viernes, marzo 02, 2007

UN CUENTO

Amigos taparenses: hace tiempo que nadie se ha animado a poner cuentos en el blog. Así que les paso éste. Es un cuento antiguo, de la primera época (2001-2002, que hoy recuerdo con nostalgia) cuando todo lo que me interesaba era contar historias:


EL HOMBRE DE MI VIDA

EPIGRAFE:
Los fenómenos naturales sustentan una visión de tiempo de naturaleza esencialmente cíclica. Sólo ciertos hechos vitales, como el proceso de envejecimiento, tienden a favorecer una visión lineal del tiempo, que, desde el pasado, avanza en una única dirección a través del presente hacia el futuro (p.17). Así, para los maoríes, el pasado constituye la esencia del presente y el futuro. Nga wa o mua, el término que emplean para describir el pasado, significa “el tiempo delante de nosotros” pues, como el pasado es cognoscible, siempre está “delante de nosotros”
K. Lippincott, El Tiempo a través del Tiempo


From: “Natasha Kaleski” < nata@hotmail.com>
To: “Walter Barral” <>
Subject: S.O.S.
Date: 6 febrero 2001


Querido amigo

Te parecerá pomposo este comienzo, Walt. Casi escribo “Estimado doctor Barral” como si te conociera sólo en el plano profesional y pudiera costear tus honorarios... Confieso que por un momento me sorprendió el pensamiento absurdo de que me sentiría mejor si así fuera.
Como ves, me cuesta comenzar esta carta. Debe ser por culpa de mi estado psíquico que va de mal en peor. Desde hace una semana ando nerviosa, confundida, censurada por todos y encima, con la amenaza de una demanda por acoso, ¿puedes creerlo? Es cierto que hice algo inexplicable, el tipo de escándalo que en mi trabajo no se perdona. Hasta los que me conocen de toda la vida, se preguntan, igual que diecisiete años atrás, ¿estoy o no en mi sano juicio?, a veces yo misma llego a dudar de mi cordura. Tú que siempre lo sabes todo, ya debes estar enterado, apostaría a que es así. No obstante, necesito hablar de eso. Necesito desenmarañar el hilo de locura que sigue y sigue como corriente oscura debajo de la superficie de mi tan ordenada vida. Y te busco otra vez a ti... pues, ¿a quién más? No hay nadie más en quien pueda confiar.
Debes estar preguntándote con cierta aprensión cuál será el motivo de esta carta que comienza de manera tan enredada y amenaza con ser muy larga; por qué recurro al correo electrónico cuando he dejado sin respuesta dos mensajes tuyos en mi contestador y siendo tanto más fácil citarnos para tomar un café en tu casa o la mía, o salir a cenar, como de costumbre. Compréndeme, Walt: trato de crear distancia. Trato de sobrepasar los limites que imponen las rutinas de nuestra amistad para ser capaz de hablarte de lo que nunca hablamos: el tema “tabú” entre tú y yo.
Con semejante preámbulo estarás adivinando ya que los acontecimientos recientes se relacionan con lo que pasó diecisiete años atrás, cuando terminó nuestro noviazgo. Esto no es fácil para mí. Nuestra larga amistad se debe en primer lugar a la generosidad, sabiduría y nobleza que demostraste en relegar al olvido precisamente los hechos de los cuales tengo que hablarte ahora. No podría hacerlo mirándote a la cara. Me siento avergonzada, aún hoy, por lo que hice entonces. Pero por encima de todo temo tu mirada escéptica y cortés que con apenas enarcar las cejas reduciría todo lo que yo pudiera decirte a simples desvaríos de los cuales nos reiremos los dos entre el plato fuerte y el postre. Eres envidiablemente hábil, amigo, y lo sabes. Demasiado hábil para mí. Tú estableces las fronteras, tú decides de qué podemos o no podemos hablar; siempre fue así.
Por eso me dirijo a ti por escrito, con distancia... Porque te necesito Walter. Necesito, como dirías tú, desempolvar ese viejo expediente.
Específicamente, me refiero a un hecho en particular: durante aquella breve semana, tu sabes cuál, contrataste a un detective privado. Por favor, no lo niegues: yo lo vi. Dicho sea de paso, no era muy competente. Varias veces lo divisé apostado en la calle Los Duraznos frente a las ventanas de aquella pensión que fue nuestro refugio, lo reconocí almorzando en la misma cafetería, y en el parque donde solíamos pasear por las mañanas. El único quien pudo haberlo contratado eras tú.
