sí, eso haría. Una buena bofetada, la que se merecía. Mis labios se entreabrían, podía sentirlo, mi cabeza daba vueltas y mi mano derecha hormigueaba, vamos, inténtalo y verás. Pero el ladrido de los altoparlantes interrumpió oportunamente el hechizo anunciando la cancelación definitiva de todos los vuelos — el de Francisco estaba previsto para las seis AM del día siguiente— y la gente comenzó a salir en desbandada hacia las taquillas de sus respectivas compañías. De pronto, tuve una iluminación. No me dejaría seducir por él —eso jamás—, pero podía cambiar el guión. Inspiré hondo, conté de nuevo hasta diez y me adelanté:
— Bueno. Yo también creo que nos hemos separado demasiado mal y que nos queda algo pendiente. Si quieres acostarte conmigo, es una ocasión irrepetible. Ni siquiera vas a gastar un centavo: allí dicen que tienes derecho a un hotel.
Francisco se atragantó con un camarón. Que yo tomara la iniciativa era algo que no había previsto. Yo no era así. Yo no hablaba así, con esa frialdad y espíritu práctico, yo no podía estar diciéndole eso.
— Y ¿por qué no, Fran? El casado eres tú. Yo no tengo problemas. Sólo quería ahorrarte tiempo.
— ¿De veras piensas que se trata de esto? ¿Que buscaba acostarme contigo? ¿Qué tan amoral crees que soy, Karlota?
Preferí no contestar eso.
— ¿Cuál es tu problema? Soy yo la que te hice la proposición.
— Lo siento —dijo con firmeza, casi ofendido—. No puedo hacerlo.
Levanté las cejas en una muda pregunta y confirmó que estaba seguro. La respuesta era: No. Definitivamente: no.
—Lástima— observé—. Las circunstancias como éstas no se repetirán jamás. Yo lo sé y tú lo sabes.
— Lo sé. Pero no puedo.
— Aprecio que seas tan fiel a tu mujer.
— No es por eso. Es por ti. No quiero hacerte más daño.
Me eché a reír.
— ¿Más de lo que ya me hiciste?
Nos miramos en silencio y me levanté.
—Creo que voy a esperar un taxi— anuncié—. Fue un gusto volver a verte, Fran. Lo digo en serio.
Un beso en la mejilla, un apretón de manos, un gracias por todo y cuídate, un buen viaje, adiós y hasta luego, y ya estaba caminando con mi maleta rodante, haciendo cola para el ascensor — porque el aeropuerto explotaba de gente y había cola para todo— bajando y atravesando el hall principal y la puerta de vidrio con el inevitable golpe de lluvia afuera (el granizo había durado poco) antes de tomar mi puesto en la fila de pasajeros que esperaban en el andén, todo sin prisa, lentamente, sintiendo como pulsaban en mi cuerpo uno a uno, como si los contara, los sesenta segundos de cada minuto que le tomaría pagar la cuenta y bajar a la carrera, salvando de tres en tres los peldaños de las escaleras, porque yo conocía muy bien el brillo en la mirada de Francisco y sabía que no podría dejarme ir. No me volteé hasta sentir su mano sobre la mía en la manilla de la Samsonite con los dedos calientes como si tuviera fiebre y los besos, al fin, sus labios en mi cuello, en mis párpados y mejillas y barbilla, cada vez más cerca de los míos, allí, en el medio de toda esa gente que nos observaba. Te mentí, Karlota, no sólo pienso en nuestras conversaciones frente a la chimenea, también pienso mucho en esto, demasiado… Todavía logré susurrar que tuviera cuidado, que alguien podría reconocerlo, antes de que la voz quebrada con que mandó todo al diablo se expandiera en mis entrañas con la sensación intacta de perderme en él, en su boca, en su aliento, en los ecos remotos de los días cuando la vida nos emborrachaba y el cielo esponjaba por dentro, en su cuerpo que me aplastaba contra la pared como si nunca fuera a desgarrarse del mío. Sentí los latidos enloquecidos de su corazón y era como volver a casa, la misma amarga dulzura con que volvía a la casa de mi madre en Beit Yehoshua donde dormía en el sofá, porque mi cuarto había sido transformado en un depósito de herramientas.
