viernes, noviembre 21, 2014

FRAGMENTO DE "LA VISITA": 
Sigue el primer día de mi protagonista, (Karlota Szkornik), en Caracas. Octubre de 1975
Contexto: Karlota viene  a Caracas invitada por su novio venezolano con quien primero dan una vuelta por los lugares mas apartados del país. El primer día en Caracas, él se ausenta por asuntos de trabajo y Karlota acompaña a su amiga, Julia, a la facultad de arquitectura, UCV, dónde esta tiene una correccion. 
Aunque sea una estricta ficción en cuanto a los personajes, no así el contexto. La narración oscila entre el día presente en Caracas y los antecedentes inmediatos en Suiza e Israel, con contrastes interesantes, creo, con esa Venezuela de antaño que se abre ante mi extranjera educada en Suiza  generosa, informal y hospitalaria... La Venezuela donde todo era fácil menos obtener una visa de  turista... porque todos los turistas se quedaban. Hum.


"Abandonamos la Cota Mil e inmediatamente perdí la escala de la gran ciudad, sólo apreciable de lejos. Durante unas dos o tres cuadras nos envolvió un tráfico descomunal, lleno de bocinazos de camiones y carros que zigzagueaban entre los canales, luego nos adentramos en una zona urbana ni antigua ni muy moderna, parecida a las que abundan en cualquier otra ciudad, y sin embargo diferente, porque las raíces de los árboles reventaban las aceras y los edificios llevaban nombres en vez de números y casi no había semáforos, ni señales de tránsito, ni flechas, ni nombres de las calles escritos en las esquinas — y digo casi, porque a veces un poste de señalización o una tablilla aparecían de pronto a modo de una sorpresa — y sin embargo Julia, como todos los demás conductores, avanzaba con la seguridad de los iniciados hasta que los edificios  se hicieron escasos entre las casas particulares y llegamos a la suya que se llamaba Malena —como su abuela materna, dijo— en una tranquila transversal de esa urbanización denominada, nunca nadie sabría decirme por qué, Los Palos Grandes. Su madre, que era médico, estaba en el trabajo y la abuela pasaba una temporada con sus otras hijas en los Andes.
Entramos, y me sentí inmediatamente cómoda en ese ambiente amplio pero sin mucho lujo,  donde destacaba un juego de sofás algo desvencijados y una mesa redonda llena de fotografías enmarcadas, en las que predominaba la carita de Julia niña, Julia con toga y birrete, Julia con su progenitora que se llamaba Belén y parecía más bien una hermana y con la abuela Malena que también lucía estupenda. Las tres exhibían la misma sonrisa blanquísima, la misma piel ligeramente dorada y una cascada de cabello negro, ya canoso en la más vieja. Sentí una afinidad inmediata con el perrito pequeño y ruidoso — algo como un foxterrier con  ascendencia callejera — que nos saltó encima en la cocina donde mi amiga preparó café para nosotras dos y para Zoraida, la joven colombiana que le decía Julia y y no llevaba uniforme de mucama y me dio un beso cuando nos presentamos. Algún día  Belén Machado iba a contestar una pregunta mía con su habitual sentido del humor, confirmándome que sí, existía una clase media en Venezuela, cómo no: la conformamos mi madre, Julia, Zoraida y yo. No podía saber aún que iba a incorporarme en las escuetas filas de la mencionada clase, pero me sentí extrañamente en casa. La habitación de Julia con su familiar desorden de planos y bocetos podría haber sido mía de no ser por los instrumentos de dibujo que me llenaron de admiración. Había un borrador eléctrico —mucho más eficaz que la consabida hojilla con la que se raspaba el papel hasta en el atelier de Paul Baudigny —; un complicado  tecnígrafo reemplazaba mi primitiva  regla “T” con sus dos escuadras; y otro invento compuesto por unas plantillas y las así llamadas arañas donde se enganchaba la plumilla, permitía caligrafiar letras de molde con la precisión de una imprenta. Tales adelantos tecnológicos aún no se usaban en Suiza. El día seguía siendo hermoso cuando le ayudé a enrollar sus últimos dibujos y a llevar al carro una rudimentaria maqueta de estudio, y el escarabajo Volki volvió a sumergirse en el tráfico rumbo a la Ciudad Universitaria.