Lejos de mí está reprochártelo, Walter: yo misma no habría actuado de otro modo entonces si hubieras sido tú quien desapareciera con otra mujer sin pedir disculpas ni dar explicaciones. Nunca te he mencionado que sabía de ese detective hasta hoy, cuando necesito con desespero todo cuanto pudiese respaldar mi tambaleante memoria. Aquel hombre nos había fotografiado: tenía una cámara profesional, pequeña, con un teleobjetivo. Si para mi suerte aún las tienes, estas fotos serían la única base tangible para preguntarse ¿existe siquiera alguna posibilidad de que el famoso científico australiano recién llegado a Caracas para el Congreso de Antropología fuese el mismo hombre que estaba conmigo en esa pensión diecisiete años atrás? Más que nada, créeme, necesito comprobar si estoy loca o no... Porque desde el momento en que lo entreví en las noticias y oí su nombre: Jan Solre, tuve la certeza de que es él. Él mismo, el padre de Toni. ¡Ojalá llegue a despertar en ti una duda razonable, sin que me juzgues loca, como todos!
Aquel hombre, cuyo nombre nunca pronunciamos, debes saber que también se llamaba Jan. Jan Solaris. De todos modos yo siempre supe, con algún saber orgánico y oscuro, que su apellido no sería importante. El nombre, sí... Ya hubo alguien con ese nombre, treinta y cuatro años atrás... Fíjate: ¡exactamente diecisiete, otra vez diecisiete, antes de los hechos que estoy evocando ahora! También se llamaba Jan, con “J”, nombre muy común en el país de mi infancia, y olvidé, o más bien nunca supe su apellido. Janek –—“Juanito” en polaco— no podía tener más que trece años, y yo apenas nueve. Aun así, pese a mi inmadurez, supe reconocerlo con una seguridad abrumadora. Mi corazón de niña no albergaba dudas: Janek era mi destino, el hombre de mi vida.
Vislumbro esa sonrisa tuya, tierna e irónica, esa sonrisa que hipnotiza las audiencias... no me la apliques a mí, amigo, por favor ¡escúchame!, ¡tienes que creerme! Sólo el hombre de mi vida podría mirar dentro de mí de ese modo. A cualquier edad. Él también lo sabía. Nos sentábamos en el parque a mirarnos a los ojos, dos niños ni tan inocentes (porque perderse el uno en el otro nunca es inocente), y el mundo desaparecía a nuestro alrededor, hasta que mi madre llegaba, risueña e indulgente, para llevarme a cenar. Ese romance precoz no la preocupaba en demasía porque ella sabía —mientras yo lo ignoraba— que aquellas miradas no tenían mucho futuro: muy pronto íbamos a partir en un gran barco tan lejos como Venezuela, América del Sur. Me tomó muchos años consolarme de la pérdida de Janek, quien no había contestado ninguna de mis cartas. Crecí. Luego crecí contigo. Fui la Natasha razonable que conociste en la secundaria, responsable, muy de confiar... Tu amiga, tu compañera, tu novia. Olvidé a Janek, por supuesto. Pero nunca pude olvidar esa mirada. Es como si la llevara impresa en los huesos desde mi infancia... o aún desde más atrás.
Todo eso volvió el día en que conocí al estudiante Jan Solaris. Tenía el mismo nombre, lo que despertó mi atención, pero era venezolano, nacido aquí en Caracas, y no creo que se parecía mucho a Janek —de hecho, ya no recordaba los rasgos de mi amor de niñez. No obstante, reconocí su mirada. La irrevocable sensación de hechizo. ¿Una hipnosis recíproca? No sé que palabras usar para explicártelo... Mejor ni lo intento: tú, menos que nadie, entenderías. Las palabras son construcciones engañosas, frágiles amparos de la realidad. Y tú, más que nadie, eres maestro en hacer y deshacerlas a tu antojo. Tiemblo nada más al anticipar la papilla de ridiculeces en la cual convertirás las que ahora te escribo. Pero sigo.