Ya se fue, susurró tras un momento de permanecer así, y me separé de él. Nos miramos sonriendo y le dije:
—Gracias.
La abrupta complicidad de ese incidente había roto el hielo en que probablemente iba a atascarse cualquier encuentro mío, casual o no, con Francisco.
— No puedo creerlo. —dijo lentamente— ¿Y ese milagro…?
— Acabo de llegar de vacaciones. ¿Y tú?
Él estaba esperando su vuelo a Boston, atrasado por el mal tiempo. Meticuloso como siempre, me dio las explicaciones meteorológicas detalladas de una tormenta tropical, pariente menor del huracán Dionisio que hacía estragos en el Caribe y había tocado La Guaira en un fenómeno atmosférico rarísimo, ya que normalmente esas calamidades no llegaban hasta aquí. Mi vuelo también salió atrasado, dije para decir algo. Y yo no tengo la puta idea de cuándo despegará el mío, afirmó indicando la pantalla de anuncios de salida que tableteaba en ese preciso momento reemplazando las horas en todas las casillas por la palabra inglesa delayed. El hall estaba lleno de gente que reaccionó a la noticia con un revuelo de voces y nerviosismo creciente.
— Bueno, que tengas suerte — dije y levanté la manilla en la esquina de mi nueva Samsonite con ruedas, porque la ilusión inicial de ese encuentro había pasado y estaba comenzando a temblar. No estaba preparada a la cercanía de Francisco. Estar con él así, como si fuéramos dos británicos con paraguas hablando about the weather, era patético. Intolerable para mí.
—Te acompaño —insistió—. Permíteme.
Se encargó de mi maleta. Afuera, el viento rugía como una bestia herida y una ráfaga de lluvia nos golpeó al abrirse la puerta giratoria. Como detrás de una cortina gris, montañas de equipaje y figuras derrotadas se desplegaban bajo techo a todo lo largo del andén sin ningún vehículo a la vista.
— Esto no se presenta bien, Karlota. Dudo mucho de que consigas un taxi.
— No te preocupes. Esperaré aquí.
Pero Francisco tenía una idea mejor.
Me decía que eso no podía estar ocurriendo mientras subíamos al segundo piso y nos instalábamos en una de las últimas mesas libres en el restaurante, era como la continuación exacta de mis sueños del vuelo en un ambiente de luces tamizadas y flores y manteles blancos sobre los cuales los mesoneros, sorprendidos por la temprana afluencia de los comensales se adelantaban en prender los candelabros como si fuera de noche, una reedición perversa en un ambiente más lujoso del guión de mi llegada a Venezuela el año anterior, precisamente de esa parte en la que estábamos en el cafetín de abajo y una mesita de hierro coja me separaba de Francisco quien me había besado entonces, larga y levemente, rozando apenas mis labios con los suyos, pero ahora estaba estudiando la carta con una exagerada atención. Qué había en ese rostro, en esa ligera curva de la nariz y las cejas pobladas, en esa barba de dos o tres días que afilaba sus mejillas, en esa forma sensual en que el labio superior se posaba sobre el inferior, mucho más adelantado, en ese cuello con la pronunciada nuez que dejaba ver la camisa desabotonada, qué misterio hacía que una combinación de rasgos, tan poco diferente al fin de cualquier otra, todavía me dejase sin aliento. Pretendía concentrarme en la carta al igual que él para no toparme desprevenida con sus ojos y su sonrisa, pretendía hablar en el mismo tono ligero del estado del tiempo y de aviones y viajes. Y, ¿ por qué no, al fin? Jamás iba a mostrarle que era demasiado sensible, demasiado vulnerable aún para mantener con él ese tipo de conversación, que ni siquiera era capaz de odiarlo con la dignidad de una persona normal. Nunca fui muy consistente con los odios y los rencores. Me preguntó por mi trabajo y aplaudió cuando le contesté algunas frases en castellano, incluso reiteró cuánto me admiraba por haberme adaptado tan rápido a su país e idioma, como si nunca se hubiera empeñado en reenviarme de vuelta a Suiza lo más rápido posible, asunto irrelevante ahora, al igual que cuatro años de vivir juntos, la pasión, la traición y la horrible escena final en la casa de Boris, todo superado, olvidado y suavizadas sus aristas por un año de realidades suyas y mías que habían tomado cauces inesperados. Ahora él vivía en Estados Unidos y yo en Caracas y era una gran persona, y además, me veía increíble, más bella que nunca, eso dijo aunque yo estaba trasnochada y deshecha por las horas del viaje y él apenas se había atrevido a lanzarme unas ojeadas huidizas. Francisco era una de las pocas personas que siempre confundían con belleza las imperfecciones de mis rasgos, recordé. Nunca se cansaba de mirarme. En la casa de San Laurent a veces nos acariciábamos mutuamente con los ojos, nos comíamos con los ojos en un juego erótico que él llamaba prohibido tocar, mientras nos quitábamos la ropa poco a poco, con el deleite de saborear el deseo. Mi cuerpo, sí, era bello en esos tiempos, era mi fortaleza, un aliado fiel contra el mundo. Pero ahora pasaba inadvertido en un amplio pantalón tipo bangy’s, zapatos planos, franelita y un sweater que mantenía cuidadosamente abotonado, porque los nervios y la cercanía de Francisco me erizaban los pezones.