El  proyecto de mi nueva amiga tenía muy buenas ideas pero me llamó de inmediato la atención que carecía de concepto estructural. Era un mercado municipal, y Julia había ideado una edificación  circular, con tres pisos de balcones abiertos hacia la zona central techada por una cúpula de vidrio. Un estrecho bloque de rampas y escaleras  atravesaba todo el espacio en una búsqueda formal de geometrías contrastantes. 
¿Cómo aguanta esto? pregunté bajito y me contestó apenada que todavía no había pensado en eso, que lo resolvería al final. Los profesores que me inculcaron pensar la estructura como parte del concepto funcional y estético la habrían raspado sin la menor clemencia tan sólo por esa respuesta, pero al parecer, aquí no eran tan estrictos. Había muchos estudiantes en el aula y muchas aulas en ese edificio (asombrosamente grande en comparación con mi pequeña y exclusiva facultad en Lausanne): magnífico ejemplo de arquitectura tropical donde nada estaba completamente cerrado y los muros macizos contrastaban con el claroscuro de las celosías y los bloques calados. Mientras ayudaba a Julia a desplegar sus bocetos y a colocar la maqueta sobre una mesa, pregunté cautelosamente si podía hacerle unas sugerencias y ella asintió con el ansia de verdaderos necesitados. Había llegado hasta ahí,  dijo, y no sabía cómo seguir. No sabía cómo infundirle realidad a ese objeto.
— Si tienes alguna idea, Karlota, ayúdame, please, porque estoy muerta.
¿Idea? Yo tenía miles de ideas. No era difícil porque su mercado estaba bien pensado y faltaba apenas un empujón para librarlo de ese aire inseguro y abstracto que caracteriza a menudo los proyectos de los estudiantes. Le sugerí independizar estructuralmente el volumen diagonal, que abrigaba las rampas y las escaleras,  y desplazarlo un poco para eliminar la rigidez de la simetría; le hice ver que ese mismo volumen podía  romper el círculo y  prolongarse hacia afuera marcando dos entradas opuestas. Con o sin razón, Julia no quería columnas en la zona del mercado, pero le gustó la idea de colocar seis gruesos mástiles de hierro en el espacio central unidos por unos anillos donde apoyarían en forma radial las vigas transversales de esas galerías que en su proyecto todavía colgaban en el aire. Me entusiasmé con esos mega-postes, confieso. Podrían ser unos cilindros huecos o esbeltos conos en chapa metálica, equipados por dentro con escaleritas de mantenimiento y tubería eléctrica para colgar reflectores, altavoces y pantallas televisivas;  podrían —como árboles—  abrirse hacia arriba en ramas y ramitas que serían los nervios del techo de vidrio: era una idea con muchas posibilidades. La mezcla idiomática que usaba para explicarme debió de ser infame,  pero las ideas se comprendían perfectamente con la ayuda de unos bocetos en papel cebolla. Me detuve por fin abochornada al darme cuenta de que otros alumnos se estaban congregando alrededor de nosotras: ¿no habría ido demasiado lejos? Mis mejillas ardían, pero Julia estaba encantada. Yo no había trastocado su proyecto, tan sólo le puse carne y esqueleto y era exactamente la clase de empujón que necesitaba para salir del atolladero. ¿Y qué opina usted, profe?, preguntó alguien, y sólo entonces me percaté de la presencia de un hombre mayor que se había acercado con sigilo en algún momento y al ser interpelado se puso a batir las palmas con una afectada mesura.
Bravo mademoiselle… o sería madame? Con una asistente como usted no necesito molestarme en hacer correcciones — dijo en un perfecto francés  —. Luego le palmeó cariñosamente la espalda a Julia  y pidió que le presentase a su amiga.

Fue así como conocí a Hanson Beck del Valle, dueño de una de las oficinas más prestigiosas y pujantes de los años setenta, quien también, como muchos arquitectos de Caracas, daba clases en la Facultad. Era un individuo corpulento con una irónica mirada azul  (heredada probablemente de sus ancestros anglosajones) y gruesos labios de sibarita, no exento del atractivo que emana de algunos hombres feos y gordos por la pura fuerza de su personalidad. Descubriría después que raras veces se mantenía inmóvil y que hacía pensar en un toro cuando hablaba caminando con la cabeza gacha, como si fuese a embestir a sus interlocutores, su ancha frente tendida hacia adelante y los pulgares enganchados en el cinturón; pero cuando fumaba, usando una larga boquilla con filtro, se plantaba derecho como un caballero británico e, invariablemente, ensuciaba sus carísimos sacos de exclusivas marcas italianas, sacudiendo la ceniza por encima del hombro izquierdo. El cabello canoso y abundante le caía sobre los ojos en un corte escandalosamente juvenil. 