Eso pasó... ¡pero cómo se me ocurre recordártelo si ocurrió dos semanas apenas antes de la que iba a ser nuestra boda! Ya ves: tu actitud de borrar todo aquello del registro, como si no hubiese ocurrido nunca, ha logrado condicionar mi mente hasta tal punto que ya me disponía a contarte esas cosas como si no las conocieras. Lo que nunca supiste, Walter, querido, si es que tenga alguna importancia decírtelo hoy, es cuánto he llorado por ti todos eso años, y por esa vida que hubiéramos podido tener juntos y que tan estúpidamente deseché. Habría sido buena mi vida, mejor que ésta que llevo desde entonces; lo sé muy bien. Jamás te revelé mis arrebatos de arrepentimiento, pues lo hecho, hecho está, fui la única culpable y no tenía derecho a perturbar la felicidad que no tardaste mucho, debo decir, de construirte junto a Helena. Ella también siempre ha sido una amiga estupenda. Les guardo a los dos una inmensa ternura, y te doy las gracias por haber invertido la tuya en ayudarme a vivir durante tantos años difíciles, por no guardarme rencor y por haber sido el mejor de los padrinos para Toni, supliendo la ausencia de un verdadero padre. Tienes el don de banalizar la increíble nobleza de tus actos, como si fuese algo normal, como si cualquiera hubiera hecho lo mismo... y esta es la verdadera generosidad. Creo que nunca te había dicho eso tan simplemente: Gracias... Te lo digo ahora, con estúpidas lágrimas en los ojos; no sé qué hubiera sido de mí y de mi hijo sin tu constante protección y cariño. Porque todo se torció desde entonces y jamás logré enderezarlo. ¿Recuerdas cuántas veces intenté rehacer mi vida después y nunca resultó? ¿Recuerdas cuántas veces me salvaste de relaciones dañinas o francamente desastrosas? Por algún motivo sólo pudiste haber sido tú o sólo pudo haber sido él; no hay nada posible para mí en el medio...
Créeme que mis culpas las pagué con creces. La locura que conocí con Jan me dejó vacía de toda sustancia vital, condenada a añorarlo en vano por años y años de desvelos. ¡Qué terrible puede ser la falta de un hombre! De lo que fue aquella semana nunca pude hablar con nadie y mucho menos contigo... lo comprendes ¿verdad? Sólo con Helena, una vez... Ella sabe que siempre esperaré a Jan, se llame como se llame, al hombre que tenga para mí esa mirada que reconoceré en cualquier circunstancia, la que me atraviesa y me posee antes de cualquier contacto físico. ¿Será alguna maldición genética, un castigo que purgo desde mis vidas anteriores? ¿Y qué más podría ser? Debo confesarte que ninguna posibilidad, por más ridícula que fuera, ha escapado a mi desesperado afán de curar, o al menos comprender esa obsesión.
Veo la expresión de tu cara, amigo culto y escéptico, mientras estás leyendo mis arrebatos pasionales. Casi puedo oírte en este momento, recordándome con gentileza: Los hechos, Natasha... Bueno. Los hechos. Pues aquí están:
Jan Solaris desapareció misteriosamente el octavo día en aquella posada de la calle Los Duraznos. Salió a comprar cigarrillos y se desvaneció en el aire. Tal cual... ¡no hace falta esa sonrisa de complicidad masculina que veo aflorar a tus labios! Él no hubiera podido abandonarme. Lo sé. No obstante quedé plantada, con todo ese amor envenenando mi cuerpo y mente para siempre, y con la cuenta por pagar y el niño que aún no sabía se gestaba en mi vientre. Verifiqué: en la recepción nadie lo había visto salir. No había llegado al quiosco de la esquina. Lo busqué desesperada en el parque y por las calles. Lo busqué en todos los hospitales de Caracas y alrededores, lo busqué en la morgue y en los cementerios. Avisé a la policía exponiéndome inútilmente a cuantas mofas y comentarios machistas bien puedes imaginar. En mi desespero acudí —también yo— a un detective privado, quien tan sólo llegó a multiplicar incógnitas. Ningún Jan Solaris había vivido en la dirección que me dio el día en que nos conocimos, su número telefónico sonaba en una casa de familia donde nadie ha oído hablar de él, y tampoco ningún estudiante con ese nombre estaba cursando el postgrado de antropología en la UCV. ¡Ni siquiera existía tal postgrado en aquel entonces!