Más bella que nunca, dijo: habría dicho cualquier cosa para ser amable.
—Gracias. Es porque vengo de vacaciones.
— No me vas a creer esto — sus ojos buscaron furtivamente los míos y por un instante lo vislumbré inseguro, perturbado, tal vez, no menos que yo—: Estaba recordando cómo te esperaba aquí mismo, el año pasado, justo cuando apareciste de pronto en la puerta.
Maldito seas, Francisco, pensé, mientras decía con una amable sonrisa, qué cosa, ¿no? como si se tratara de un pasado lejano, muerto y enterrado, ya irrelevante para mí. No debí haber venido, no debí haber aceptado quedarme a cenar con él en esa cálida penumbra iluminada con velas. Pero habría sido peor no haber venido: lo sabía como si al mismo tiempo una parte de mí estuviera esperando el taxi en la cola afuera, en el viento y la lluvia pero a salvo de él, rumiando el desespero de una ocasión perdida, una ocasión para qué, tonta, para esa conversación cautelosa y vacía y, sin embargo, necesaria para mí, porque suavizaba un poco, tal vez, la violencia de la ruptura, de un desgarro intolerablemente abrupto y un año de absoluto silencio.
Saqué mi paquete de Marlboro y me prendió uno con mi propio encendedor: él ya no fumaba, dijo, lo había dejado en Estados Unidos. La cortina de humo ayudaba, como siempre. Háblame de ti, pedí con perfecta frialdad, cuéntame cómo está tu vida, y me refirió que vivía efectivamente no en Boston sino cerca de Harvard donde cursaba un postgrado en el área gerencial cuya denominación especializada en inglés olvidé apenas la dijo, también dirigía una compañía que vendía al por mayor los implementos eléctricos producidos en su planta en Valencia. Pregunté algunas cosas que no me interesaban en absoluto, por ejemplo, cómo había podido abrir legalmente una compañía en Estados Unidos.
— Ojalá pudiera. Por ahora está a nombre de mi suegra que es ciudadana norteamericana..