—Venez ici, Karlota — me invitó después de que Julia le dijera mi nombre. Me remolcó del brazo hacia una de las otras mesas donde un chico alto y paliducho exponía bocetos de una torre de oficinas. — ¿Ve  esto? Mire bien. ¿Qué le parece: funciona o no funciona? 
Traté de escapar de opinar, pero fue imposible. Me dijo que tomara mi tiempo. No me gustaba ese proyecto, pero pude reducir mis objeciones a un problema funcional  irrefutable. Era fácil. Evidente.
—La trama estructural no funciona en los sótanos de estacionamientos. Es demasiado grande para dos carros e insuficiente para que quepan tres, porque no toma en cuenta el grueso de las columnas.
—Muy bien: Dos minutos veinte segundos — afirmó en español, como si hubiera cronometrado mi tiempo de respuesta. Nos reímos todos, hasta el aprendiz de arquitecto, no muy contento pero deseoso de agradar a su profesor con quien se enfrascó enseguida en una larga discusión. Luego avanzamos hacia otras mesas. Escuché las críticas de Hanson Beck impresionada por su inteligencia, visión espacial y rapidez. Cuando se detuvo de nuevo delante del proyecto de Julia, giró bruscamente hacia mí y preguntó:
—Y qué opina usted, Karlota, si creamos una torre de circulación totalmente separada del cuerpo principal del mercado, ¿le parece posible?
—Todo es posible. Pero no es la idea de Julia. La diagonal que ella plantea es funcionalmente justa y estéticamente tiene muchas posibilidades.  La verdad es que me gusta tal como está.   
—Y a mí me gustas tú — admitió, saltándose las fórmulas de cortesía en francés, con una sonrisa sorprendentemente hermosa en una cara tan poco agraciada— ¿Qué les parece, chicas, si almorzamos? Las invito a una pizza.

Bajamos a la cafetería de la facultad en la planta baja donde por suerte conseguimos una mesa y el profesor trajo las pizzas desde la barra en unas cajas de cartón. Algunos estudiantes se encargaron de cafés, servilletas y bolsitas de azúcar. Se notaba el gozo que le procuraba a Hanson Beck hablar en francés y lo hacía de manera impecable con un fuerte acento español que me pareció chocante aunque probablemente no fuese peor que el mío. Julia estaba visiblemente encantada con la vuelta que estaba tomando la situación y yo me sentía cada vez más contenta, muy cercana de pronto a la Karlota que había sido hasta hacía poco en Lausanne, compartiendo una pizza caraqueña —mucho más sabrosa, dicho sea de paso, que las suizas— con ese brillante conversador que nos miraba derecho a los ojos, a Julia, a mí y a los otros chicos que se habían arrimado a nuestra mesa y trataban de no perder ni una palabra cuando las traducía al castellano. El profesor había ido a Paris ese mismo año y nos habló de las obras de La Defensa y del Museo Pompidou, haciendo croquis sobre las servilletas de papel que los muchachos se repartían con una codiciosa veneración. El sol se colaba agradablemente tamizado por las pérgolas y era un gusto estar allí, en ese espacio alto, palpitante de conversaciones y risas, unido a otras facultades de la Ciudad Universitaria por anchos pasillos cubiertos con conchas de concreto y amplias zonas verdes, donde muchos estudiantes discutían en grupos o leían acostados en la grama.
—¿De dónde vienes? — preguntó con esa irreverente familiaridad que permite la pertenencia al mismo gremio o, tal vez, porque desde la posición que tenía, Hanson Beck podía tutear a cualquiera. Se refería obviamente a mis antecedentes académicos y precisé que me había graduado ese mismo año en la Escuela Politécnica Federal de Lausanne. 
—No le dijo que se había graduado cum laude—  completó Julia: en ese momento yo era su creación personal. El hombre emitió un silbido de aprecio.
Esa no es una escuela fácil, ¿verdad, Karlota?  Para que sepan, explicó en español para el beneficio de los alumnos: esta señorita, así como la ven, viene de una escuela de Arquitectura más exigente que ninguno de ustedes habría aguantado, y yo me reí, asegurando que el diablo no era tan malo como lo pintaba: tan sólo fue difícil, realmente difícil, el primer año.  