Seguí buscando hasta volverme loca, y así estaba cuando por fin viniste por mí a aquella posada: muda, sumida en una grave depresión. Pagaste la cuenta y no me preguntaste nada. Cuando mi embarazo se hizo evidente, meticuloso como siempre, te arreglaste con mi ginecólogo para hacerle el examen de sangre al niño — eso también lo sé— y luego no se habló más nunca de nuestro noviazgo. Por despecho, vergüenza —u orgullo tal vez— jamás te había revelado como terminó mi escapada con Jan; no parecías interesado en saberlo y yo preferí escudarme en la imagen de una cínica total. Gracias a Dios, no creo haber logrado engañarte. Nunca me retiraste tu amistad, Walt, tu mano, tu apoyo contra el mundo entero.
En cuanto a Jan, esperé su retorno durante meses y años... y todavía, como ves. Acudí a psicólogos y psiquiatras, me rebajé hasta síquicos y videntes de todo tipo... sí, lo hice, renegando por completo el universo racional que compartimos tú y yo. Sólo una de esas brujas logró darme alguna “pista”... (No te ríes, ¡te lo ruego!) Según ella, “Jan” era el nombre de mi pareja, mi hombre en la vida directamente anterior a ésta. Yo lo había traicionado bien feo... Me dijo (¡a mí, tan seria y responsable, siempre tan de fiar!): “tu clave vital es la traición”. Eso me sacudió: apenas le había dado el nombre de Jan y esa mujer no podía saber como te había traicionado a ti, mi novio, amigo y hermano, en esta vida actual... No me atreví a preguntar qué hice a aquel hombre, o más bien qué hizo la desgraciada que supuestamente fui en mi vida anterior; la vidente se limitó a decir que él “no pudo con eso”. Al parecer se suicidó por mi culpa, se quitó la vida de una manera horrible... horrible, insistió la bruja, pero no me dijo cómo ni yo quise saber los detalles. Lo interesante es el resto. Tras nuestro Tiempo lineal, explicó, existe un Tiempo cíclico que desconocemos. La gente que muere como ese hombre, con una enorme carga de amor y odio y con tanta violencia inconclusa puede crear interferencias, perturbar la impermeabilidad de los Tiempos, el orden más hermético del universo... Pueden pasar de un Tiempo al otro. Y así vuelven una y otra vez, de manera cíclica, vuelven hasta resarcirse y restablecer el equilibrio. En el caso del “mío” el ciclo era de diecisiete años. Diecisiete: fíjate bien. Eso dijo.
Era una bruja, claro... Escrito en esta carta nada de eso tiene sentido, pero te juro, Walt, que lo tenía en aquel antro oscuro lleno de incienso y figuras de dioses, frente a esa negra de energía hipnótica, cuyo rostro adquirió una palidez mortal mientras se concentraba en sus visiones. Fue la primera, sino la única persona que logró limpiar —como decía— mi aura, o por lo menos ayudarme a recuperar la paz necesaria para dedicarme al trabajo y a mi pequeño Toni. Pero siempre tuve la certeza de que Jan iba a regresar. De hecho, regresó ahora, diecisiete años después... Como un reloj. Ni siquiera tuve que verlo en el noticiero, lo supe con una seguridad abrumadora desde que leí su nombre en el periódico: Jan Solre, el gran antropólogo australiano.
Ocasioné un escándalo vergonzoso cuando irrumpí, histérica, en ese prestigioso medio académico. Ya te enteraste, supongo... Tú siempre estás enterado de todo. Tuvieron que sacarme por la fuerza, como a una vieja loca. Dijeron que me demandarán por acoso, si persisto en “achacarle” al profesor la paternidad de mi hijo: lo protegen como si fuera un gúru. Y desde entonces no puedo comer, no puedo dormir. Y no he encontrado ninguna manera de acercarme a él. Jan no reaccionó. También es cierto que no habla ni una palabra en nuestro idioma; parece mentira... Y sin embargo, sí. Es él. Yo lo reconocería en cualquier parte del mundo. Tiene esa mirada que recuerdo, aunque no parecía reconocerme... Walter, ¿qué hacer y qué decir para que me creas? Es él y no sabe que lo es.... por más loca que esta afirmación te parezca. Y si alguien tuviera aún las fotografías que nos tomó aquel detective, ese eres tú, Walt. Fíjate bien, como se le parece Toni. Entiéndeme, no quiero nada de ese hombre, todo lo que quiero es comprender. ¡Comprender! Ayúdame en esto, ¡te lo ruego!