Admití para mis adentros que se había arreglado verdaderamente una familia política perfecta. Tenían todo lo necesario, aquí y allá. Me habló de los detalles de aquel negocio, del sitio donde vivía y de las muchas manías de los gringos, incomprensibles para un venezolano, y más para él, que había vivido tantos años en Europa. Ningún resbalón incómodo. Fui yo quien pregunté cómo estaba la señora Estévez y dijo que bien, que estudiaba inglés y que estaba esperando un bebé. Así lo había referido: la Trini estaba esperando un bebé, como si no fuera con él. Apagué la colilla con mucho cuidado en el cenicero de cristal. Bueno, dije, felicitaciones. Qué más podía decir. No sé si estoy listo para ser padre, confesó y ya no contesté nada. Pensé en la foto de la boda que había visto en la casa de Boris. Pensé por primera vez en esa muchacha casada, amarrada y embarazada a los veinte años que, según me habían dicho, odiaba hasta mi nombre (que era todo lo que conocía de mí) y ciertamente no necesitaba ningún patético atisbo de compasión de esa forastera que se había creído alguna vez compañera de vida de su flamante marido. Pensé en Mati Nahum jugando con el pequeño Eldad, tan embelesado como lo estaría dentro de unos meses Francisco, padre imperfecto pero encantador, sin duda, en esa vida que llevaba en un espacio vedado para mí y tan desconocido como la otra cara de la luna. Pensé en nuestra antigua casa en Lausanne que recién había visto desde la calle San Laurent, toda remodelada por dentro con pisos intermedios y escaleras y por fin rentabilizada al máximo porque estaba alquilada a tres familias cuyos nombres se podían leer en la puerta. La tormenta batía con una furia gris contra los ventanales del restaurante y mi única preocupación estaba en seguir aturdida, en mantener cerradas mis propias ventanas y no dejar que ningún sentimiento irrumpiera en la superficie y explotara en llanto o en algo peor. Y lo estaba, desde luego: aturdida. Ni siquiera me había fijado cuando los altoparlantes volvieron a repetir el anuncio de que todos los vuelos estaban retenidos hasta nuevo aviso, ni que Francisco había pedido en algún momento dos grandes copas de vodka, hasta que un mesonero las pusiera delante de nosotros. Sin hielo para mí: no lo había olvidado. Levantó la suya y por primera vez desde que me había topado con él al salir del hall de pasajeros me dirigió una mirada cómplice, cambiando de tono como quien troca su ropa formal por pantuflas y bata de casa.
— Karlota. Aún no puedo creerlo… Debo ser el único aquí que agradece esta tormenta. ¿Tienes idea de cuántas veces he intentado verte? Una vez te esperé delante de la obra donde me dijeron que podía encontrarte, pero ni siquiera me miraste.
—¿Cuándo fue eso? ¿No estás viviendo en Estados Unidos?
— Sí. Pero vengo a menudo a Venezuela. Por el negocio, entiendes.
— ¿Dices que hubo otras veces?
— Oh, sí, como tres. Pero las mujeres esas con quienes estás viviendo no me dejaron ni acercarme a la casa. Especialmente la vieja… No, con la negra me fue peor: ¿puedes creer que me dio un escobazo?
—¿Zoraida? — pregunté asombrada, con una puntita de irritación. No me sabía tan protegida ni que él hubiese tratado de buscarme. Como de costumbre, vivía mi vida en la niebla de la ignorancia y los demás actuaban por mí. Pero la imagen de Zoraida persiguiendo a Francisco escoba en mano era demasiado sabrosa para no sonreír —. No sabía nada de esto. ¿Para qué diablos me estabas buscando?
— No lo sé muy bien — admitió—. Era como una necesidad, un impulso. Quería hablar contigo, resarcirte de alguna manera. Nos habíamos separado muy violentamente, Karlota. Yo no quise eso.
Iba a lanzar un ¿y qué esperabas?, si mi padre ni me hubiera enseñado contar hasta diez para no decir nada obvio ni predecible. Lo puse en práctica.
— Puedes seguir tranquilo con tu vida, Fran. Yo ya lo he superado.
— Así parece, por todo lo que he sabido de ti. Y me alegro de ello. ¿Estás con el chico ese, Marcos, o con el sicólogo?
Sonreí a medias, sin despegar los labios. Así que alguien, Boris probablemente, le informaba sobre mi vida. Así que todavía sentía algo por mí, aunque sólo fueran celos: lo conocía demasiado bien para no distinguir el rastro que se había colado en esa pregunta. Sería divertido si no fuera patético, y sin embargo, patético o no, era mejor ese poquito de agua turbia que la sequía de una indiferencia definitiva. Seguí callada y Francisco bajó los párpados.
— Perdóname. No tengo ningún derecho de meterme en tu vida. Sin embargo —la sonrisa conocida, un poco ladeada, me invadió con sus labios dulces y dientes de depredador (y con un agudo sentido de pérdida que creía haber superado)— , sin embargo, encontrarte así, chica, es un verdadero prodigio. Tenemos que brindar por ello.
