(fragmento del Diario de Travesías)
En el soplo del mar, en un vaso de leche tibia y, sobre todo, en la dirección del remitente de viejas cartas que no pude botar, siento a veces un toque fugaz del idioma que se fue. Este mismo en que estoy escribiendo, ahora, y a la vez otro que dejó de existir como deja de existir un paisaje de colinas y bosques cuando el tren se adentra en él. El que era sólo sonidos y misterio, antes del simple buenos días, antes —¡cuánto antes!— de Borges y Cortázar, ni caliente ni tibio ni vaso ni leche (sólo mar, tal vez, cartas, Ibiza, arena), cuando las palabras no significaban nada, olían a islas y pasiones de verano. Cuando tenían algo de esas casas mediterráneas con sus gruesos muros blancos y rendijas de sombra, y también algo del cielo, hiriente de tanto azul. Palabras cerradas como nueces que apenas comienzan a descascarse en cuánto cuesta, aquí, sangría, playa, tú, yo, paella de mariscos, amor. Solas, recién salidas del huevo, desvalidas, inseguras: palabras. Existían ¿cómo lo explico?, fuera de mí, como el mar y el mundo antes de que estuviéramos en él.
Esa isla ya no está en ninguna parte, ni tú, ni siquiera yo, sólo el tren y las palabras, paisajes de palabras que se acercan y brillan aún como gotas de agua al sol antes de que las absorba la arena en las playas de lo conocido.
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