Besos. Siempre tuya.
Natasha

From: “Walter Barral” <>
To: “Natasha Kaleski” <
nata@hotmail.com>
Subject: Re S.O.S.
Date: 6 febrero 2001

Querida Natasha
Me apresuro a contestar tu S.O.S, porque me imagino cuánto te costó parir una carta como esa... ¡Pobre amiga! Qué duro debe haber sido entregarme por fin ese secreto que durante tantos años celabas como tu último resquicio de libertad. Y también reitero que nunca debes dudar de mi amistad por ti. Creo haber demostrado ampliamente mi muy cómoda ausencia de cualquier rencor por el pasado. (Es más, Nata: no hubiera funcionado... Parece que soy mejor amigo que marido; al menos eso dice Helena).
Me pides “desempolvar” nuestro viejo expediente. Está bien. Pero tendrás que pagar el precio: escribimos siempre más de lo que podemos decirnos a la cara. Puede que tenga, también yo, algunas revelaciones para ti. Al leerte ahora no puedo evitar pensar en cuantas facetas tiene la realidad que nos rodea y como cada cual se obsesiona con un sólo y estrecho ángulo de visión. Banalidades, querida. Pero es cierto que a mí me fascinan los rincones oscuros de esta vida actual (¿deformación profesional?) en cuanto tú buscas respuestas en las bolas de cristal e hipotéticas vidas pasadas. A estas alturas de la vida y conociéndote como te conozco, mi egocéntrica y crédula amiga, y, todavía me asombra comprobar que ninguna vez te hiciste siquiera preguntas sobre mi conducta —mejor dicho, mi papel— en ese caso. ¡Insólito! ¿Por qué tanta bondad, por qué tan fácil perdón? Lo que no comprendemos se presta a infinitas interpretaciones, y, por no buscar más lejos, ese personaje secundario que soy en tu historia bien podría ser su protagonista oculto (una suerte de, cómo decirlo... ¿eminencia gris?) …y me refiero a tu vida, no estoy pensando solamente en los hechos de diecisiete años atrás. En lo que a esos se refiere, tal vez sea cierto que actué como lo hice porque (como lo asumiste entonces) no me costó mucho hacerlo, pues no te quise lo suficiente como para alterarme, yo, que no me altero nunca, que nada sé de pasiones, Y, ¿qué tal si no fuera tan simple? ¿Qué tal si, por ejemplo, a ese hombre lo hubiera matado yo mismo? O, mejor: ¿si hubiera contratado a alguien?
Hum... poco probable, ¿verdad? los muertos dejan más rastro que ese. Peor, pues: ¿y sí le pagué para que se esfumara? Tú misma viste al detective que no parecía esconderse. ¿Nunca salió Jan solo durante tus ocho días de felicidad? ¿Podrías jurar que tu amante no fue un simple canalla y el bueno de Walter no menos despreciable autor de tus desgracias? ¡Qué golpe a los mitos románticos que sostienen tu vida...! ¿Ni siquiera un asomo de sospecha? Por supuesto que no. Eres un enigma para mí, tan inteligente en ciertas cosas, y en otras: cero. Opacidad total.
Ojalá hubieras tenido el coraje de hablarme en vez de tanto escribir, daría mucho para ver tu cara en este momento, mi pobre Natasha, mientras estás leyendo las estupideces que acabé de teclear: menuda, pálida, tus ojos enormes de espanto, tu labio inferior temblando imperceptiblemente, tu linda boca entreabierta sin sonrisa. Te voy a confesar algo, Natasha: ¿Sabes que aún hoy —calvo, engreído y engañando a mi mujer con jovencitas—aún hoy, cuando veo ese labio temblar algo se contrae en mi vientre? Y eso, a pesar de que ya van diecisiete años desde que no quiero besar tu boca (eso sí que lo sabes muy bien, amiga, tú, que cada tanto tratas con mucha discreción de comprobarlo).
No me tomes demasiado en serio, querida. Me conoces: estoy bromeando. Me gusta jugar con las realidades y desde luego todo eso son bromas nomás. Bromas privadas, insisto, entre tú, yo... ¿y Helena tal vez? Aunque no recuerdo que ella tenga la clave ni el permiso de leer mis cartas privadas. Pero ¿qué se hace? Pensándolo bien, un buen matrimonio debe compartir las diversiones.
Está bien.
O.K... Basta.
Perdóname Nata querida y respira hondo: Voy a parar este juego. Perdóname, no pude evitarlo... OK. No más. Desde luego todas esas conjeturas sobre mis posibles actos tenebrosos son meras especulaciones. Palabra. ¡Ey! ¡Sacúdete! Soy yo. El bueno de Walter, el indispensable de Walter, el de siempre, sin misterio alguno. Desgraciadamente poseo esa cualidad aburrida de ser exactamente lo que parezco... Como tan bien lo has dicho, las palabras son construcciones frágiles y engañosas (te compro esta expresión), y yo me gano la vida con sembrar dudas razonables. Así que dejémoslo así y vamos al grano. No pierdo de vista que ésta es tu historia, no mía.