— Brindemos, pues — dije. Así con fuerza mi copa y vertí una gran bocanada de vodka directamente en mi garganta según la mejor receta de papá. El calor de siempre se expandió por mis miembros y me infundió algo de fortaleza. Por segunda vez me atreví a mirarle a los ojos —nuestros ojos ya no se despegaron después— y pude componer una expresión entre amable y dubitativa cuando lo escuché afirmar que él nunca quiso herirme ni que tantas cosas quedaran sin concluir entre nosotros. Otro mesonero se acercó oportunamente para tomar el pedido y esas palabras volaron como plumas sin peso ni reacción de mi parte entre las consideraciones acerca del fricasé de pollo o medallones de lomito. Me decidí por un coctel de camarones.
— Pero esto es sólo una entrada — observó Francisco. Y yo dije:
— Lo sé. Comí en el avión.
Era mentira, nadie había podido comer en ese avión, pero no tenía hambre, mi estómago seguía encogido. Mi estómago era un nido de mariposas. Mi estómago latía sin cesar con unos latidos oscuros que no venían del corazón sino de más abajo, de mi vientre, de mis vísceras crispadas. Estar allí con él no era un prodigio sino un error, una aberración de la realidad de la cual no llegaba a liberarme. Y, sin embargo, de alguna manera yo lo había invocado entre las turbulencias del viaje, estaba segura de eso. Pidió una botella de vino, dos cocteles de camarones y despidió con un ya veremos al mesonero que inquiría si íbamos a pedir algo más. Francisco cerró el menú y me miró con sus ojos de miel, abrillantados por el vodka o por el recuerdo y seguía sonriendo, el condenado. Su sonrisa cómplice, sólo mía en medio de una fiesta, su sonrisa de niño malo que le pide perdón a mamá, su sonrisa justo antes de soltar mi cabello o bajar la cremallera de mi vestido.
— Sé que me odias y no te culpo. Te hice mucho daño. Pero no creas que te he olvidado, Karlota.
— ¡No me digas!
— Guárdate ese tono irónico. Por favor. No me es fácil decirte esto.
— Vaya, una gran noticia— dije (la vodka hacía efecto)—. ¿Qué no me has olvidado? Qué quieres, ¿ una medalla? Pues, entérate: para mí es perfectamente normal que la gente no olvide de un día para otro cuatro años de amor como si fueran algo desechable. No veo nada raro en esto.
— Porque eres mujer, Karlota. Nosotros olvidamos mucho más fácilmente. Pero yo, y no sé si es normal o no, no he podido olvidarte.
— ¿Y qué se supone que debo hacer con esa afirmación?
— No lo sé. Nada. Sólo quería que lo supieras. No hay día en que no piense en ti.
Con qué facilidad me decía eso a mí, que me hubiera dejado cortar en pedazos antes de confesarle lo mismo. Deja eso, Fran, pedí, es un juego deshonesto e inútil, pero no me hizo caso. Se inclinó hacia mí para vencer el ruido general y sus ojos brillaban cada vez más.
— ¿Quieres saber en qué pienso?
No me interesa, dije sintiendo con desespero que las mariposas se alborotaban en mi estómago y el odioso calor se extendía por mis mejillas, por toda mi cara y mi cuello hasta el escote mientras él me observaba con un manifiesto deleite.
—Es increíble que no hayas perdido la facultad de ruborizarte. Esa es una de las cosas que echo de menos, sabes: tu transparencia, Karlota. Tu fragilidad con toda esa fuerza que tienes. Dios, cuánto te echo de menos.
— Yo no tengo ninguna fuerza — corregí con rabia muy cercana a lágrimas.
— Oh, sí que la tienes. Siempre fuiste la más fuerte de los dos. Pero, para que conste: no me refería a lo que estás pensando, lo siento, iba a decir que extraño las discusiones contigo, el constante cuestionamiento de todo, las horas que pasamos hablando delante de la chimenea en la casa de Saint Laurent. Yo te quise mucho, Karlota… Y ¿por qué diablos lo digo en pasado? Aún no me he curado de ti.