Nunca en mi vida hubiese anticipado que en mi primer día en Caracas encontraría a alguien que hablara francés y conociera perfectamente la fama de mi escuela, —el Harvard de Europa, según él, en lo que a nuestra profesión se refería —,  alguien que intercambiaba correspondencia con Levrand, nuestro rector, y conocía los trabajos de Paul Baudigny que salían publicados en revistas de arquitectura suizas y francesas.
—¿Y qué haces aquí, preciosa? ¿Dónde aprendiste español?
—Todavía no lo aprendí…
—Karlota vino de visita —informó Julia—. Tiene un novio venezolano.
—Dichoso el novio. ¿Es arquitecto también?
—¡No!—contestamos en coro y nos reímos por haberlo hecho tan enfática y apresuradamente como si no ser arquitecto fuera una valiosa ventaja.
 —Y cuánto tiempo te quedas?
Julia abrió la boca para decir algo y la cerró cuando contesté que todavía no había confirmado una fecha de regreso.  Algo apagó su deslumbrante sonrisa pero, con el rumbo que iba a tomar la conversación, no lo vi, o no presentí su importancia. 

Me sentía revalorizada y mi termómetro de felicidad seguía subiendo y subiendo durante ese almuerzo en el que volvía a ser yo misma con cada bocado de mi pizza, después de desempeñar durante dos semanas el papel exclusivo de amante de Francisco. Increíblemente, otra vez la fórmula de Jacques que consistía en no provocar el futuro estaba funcionando para mí. El futuro venía solo y me tendía la mano encarnada, literalmente, en la mano de Hanson Beck con sus dedos cortos y uñas bien cuidadas que se abrió en un gesto de oferta cuando me pidió sin ambages que viniera a trabajar para él. Le sobraba trabajo,  dijo, necesitaba arquitectos, y yo había pasado ya mi examen de admisión. Además, con la mera mención de la Escuela Politécnica Federal de Lausanne, habría sido suficiente.  
La vida se repetía  insistiendo en corregir lo que se había torcido: ya había vivido una situación idéntica dos meses atrás en la recepción de Paul Baudigny y en la terca ilusión de trabajar en una oficina de gran prestigio que iluminó como el faro de un puerto seguro mis siguientes seis semanas  en Israel. Sabía por Julia que Beck del Valle no era un arquitecto cualquiera: como  Baudigny, también él era una estrella en su país. Y yo iba a comenzar mi vida profesional trabajando para un arquitecto-estrella: eso siempre estuvo claro para mí. Me había limitado a sonreír con compasiva soberbia cuando mi padrastro detallaba sus gestiones con el ingeniero municipal de Haifa, quien, en memoria de los tiempos en que ambos habían luchado en las filas de Haganah contra el mandato británico, le prometió un puesto para mí en su despacho. Estaba loco Arie Gur al pensar que después de cinco años de estudios en la mejor escuela de Europa iba a conformarme con el trabajo de una funcionaria que revisa proyectos de otros para otorgar permisos de construcción. Pero tomé el tren a Haifa y me entrevisté con aquel ingeniero tan sólo para honrar su esfuerzo.   
Fue un viaje agradable. El hombre era un galán otoñal que nos invitó a comer, y digo “nos” porque mamá vino conmigo: ese verano aprovechábamos cada ocasión para pasar tiempo juntas. Ella entendió por qué hacíamos el viaje aunque  también sabía que su hija no iba a conformarme con un trabajo administrativo. A los cincuenta y ocho años de edad Alina todavía atraía miradas como un imán, pero ya no reaccionaba a ellas con una actitud de helada indiferencia y ese recelo de gacela huidiza en los ojos; fue la primera vez en que la vi contestar con una franca sonrisa de contento los homenajes que el ingeniero municipal de Haifa rendía a su madura belleza. Tenía ya arrugas en las sienes y las mejillas ligeramente caídas, y aunque no había engordado mucho, su figura había perdido la esbeltez; pero la merma en esa belleza sin falla que toda la vida había sido suya se compensaba con creces con la dulzura y la seguridad de los ademanes. Tenía muchas amigas ahora. Parecía que con el tiempo la gente del moshav había comenzado a quererla y la aplaudía a rabiar en las fiestas y las reuniones de vecinos en las que mamá cantaba a menudo esas viejas canciones israelíes que conjugan las palabras en hebreo con melodías de nostalgia rusa.