A propósito: te agradezco la confianza y el esfuerzo que hiciste para abrirme al fin tu corazón y desenterrar esas hondas verdades sepultadas bajo diecisiete años de tu gran arrepentimiento y mi infinita bondad de amigo, pendejo, padrino y protector... aunque casi todas las he sabido desde el principio. Bien conoces mi metódica curiosidad: no es por nada que en los tribunales me pusieron “Perry” (subentendido: Mason”...) ¿Cómo pudiste creer que me hubiera conformado aunque sea por un instante con tus explicaciones —o más bien con la falta de ellas? Por el contrario, siempre estuve al tanto de todas tus andanzas. Aún mucho después de que mi legítimo despecho se esfumara (sin mermar, por fortuna, la sólida devoción de amigo de infancia que siempre tuve para ti) seguí investigando por mi cuenta. Odio los cabos sueltos y misterios sin resolver, y debe ser por eso que me empecinaba en buscar al tal Jan Solaris aún años después de que tú renunciaste a hacerlo. Por cierto, tampoco esta vez he esperado tu email para investigar a fondo al antropólogo Jan Solre; lo hice apenas me enteré del estrepitoso escándalo que causó tu acoso al pobre hombre. En público... ¡Por favor..!
Lamentablemente los resultados que conseguí no tienen nada de concluyente. Helena no está de acuerdo conmigo, dice que los hechos, en vez de desmentir, más bien apoyan tus divagaciones esotéricas... Bueno. Ustedes se entienden. En lo que a mi respecta, Natasha, soy tan escéptico y racional como con toda razón lo subrayas reiteradamente en tu carta, de modo que me limitaré a los hechos, que son los siguientes:
Las fotografías: como adivinaste, están en mi poder y a tu disposición, cuando quieras, querida. Lástima que no son nada nítidas, (tienes razón, ese detective no era muy competente). Ninguna me sirvió. Por alguna razón no logró ni una sola vez agarrar a tu hombre de frente y todas sus imágenes salieron borrosas. Convengo en que podría presentar cierto parecido con el australiano (y con mucha gente), desde luego insuficiente para dar pie a averiguaciones jurídicas. No obstante, como ves, tu obsesión de todos estos años ha dejado huellas también en mí, por lo que decidí contactar a Jan Solre por mi cuenta. Nada de términos legales, por supuesto. Efectivamente lo tienen aislado al hombre, pero tengo mis entradas allí.... En fin, eso no interesa, nos presentaron y posteriormente aceptó mi invitación a cenar, de modo que pude sacar a colación algo de tu historia.
Es un hombre encantador, inteligente y dotado de gran sentido de humor. Un verdadero científico. Desde luego nunca tuvo ni la menor intención de presentar cualquier tipo de cargos en tu contra. También a mí, confieso, me intrigó un poco ese parecido que tiene con Toni y me he permitido mostrarle unas fotografías de mi ahijado. El profesor, aunque tan racional como yo, se quedó asombrado. Aún así, no accedió a realizarse las pruebas de ADN (consideró mi sugerencia francamente ridícula y no pude menos que estar de acuerdo con él) pero lo lamento, pues no cabe duda que el resultado hubiera terminado de curar de una vez todas las obsesiones de mi Natasha... Lo concreto es que hace diecisiete años nuestro antropólogo se encontraba en Nueva Zelanda, dedicado a su hoy tan conocido estudio del universo mítico de los Maoríes. Desde 1982 se recluyó por cuatro años en la selva, compartiendo las formas de vida de las tribus indígenas, sus costumbres y lenguaje. Tiene anotado en un diario lo que hacía, día por día: los científicos hacen eso, sabes. Me confesó que, debido a ciertas prácticas a las cuales se sometía a veces en sus ritos de iniciación como shamán, puntuales fallas de memoria interrumpen aquellas notas a lo largo de esa época, pero, ¡qué importa! Es un hecho comprobable que en febrero del 1984 no pudo haber estado en Venezuela, mucho menos contigo en Los Duraznos. Ni modo. Estaba en la selva neozelandesa a medio globo de distancia. Te puedo asegurar también que tal vez domine a la perfección el dialecto maorí y apostaría que también el de los yanomami, pero su español es francamente deficiente.
Casi se me olvida: lo que llamó poderosamente la atención de Helena fue el detalle de su origen: Jan Solre llegó a Australia a los quince años de edad. Nació en... Wroclaw, Polonia, la misma ciudad que tú. El mundo, querida Natasha, es un pañuelo.
No te preocupes mucho por haber perdido tu trabajo; era calamitoso, de todos modos. Tranquila: creo tener los contactos que necesitas. Ya hablaremos de esto. Ahora debo despedirme: tenemos junta a las diez y me están esperando.