Juraría que lo dijo en serio, aunque apenas pude oírlo en esa sala agitada de pasajeros frustrados que pedían permiso para llevarse las sillas libres o esperaban su turno en el bar o detrás de la puerta y comentaban el desmadre causado por el retraso de los vuelos, pero en ese momento todos gritaban señalando las ventanas y muchos se habían levantado y corrían hacia ellas para ver de cerca el prodigio. Yo también miraba las ráfagas de granos blancos que martillaban los cristales: era granizo. Algo imposible en el trópico. Tampoco era posible que estuviera cenando con Francisco, que me había dicho aún no me he curado de ti en el medio del rumor de conversaciones y tintineo de copas como un dejá vu, como un eco (mucho más débil, debo decir) de tantos momentos imaginados en que él me buscaba al fin —como aquella vez cuando había vuelto arrepentido de Moscú — y me pedía perdón de rodillas y me decía lo que me acababa de decir en esas mismas u otras palabras y yo le lanzaba a la cara con la última satisfacción de la venganza una réplica perfecta que no podía recordar ahora cuando las había pronunciado de verdad, palabras tan reales como los platitos de camarones con lechuga que aparecieron ( no me fijé cuándo) sobre la mesa, como las manos y la boca del hombre que me las decía y el deseo de esas manos y de esa boca que aún me revolvía las entrañas y que me hacía sudar y quitarme el sweater, palabras que ya no deberían importarme y no iban a cambiar nada, por supuesto: lo conocía demasiado para ignorar que eran sólo eso, palabras, que no eran mentiras ni verdades —porque Francisco no mentía nunca, sólo trastocaba sus prioridades afectivas según el caso, ocasión y momento — pero aún así, traían alguna estúpida recompensa, algún estúpido alivio y aún más estúpido regocijo. Estiró la mano y retiré la mía antes de que pudiera tocarme, agarré el vaso de vodka y me tomé de un solo golpe el resto.
— ¿Qué es lo que quieres, Fran?
— Nada. Supongo que solo quiero que me perdones. Quiero dejar de pensar tanto en ti.
— C’est bon —dije—. Te perdono.
Me encogí de hombros para transmitirle que no era nada tan importante. Necesitaba urgente un cigarrillo, pero temía el temblor que pudiera hacerse notar en mis dedos. Yo, definitivamente, no estaba curada de él.
Estábamos fuera de nuestras realidades, estábamos en un aeropuerto, lugar de tránsito y territorio de nadie —ni tuyo ni mío, Fran—, lo nuestro sólo podía darse en lugares así, pensé, en encuentros y reencuentros, en posadas y hoteles y en un jeep que devoraba las carreteras de Venezuela o en esa antigua casa con chimenea y vigas de madera en una ciudad suiza llena de estudiantes que para mí había sido vida real y jamás sospeché que él no compartiera esa ilusión. Apartó las velas y se inclinó sobre la mesa para hablarme más de cerca y no puedo negar que hizo mucho para sincerarse conmigo, que al menos me había quitado las dolorosas espinas del silencio y del corte total de contacto. No recuerdo de qué me hablaba, no era relevante. Creo que de sus dudas y desespero del año pasado. Creo que de su vida y de su matrimonio, que no era malo, según él, aunque tal vez había sido un error, pero errores de ese tamaño ya no tenían vuelta atrás. Es posible que me hubiera dicho también una u otra de esas cursilerías que generalmente creemos cuando nos las dicen con acentos de sinceridad. Sabía que era un maestro de las palabras, un gran manipulador que siempre encontraba las más certeras, las que yo más necesitaba oír, pero no podía esquivar su embrujo.
Yo no decía mucho, el silencio era mi última tabla de salvación en la marea que me anegaba al pensar en aquel beso del año anterior encima de la mesa del cafetín, (y no era capaz de pensar en otra cosa), en ese golpe brutal de atracción erótica al respirar nuestros alientos, el mismo que nos había juntado al son de las doce campanadas del Año Nuevo en la prehistórica fiesta de nuestro primer encuentro. Esta mesa no era mucho más grande. Mi rostro y el suyo se acercaban como dos cuerpos celestes atraídos por la fuerza de la gravedad. Me di cuenta con pavor que si tan sólo rozara mis labios como lo había hecho entonces, si tan sólo hiciera el más mínimo amago para seducirme, me dejaría arrastrar, a pesar de todo, y eso era algo que no podía permitir. No podía permitirlo, si quería seguir viviendo. No iba a besarlo por pura inercia y el vértigo de la atracción, y si se atreviera a hacerlo él, le propinaría una bofetada ahí mismo, en el restaurante, en público, frente a todos. Sí, eso haría. Una buena bofetada, la que se merecía. Mis labios se entreabrían, podía sentirlo, mi cabeza daba vueltas y mi mano derecha hormigueaba, vamos, inténtalo y verás. Pero el ladrido de los altoparlantes interrumpió oportunamente el hechizo anunciando la cancelación definitiva de todos los vuelos — el de Francisco estaba previsto para las seis AM del día siguiente— y la gente comenzó a salir en desbandada hacia las taquillas de sus respectivas compañías. De pronto, tuve una iluminación. No me dejaría seducir por él —eso jamás—, pero podía cambiar el guión. Inspiré hondo, conté de nuevo hasta diez y me adelanté:
— Bueno. Yo también creo que nos hemos separado demasiado mal y que nos queda algo pendiente. Si quieres acostarte conmigo, es una ocasión irrepetible. Ni siquiera vas a gastar un centavo: allí dicen que tienes derecho a un hotel.