Fue la primera vez desde los años de nuestra vida con papá en la calle Tzeitlin, cuando también la escuché cantar mientras servía la cena, con ese mezzosoprano prodigioso que había arropado los días de mi infancia. Mis ojos se aguaron y los suyos también cuando encontró mi mirada, sonrió y siguió cantando. Tardé en ponerle  nombre a ese momento,  tardé en reconocer que esa predisposición a felicidad cotidiana era mía, que al fin y al cabo, aunque no heredara su belleza, algo valioso me había transmitido mi madre. Yo también amaba las rutinas como las de la calle Tzeitlin, como las de mi vida de estudiante en Lausanne, como las que aún desconocía pero que iban a ser mi plancha de salvación  al inicio de mi vida en Caracas. Alina brindó un apoyo incondicional a todos mis planes,  aunque los habría preferido diferentes, aunque presentía que me estaba perdiendo. Tu papá estaría orgulloso de ti, repetía a menudo la misma frase litúrgica con la que solía avalar su propio orgullo, refiriéndose al brillante trabajo que me habían ofrecido en Suiza. Lo que me extrañaba un poco era su apasionada aprobación de la otra parte de la moneda: mi decisión de viajar a Venezuela. Y era algo más que un apoyo materno.    
 —Tu padre decía que el amor es peor que la diarrea — recordó con una sonrisita cómplice (entre las dos disponíamos de un chiste de papá para cada ocasión) cuando una vez, acurrucada como me gustaba contra el cuerpo de mamá, le hablé de mi amor y mi añoranza de Francisco  y le conté por fin que me había regalado ese pasaje para Caracas, nuestro seguro contra la vida y el tiempo. Esas conversaciones siempre tenían lugar de noche, cuando se acomodaba a mi lado en el sofacito de la sala, donde yo dormía en mis visitas a Beit Yehoshua.
—No existe seguro contra la vida y el tiempo, Lotka, ellos siempre ganan la batalla, tarde o temprano… Sólo hay un momento. Ve y vive el tuyo. Ve, mi amor.   
—Es sólo una visita, mami. Al menos por ahora. Volveré para trabajar con ese arquitecto en Suiza: no puedo desperdiciar eso. 
 —Es lo que piensas. Pero yo sé cómo te sientes. Sé cómo se siente estar al borde del abismo. El abismo de estar enamorada. Y ese deseo incontenible de desaparecer con alguien lejos, muy lejos, en un país desconocido aunque fuese muy frío…
—¿Mami…?   
  Se me erizó la piel. Venezuela podía ser cualquier cosa, menos un país frío. Alina tenía los ojos velados por las lágrimas, y sentí la fuerza con la que trataba de transmitirme algo que no tenía nada que ver conmigo, una experiencia íntima que había sido de ella y sólo de ella. No estaba hablando de papá, y por supuesto, no podía tratarse de Arik. Qué poco conocía yo a mi madre. Qué poco la conocíamos todos.
—Eso, lo que me estás diciendo, mami,  ¿tú lo has sentido alguna vez?
Ella parecía estar todavía en su lejanía soñada donde, contrariamente a la mía, hacía frío, y antes de volver al presente, asintió varias veces con la cabeza: sí, lo había sentido. Luego se reprendió, enjugó las lágrimas y me revolvió el cabello, haciendo trizas el momento, evadiendo hábilmente mis preguntas. Sólo había tratado de identificarse conmigo. ¿Quién no habría sentido alguna vez un deseo así? Ni siquiera hacía falta un hombre concreto para soñar con escaparse lejos con él, dijo. Ya se estaba escapando, esta vez de mí:   volvía a ser ella misma, mamá, Alina, juguetona e impenetrable. Pero no me quedaba ni una sombra de duda de que en la mente de mi madre había un hombre concreto, bien anclado en algún rincón del pasado. Una puerta se había abierto arrojando una luz sobre tantos comentarios anteriores de ella, siempre desconfiados o francamente negativos cada vez que yo le mencionaba a Francisco, reacciones que yo atribuía a mi obstinación de enamorarme de un hombre extranjero —débil e impredecible, como lo había calificado Benedictine y Alina adoptaba los mismos calificativos aún sin conocerlo— , las achacaba a su postura irónica frente a la idea del amor en general, comprensible en una mujer de su edad y en particular en ella, que toda la vida había tenido que defenderse del asedio de los hombres. Nunca antes había sospechado que podía tratarse de algo más: como todas las madres, la mía era una santa. Fue el primer vislumbre de un recuerdo agazapado en su alma de alguien que ella  hubiese amado, con quien hubiese querido desaparecer muy lejos, —más tarde llegaría a pensar que también a ella la habían defraudado como Francisco iba a defraudarme a mí — pero la puerta se volvió a cerrar y no insistí, no quise indagar más, por discreción y respeto, por el pavor de saber y la típica cobardía de los hijos. Por la típica cobardía de Karlota Szkornik que siempre prefería vivir con los ojos cerrados.