Siempre tuyo, te abraza
Walter


From: “Helena Gardela de Barral”
To: “Natasha Kaleski”
Subject: hola Natasha
Date: 6 febrero 2001

Querida Natasha, perdónale a mi marido sus bromas e insinuaciones contigo, francamente de mal gusto; últimamente se está volviendo muy pesado. No le faltan problemas en el trabajo y debe ser esa su manera de desquitarse conmigo a falta de poder hacerlo con los clientes, el gobierno y el mundo entero. Por supuesto que tengo la clave de su email: él mismo me la dio. Lo que no impide que en cuanto al australiano todo lo que dice es cierto, lo investigó a fondo; ya lo conoces.
Lo que quiero decirte es mucho más importante: yo también logré contactar al profesor Solre, a espaldas de Walter. Sabes que no creo en casualidades, y, en este caso pareciera que son demasiadas. Su nombre, su profesión, su origen... Es cierto que es un hombre encantador. Hablamos. Le conté tu historia completa (cosa que mi marido fue incapaz de hacer) y logré despertar, eso creo, algunos recuerdos de su niñez en Wroclaw. O al menos su curiosidad científica. Jan Solre vuelve a Sidney este jueves y su agenda está, como te imaginas, muy apretada. No obstante quedó realmente intrigado. Y ésta es mi sorpresa: vamos a cenar con él el martes, tú y yo, (sin Walter: no te preocupes, él es quien no puede fisgonear en mi correspondencia) arriba en el Hiltón. Será nuestro secreto: ya tengo todo reservado ¿Qué te parece? En el peor de los casos aprenderemos algo de antropología. A propósito: ¿Sabes cual fue el tema de su principal ponencia en este congreso? “La Naturaleza Cíclica del Tiempo en la Mitología Maoríe”. Interesante, ¿no?
Sé bien que no hablas inglés, y por eso estaré yo, no creas que por curiosa ¡no – no! Para traducir, of course... en el caso que se te haya olvidado el polaco. ¡Llámame! (estoy al lado del teléfono...)

Un beso de
Helena

1 comentario:

Mariuska Arapé dijo...

Muy bueno el blog José. No sabía que mi primo Camilo Daza formaba parte de este grupo. Camilo: besos para ti. Saludos y besos José,
mc