Francisco se atragantó con un camarón. Que yo tomara la iniciativa era algo que no había previsto. Yo no era así. Yo no hablaba así, con esa frialdad y espíritu práctico, yo no podía estar diciéndole eso.
— Y ¿por qué no, Fran? El casado eres tú. Yo no tengo problemas. Sólo quería ahorrarte tiempo.
— ¿De veras piensas que se trata de esto? ¿Que buscaba acostarme contigo? ¿Qué tan amoral crees que soy, Karlota?
Preferí no contestar eso.
— ¿Cuál es tu problema? Soy yo la que te hice la proposición.
— Lo siento —dijo con firmeza, casi ofendido—. No puedo hacerlo.
Levanté las cejas en una muda pregunta y confirmó que estaba seguro. La respuesta era: No. Definitivamente: no.
—Lástima— observé—. Las circunstancias como éstas no se repetirán jamás. Yo lo sé y tú lo sabes.
— Lo sé. Pero no puedo.
— Aprecio que seas tan fiel a tu mujer.
— No es por eso. Es por ti. No quiero hacerte más daño.
Me eché a reír.
— ¿Más de lo que ya me hiciste?
Nos miramos en silencio y me levanté.
—Creo que voy a esperar un taxi— anuncié—. Fue un gusto volver a verte, Fran. Lo digo en serio.
Un beso en la mejilla, un apretón de manos, un gracias por todo y cuídate, un buen viaje, adiós y hasta luego, y ya estaba caminando con mi maleta rodante, haciendo cola para el ascensor — porque el aeropuerto explotaba de gente y había cola para todo— bajando y atravesando el hall principal y la puerta de vidrio con el inevitable golpe de lluvia afuera (el granizo había durado poco) antes de tomar mi puesto en la fila de pasajeros que esperaban en el andén, todo sin prisa, lentamente, sintiendo como pulsaban en mi cuerpo uno a uno, como si los contara, los sesenta segundos de cada minuto que le tomaría pagar la cuenta y bajar a la carrera, salvando de tres en tres los peldaños de las escaleras, porque yo conocía muy bien el brillo en la mirada de Francisco y sabía que no podría dejarme ir. No me volteé hasta sentir su mano sobre la mía en la manilla de la Samsonite con los dedos calientes como si tuviera fiebre y los besos, al fin, sus labios en mi cuello, en mis párpados y mejillas y barbilla, cada vez más cerca de los míos, allí, en el medio de toda esa gente que nos observaba. Te mentí, Karlota, no sólo pienso en nuestras conversaciones frente a la chimenea, también pienso mucho en esto, demasiado… Todavía logré susurrar que tuviera cuidado, que alguien podría reconocerlo, antes de que la voz quebrada con que mandó todo al diablo se expandiera en mis entrañas con la sensación intacta de perderme en él, en su boca, en su aliento, en los ecos remotos de los días cuando la vida nos emborrachaba y el cielo esponjaba por dentro, en su cuerpo que me aplastaba contra la pared como si nunca fuera a desgarrarse del mío. Sentí los latidos enloquecidos de su corazón y era como volver a casa, la misma amarga dulzura con que volvía a la casa de mi madre en Beit Yehoshua donde dormía en el sofá, porque mi cuarto había sido transformado en un depósito de herramientas.
1 comentario:
Bellísimo! Quiero seguir leyendoooooooo!!!!!!!!
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