Esa vez fui cariñosa también con Arie Gur. Mamá había vuelto a cantar, y eso valía oro para mí. De alguna manera era el mérito de ese hombre canoso y tenaz a quien yo siempre había juzgado aburrido y que se encogió de hombros con benevolencia cuando traté de explicarle por qué no me apetecía trabajar en una oficina de ingeniería municipal. Arik actuó de buena fe  —  al fin y al cabo me había encontrado un empleo en los tiempos en que esos no corrían por las calles, y con un sueldo seguro, ¿no? — y poca diferencia veía entre ese puesto y una oficina donde se diseñaban proyectos. Mucho menos vería una diferencia entre una oficina de proyectos y otra, si ni siquiera mi mejor amiga la veía. Hablo de Ruti, por supuesto, quien a pesar de su avanzado embarazo planeaba seguir sus Estudios Sociales en la Universidad de Neguev en  Beer Sheva, la misma Ruti que debía recordar nuestros sueños de jovencitas que habían sido suyos antes de ser míos, ya que fue ella la que tanto deseaba estudiar arquitectura. Ruti me entendía, claro que sí, pero se empeñaba, para mi bien, supongo, en bajarme los humos con ese realismo excesivo que se había agudizado en ella desde que se había casado, no exento, presentía, de cierta envidia, porque yo culminé la carrera a la que ella había renunciado, y aunque estuviera feliz con la vida que llevaba, algo en ella necesitaba colocarme en un despacho municipal u oficina de producción estandarizada para confirmar que, al fin y al cabo, ella no se había perdido gran cosa. Lo mismo pasaba con Rivka en Jerusalén y con todos mis amigos en Tel Aviv que se peleaban por acogerme en sus casas: todos querían verme de vuelta en mi tierra y seguían empeñados en presentarme —ya no muchachos solteros, cada vez más escasos— sino arquitectos; y  todos invariablemente conocían a uno, con quien me iba a entrevistar sin muchas expectativas, por puro escrúpulo de quien no deja de ponderar ninguna opción aunque sea para reforzar la decisión que ya ha tomado. ¿O tal vez lo hacía para tener un pretexto de recorrer las amadas calles de Tel Aviv fingiendo ante mí misma que no estaba sólo de visita?  En todo caso, el panorama laboral en Israel no era muy alentador.  
El problema, como dijo Ruti en una de nuestras tardes de hacer y rehacer el mundo  cuando el viento llamado khamsín hacía hervir el asfalto en las calles —, Ruti, recostada como siempre a mi lado en la pila de cojines en el piso, esta vez con un bebé de ocho meses que le abultaba el vientre —, el problema no era tomar la decisión correcta, el problema era que tras cada decisión tomada, tras cada camino escogido, se agolpaban renuncias a otros caminos y a otras  posibilidades, a las personas que nunca serías, a la gente que no llegarías a conocer y lugares que no verías al abrir los ojos cada mañana, y reíamos porque el bebé la pateaba por dentro cuando estaba de acuerdo con los argumentos y llorábamos tan sabroso como sólo con ella se podía reír y  llorar por esas renuncias que crecían y crecían a medida que pasaban los años, y esas  inevitables montañas de vidas descartadas  terminarían por ahogarnos,  tanto a ella que había escogido caminos seguros, rodeada de los suyos, como a mí, la desarraigada, la rebelde sin causa, la que siempre parecía tan libre y no lo era en absoluto.
Y así seguí con mi tarea de descartar caminos y posibilidades  hasta que llegó septiembre y, tras soportar otra vez la sensación de íntimo desgarro que me acometía al despegar el avión, volví a Suiza con la sensación del deber cumplido y la conciencia patriótica tranquila: lo había intentado, en serio, había dedicado mi verano a buscar trabajo en Israel pero no encontré nada que igualase la oferta que me había hecho Paul Baudigny cuando terminamos de graduarnos.

  No me esperaba el golpe que me iba a asestar Jacques  —quien, como siempre, estaba al tanto de todo y como siempre carecía de tacto— apenas nos abrazamos en el aeropuerto de Ginebra. Me tenía una mala noticia, dijo: Paul no puede emplearte. 
—¿Qué me estás diciendo? —pregunté— ¿Cómo que no puede?
   Baudigny me había dado su palabra.
Jacques estaba sinceramente triste, abochornado y, sobre todo, furioso, con Suiza y su taimado fascismo, con la vida en general y consigo mismo por tener que ser el mensajero del desastre. No era culpa mía. No era culpa de Paul. Era el sistema. No llegué a asimilar plenamente que todo lo que me dijo fuera cierto hasta el día siguiente cuando me presenté en el atelier de Baudigny y escuché la confirmación de los labios del propio Paul, educadamente apenado conmigo. Aún estaba perplejo de que su notificación de incorporarme a su equipo de trabajo hubiese chocado contra el muro administrativo de las nuevas leyes denominadas leyes de Schwartzenbach y puestas en práctica muy recientemente para controlar la inmigración. Los dichosos suizos ni siquiera conocían  las  leyes de su propio país. La mayoría de ellas funcionaban bien y  funcionaban solas, como todas las cosas en Suiza, y ¿para qué necesitaban conocerlas mientras no les tocaban a ellos? Tocaban a los no-suizos, a los portugueses que venían para trabajar en los campos durante los meses de verano, tocaban a los latinos que desempeñaban trabajos manuales y domésticos, tocaban a los extranjeros, a los inmigrantes. Como yo. Sorpresa: para los efectos de la ley era una inmigrante tan nueva como si ingresara al país por primera vez: los años de estudios no contaban. No podía creer – ni él, debo decir – que para el sistema reglamentario lo mismo daba una arquitecta graduada cum laude en la escuela más prestigiosa de la Suiza Romana que la dominicana que limpiaba los baños y no entendía una palabra de francés: la absoluta democracia  de la exclusión nos igualaba a las dos en la categoría de unidades extranjeras  que un patrono suizo podía o no podía emplear. Los cupos para esas unidades estaban racionados a cuenta gotas a razón de cierto número asignado para cada canton y el de Vaud ya había agotado el suyo: en este año y el próximo nadie podría emplear más inmigrantes en Lausanne y en sus alrededores. Y en caso de que se abriera un cupo, la dominicana me llevaría una ventaja indiscutible: había muchos candidatos suizos para mi trabajo, pero muy pocos para el suyo. 
De los diecinueve que nos habíamos graduado en julio, quince ya estaban trabajando en Suiza —en el atelier de Baudigny aterrizaron finalmente mi chino Kian y el gordo Valenburg  —, pero eso no había sucedido con los cuatro extranjeros. Bellani ya estaba de vuelta en su Roma natal, y el francés Calvy en Marseille.  Luis Olandia, el más problemático de todos porque era salvadoreño, iba a probar suerte en Estados Unidos donde hacía tiempo ya vivía su extensa familia de refugiados políticos, y Karlota Szkornik, de nacionalidad israelí, tendría que hacer sus maletas y regresar a Tel Aviv. En la práctica, al expirar mi visa de estudiante y sin un permiso clase B, sujeto a la constancia de trabajo, sólo podría permanecer en Lausanne como turista. Registrada en algún hotel o como invitada, por ejemplo, en la casa de Jacques, porque no se podía estar en Suiza sin un domicilio declarado.  
—Te queda eso, o te casas conmigo — anunció él en la mesa con su lento acento nasal de cantón de Vaud— Piénsalo, amiga: un macho suizo de pura raza no es algo que se descarta en tu miserable situación. Y como beneficio colateral, tendrías una residencia inmediata y harías feliz a mi madre.
Vivianne Merault, quien efectivamente me quería mucho, me abrazó cariñosamente y el padre de Jacques asintió con entusiasmo, y nos reímos todos porque no era secreto para nadie que en cuatro días iba a embarcarme en el avión para Venezuela ni por qué viajaba, y aunque ambos compartían la antipatía que su hijo le profesaba a Francisco Estévez, me desearon la mejor de las suertes cuando Jacques me llevó al aeropuerto. Todas mis posesiones recogidas de mi domicilio anterior en Rue de la Tour quedaron depositadas en un baúl en el desván de su casa.  Algunas todavía están allí, veinte años después: mis libros y proyectos  universitarios, mi ropa de invierno, el paquete de las cartas de Francisco y ese Álbum de Varsovia que encontraría algún día, muchos años después, en la casa de mi padrino en Plock.
Así que mi brillante futuro inmediato se estaba deshaciendo en la nada. Baudigny había introducido una petición al mismísimo Consejo Federal para derogar esa medida para mi caso, pero no me ocultaba su pesimismo en cuanto al resultado de su gestión.  No obstante, yo me rehusaba a creer que Suiza había terminado para mí, al igual que el sueño de trabajar en ese atelier. Parecía un absurdo imposible, un chiste, un error. La petición existía: Paul me enseñó la copia recibida, y antes de la sentencia de la respuesta definitiva todavía estaba en pie su oferta de trabajo y podía ilusionarme con ella justo lo suficiente para irme a Venezuela sin pensar mucho en qué haría después. Porque aún tenía una carta de felicidad escondida en la manga, aún quedaba por delante el viaje y aún quedaba Francisco. Y luego, todo podía pasar. Al futuro no había que provocarlo, ya lo sabía: el futuro iba a venir solo.
Esa descabellada teoría de mi juventud parecía verificarse ahora, el primer día que pasaba en Caracas, cuando una posibilidad fallida en Suiza se estaba repitiendo al otro lado del Atlántico como un sueño que persiste en volver. Lo poco que sabía de Hanson Beck del Valle ya dejaba presagiar lo fabuloso que sería trabajar con un arquitecto tan brillante como él. Fue como si mis fallidas gestiones en Israel y el derrumbe de las expectativas con Paul Baudigny confluyeran para reservarme algo mejor, porque definitivamente esta oferta era mejor, era lo mejor que me podía pasar: esa oferta no era tan sólo un buen trabajo, significaba quedarme al lado de Francisco. Eso pensé, porque yo nunca dejaba de pensar en él, mientras Hanson pronunciaba con toda su petulancia tropical la misma frase en francés que me había dicho Paul Baudigny —rígido como un palo, él— en aquella recepción en Lausanne: puedes comenzar mañana mismo, si quieres.
Mi cabeza daba vueltas.
— Se lo agradezco, profesor, pero ¿Cómo que mañana mismo?  Yo estoy aquí con una visa de turista válida por dos meses. No tengo siquiera mi título traducido, ni nada.
El camino lógico habría sido volver a Lausanne, ocuparme de todo ese papeleo académico y consular (que ya conocía por haber tramitado el título de Francisco) y solicitar una visa de inmigración en regla, en base a una carta suya. Comencé a detallar ese procedimiento y Hanson Beck se echó a reír.
—Santo Dios, Karlota. Te puedo asegurar que por un camino tan rabiosamente legal nunca llegarás a ninguna parte.  ¿Crees que esto es Suiza, o qué? Esto es Venezuela. El país de las oportunidades. Aquí no hay turistas. ¿Acaso te dieron la visa de turista así como así?
Tuve que admitir que no, recordando cuánto me extrañó, al organizar  las fechas de mis viajes, toparme con  la sorpresa de que necesitaba una invitación. Francisco tuvo que responsabilizarse de mis gastos y de mi regreso en una declaración jurada enviada al consulado venezolano en Berna: un trámite pesado y largo, que sólo se concretó en un sello en mi pasaporte cuando volví seis semanas más tarde de Israel. Cada país y sus trabas administrativas, había pensado entonces. Pero Hanson me aclaró las razones de esa disposición:
—Es porque aquí no hay turistas, Karlota. Qué turistas.  Quien llega, se queda, eso es lo que pasa. Y especialmente, si se trata de gente de nuestro ramo, arquitectos, técnicos, constructores… ¿Viste cómo bulle esta ciudad?
—¿Y mi permiso de trabajo?
—¿Para qué necesitas permiso? ¿Para trabajar? Ya tienes el mío, ma chère, y con mi bendición. Quédate de prueba un par de semanas y si tú y yo estamos contentos con el arreglo, te redactamos una constancia de trabajo y te sacamos la residencia en un dos por tres. Tengo un gestor que se ocupa de esos trámites, para que no pierdas tiempo ni dinero. En cuanto a tu título, por supuesto que debes traerlo y revalidarlo en el país… más tarde, con calma. Yo no necesito de eso para creer que lo tienes. Vente mañana a mi oficina y hablaremos de los detalles.  Lo importante es que ya estás aquí. Y todo el resto se arregla, créeme.
—¿Cómo que se arregla?

—Así —Hanson chasqueó los dedos — . Tarde o temprano, se arregla. Palabra. Ya lo verás. Esto no es Suiza, ma chère: esto es Venezuela.