El capitán Ahab ha regresado de la muerte.
De pie, sobre un risco que se enfrenta al mar, desea ver una vez más a Moby Dick. En el fondo sabe que no es posible porque la ballena, a diferencia de él, no ha muerto.
El día se desvanece y no hay rastro de Moby Dick. Pero en tierra, con pasos estruendosos, aparece Bonzo. Se detiene frente a Ahab y le dice: “Moby Dick ha muerto, yo la maté.”
Ahab ríe, y responde: “imposible, quien crea que ha matado a Moby Dick se engaña.”
Bonzo desconfía de sus palabras. Bonzo ha tenido al monstruo frente a sus ojos y con sus manos sangrantes la ha dominado una y otra vez. Siempre ha podido, con cada golpe, con la sequedad del redoblante y la maldición del granadero. Moby Dick ha explotado lentamente, rompiendo el silencio con un estruendo que quiere esconderse. Sutil, salvaje. Alto, bajo.
Pero Ahab sigue sonriendo y con sencillez le pregunta: “¿Dónde estamos? ¿En el mundo de los vivos o de los muertos? Yo no regresé de la muerte, tú viniste a encontrarte conmigo en este cementerio que Moby Dick dejó tras de sí, en este sembradío de cuerpos que nunca florecen.”
Bonzo sabe con certeza la respuesta. Cuando creíste que la habías dominado ella te dominó a ti. Live fast, die Young.
Pero no ha llegado aún el momento del silencio. Invéntale el ritmo a los dioses, Bonzo, a tiempo y contratiempo, con sangre en las manos. A la velocidad justa, el grito del cuero y el metal se convierte en rima sin palabras.
Inquietos, melancólicos, los únicos que han visto de frente a Moby Dick abandonan el risco.
Ahab sueña con reconstruir el Pequod.
Bonzo sueña con un concierto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario