Retomo este espacio para postear un fragmento de mi "cuento de hadas urbano" del libro Para no perder el hilo". Los hechos del 27 de febrero de 1987 focalizados por dos protagonistas preadolescentes Robi y "Barbie" de una urbanización ficticia, pero muy parecida a Chacaito, en un relato que puede ser fantástico y puede ser que no.
Fragmento de ‘EL QUIOSCO DE NILDA” ,
de
“Para no perder el hilo”, Literatura Mondadori 2009
Podrían
pasarse la vida entera fantaseando con los mundos subterráneos, pero se
cuidaban de no acercarse al quiosco. Ni siquiera Barbie, la intrépida, proponía
pasar a la acción. Ya
habría tiempo para esto. Mucho tiempo
hasta el final de las clases en julio. Toda una vida.
Pero
la vida nunca es tan larga como uno la planea.Y no había terminado el mes de
febrero cuando estallaron los disturbios.
Fue
como una explosión de pólvora. La agitación había abrazado simultáneamente
varios focos en la ciudad pero nadie creía que los gritos y aullidos de sirenas
se saldrían de las pantallas de los televisores e invadirían también, y tan
rápido, la esquina de nuestro Conjunto donde ya a las once de la mañana la
gente se desbandaba sin control por la calzada impidiendo el tránsito de los
vehículos. El aire se llenó de bocinazos y aullidos de sirenas. Por motivos de
seguridad no hubo escuela ese día y Sandra llamó desde su trabajo rogándole a
Robi que por el amor de Dios se quedara quieto y no se moviera de la casa; cuida
de tu abuela, le recomendó con una pobre astucia. Y sin embargo Barbie estaba
en el medio de ese bullicio, Barbie, que no le hacía caso a nadie y se había
ido a la copiadora justo antes de que se encrespara la ola humana, mientras que
él, desde su puesto en el balcón veía con una opresión desconocida en el pecho
como la turbamulta crecía en la
calle. Nunca había presenciado algo así. Dos policías daban
impotentes pitazos, retrocediendo, llamando por la radio portátil para pedir
refuerzos, pero eso no duró mucho: en un dos por tres, hombres y mujeres los
rodearon a empellones y los aparatos desaparecieron entre sus manos extendidas.
Uno de los oficiales logró escabullirse rozando las paredes, el otro no se veía
más por ninguna parte: se quitó la gorra y la camisa del uniforme y se diluyó
en la multitud con su cara sudada y el torso desnudo. Alguien —él mismo, tal
vez —se había hecho con una pistola y pegaba tiros al aire provocando la huida
centrífuga de la gente, que lo expuso por unos instantes, hombre solo y
poderoso con el arma en la mano, en el medio de un círculo vacío. Luego, el
círculo volvió a cerrarse.
Y
Barbie se había ido a la copiadora.
Murmurando
plegarias con el noticiario a todo volumen la abuelita no se percató cuando,
desoyendo las advertencias de su madre, se escapó con sigilo de la casa. Bajó corriendo
las escaleras, atravesó el hall de entrada, la puerta, la vía interna del
conjunto. El impacto con la calle casi lo deja atropellado: la gente se metía
en oleadas dentro de la urbanización buscando resguardarse de la violencia
ascendiente. Una cosa era contemplar ese jaleo desde la altura del balcón y con
la distancia protectora de dos pisos y otra, encontrarse de pronto en el medio
de troncos y piernas que no tenían consideración alguna para su condición de
niño. Por un momento le pareció distinguir el alarido de su madre llamándole
por su nombre, pero no era su nombre y otra era la madre que llamaba. Los
gritos de la gente, agudos, particulares, se elevaban y fundían en el sordo
gruñido de muchedumbre enconada.
La
copiadora estaba a media cuadra al sur de la estación del Metro. Robi, aunque
su corazón latía de miedo verdadero, logró esquivar la estampida y alcanzar la
esquina, donde el seto se enrarecía y pudo trepar sobre algunos travesaños de la reja. Así alzado,
escrutó la multitud.
Tuvo suerte, una suerte increíble, de vislumbrar entre la
gente la franelita morada y la cabellera inconfundible de su amiga que trataba
de avanzar hacia el Conjunto Residencial en el sentido temporalmente opuesto a la corriente. Como
por milagro se abrió una brecha que le permitió atravesar la calle. Corrió tan
rápido como pudo entre golpes y empujones, la vista fija en la mancha morada
hasta que alguien que no parecía Barbie se le echó en los brazos aleteando casi
sin aliento. Debió haberse caído, su ropa y manos estaban sucias, había perdido
su morral, los libros y los cuadernos. Estaba llorando.
—Ven
conmigo — dijo Robi con un acento nuevo y protector. También era nuevo el
abrazo, porque ellos no se tocaban nunca a no ser cuando jugaban a la guerra o
peleaban a golpes. Por primera vez en la vida los papeles se estaban
invirtiendo, y de pronto olvidó el miedo, porque tal como lo había soñado
incontables veces (calladito y al margen de sus fantasías comunes), al fin
estaba actuando como un hombre de verdad rescatándola de algo en lugar de tan
sólo seguirle los pasos como un perrito faldero, había desafiado el riesgo de
ser atropellado por seres súbitamente más temibles que piratas y dragones, y
ella, la intrépida, ahora llorosa y descompuesta, se había aferrado a él con
sus brazos y uñas. Pero no estaban a salvo aún: la otra acera, donde estaba la
entrada al Conjunto, era tan inaccesible como el Cabo de la Buena Esperanza o la Isla del Tesoro de sus
juegos. La calle rugía ahora bajo el abrasador sol de mediodía, aparecieron
palos, piedras y varas metálicas mientras el movimiento caótico de la turba se
afirmaba en un cauce certero en dirección al supermercado Aurelia cerrado con
gruesas rejas y puertas enrollables. Los dos niños abrazados estrechamente eran
un barco a la deriva, arrastrado sin piedad por la muchedumbre. Nadie
los veía. Por un instante el movimiento general los aplastó contra un pequeño
Volkswagen zarandeado por la masa humana, y los ojos de Robi se cruzaron a
través del cristal con las pupilas pasmadas de un hombre mayor, aferrado
convulsivamente al volante. Una nueva acometida alejó el vehículo de un envión.
Lo van a tumbar, pensó Robi aterrado, pero ya el agujero que había ocupado el
Volkswagen los succionó como el centro de un remolino e impulsó milagrosamente
hacia la otra orilla de la calzada.
—Qué
está pasando, Dios mío, qué es esto, que está pasando – repetía Barbie sin
dejar de llorar, aferrada a él que la remolcó hasta una pared y la protegía con
su propio cuerpo, y le explicaba a gritos aunque ninguno podía oír al otro, que
en toda la ciudad había disturbios porque el pueblo expresaba así su protesta.
Eso decían en la televisión y él lo repetía porque necesitaba desesperadamente
sobreponer palabras, cualquier clase de palabras, al caos sin nombre que se
desataba alrededor. Porque el pueblo aplastaba ahora a los que se hallaban en
sus primeras filas contra las rejas del supermercado y el clamor de heridos y
atropellados se elevaba en oleadas a cada embestida. Porque los tiros sonaban
cada vez más seguidos.
Y de
pronto, la pared en la que buscaban ampararse cedió. Los sollozos de Barbie se
elevaron con una sorpresiva nitidez, cuando unos fuertes brazos los arrastraron
dentro de la oscuridad y la pared se cerró tan pronto como se había abierto,
cortando el barullo. Sólo entonces se descubrieron en un lugar conocido: sin
darse cuenta, se habían arrimado a la portezuela del temible quiosco.
—Santo
cielo, pero ¿qué hacen dos carajitos como ustedes en la calle? — bramó Nilda
— Han salido a pasear, ¿o qué? ¿Acaso no
se han enterado de que hay disturbios?
—Gracias,
señora Nilda. Nos ha salvado la vida — balbuceó Robi, tratando de encontrar el
aliento. Le acometió una tembladera tan fuerte que tuvo que soltar a Barbie y
sentarse en el piso abrazando con ambos brazos sus flacas rodillas para
mantenerlas bajo control.
—No
tenían nada que hacer allí afuera.
—Es
que la situación nos agarró desprevenidos, señora Nilda.
—Muy
bonito — refunfuñó su salvadora que tenía la debilidad de las frases bien
hechas — Vaya. Así que los agarró desprevenidos—. Pasó sus compasivos dedos
nudosos por la carita y el cabello de Barbie. La niña, tiesa como un palo
sollozaba e hipaba a trompicones sin poder calmarse. —Ya, mi cielo. Ya.
Tranquilízate. Aquí estamos a salvo. Este quiosco no se ha caído ni cuando
tumbaron a Pérez Jiménez, tampoco va a pasar ahora. ¿Quieres un poco de Pepsi?
Barbie
hipó que sí, quería Pepsi, y Robi también. Nilda alargó la mano hacia una de
las cajas y oyeron en la oscuridad el inconfundible chasquido de destapar una
lata, luego otra. Estaba tibia, pero era de lejos la bebida más reconfortante
que se habían tomado jamás. Con sus escaparates enrejados y la santamaría
bajada sobre el mostrador el quiosco era una casita blindada. Entre un sorbo y
otro, Robi trataba de explicar que ella había salido para copiar un artículo
para una tarea de ciencias naturales, pero dejó de hablar porque el mundo se
estaba cayendo a pedazos y qué sentido podía tener ahora copiadora, tarea o
ciencias de cualquier tipo. Era como si en la otra orilla del tiempo ninguna
cosa de antes jamás volviera a tener sentido.
La
sensación de seguridad no era del todo justificada: su inesperado refugio se
estremecía bajo el impacto de la gente contra sus paredes. Menos mal que se
trataba, al menos por ahora, de golpes casuales, el magro botín de golosinas y
revistas del pequeño quiosco no tenía interés como objeto de saqueo frente al
supermercado repleto de comida y licores y la tienda de electrodomésticos
adyacente, cuyas rejas estaban siendo arrancadas y las vitrinas acababan de
estallar en una lluvia de esquirlas. En la oscuridad de la casita el aire se
licuaba de calor, taladrado por filos de luz que penetraban por minúsculos
agujeros en las paredes y por las rendijas debajo del mostrador. Detrás del
vidrio sucio, entre chicles, galletas y piernas frenéticas, la muchedumbre se
arracimaba del otro lado de la calle pujando enloquecida hacia el interior del
local de donde emergían en brazos cajas de todos los tamaños, televisores,
aspiradoras y hornos microonda que desaparecían Dios sabe dónde con una pasmosa
rapidez. La gente comenzaba a pelear entre sí. Había figuras caídas en el piso,
algunas se levantaban o trataban de arrastrarse. Y otras sólo yacían como sacos
inertes.
La
tembladera de Robi no quería ceder. Sin darse cuenta se agarró de la falda de
la bruja, que se había servido una taza de té de un termo escolar y masticaba
con pesadumbre una rosquilla.
—
¿Quiénes son esa gente? —preguntó —¿Por qué hacen esto?
—Son
muchas preguntas a la vez, chamito… Quiénes son, quieres saber. No son nadie. Y
son todos. Los mismos de siempre, los que salen del Metro y compran periódicos.
—Pero
se están matando…
—Bah…
— masculló Nilda con una distante conmiseración —Siempre se matarían, apenas el
ambiente se afloje un poco. Porque sí, porque el de al lado lo hace, por un
pedazo de mierda, por un dios o por una causa. E imagínate por un televisor…
Cuídate, pero no juzgues a nadie, chamín. Son gente, no mala gente, gente y
punto. Incluso nuestros vecinos.
—No
te creo. Nuestros vecinos no.
—Sólo
mira. Mira con mucha atención. Enfócalos.
Robi
acercó el ojo a la rendija más grande y enfocó. Primero no distinguía nada.
Luego uno de los conserjes pasó muy cerca blandiendo un palo de béisbol y como
por obra de magia rostros conocidos emergieron en el medio de la turbamulta:
vio la boca abierta de la
señora Amelia del piso siete, identificó al empleado de
seguros y al hijo de uno de los abogados que acababa de graduarse y ahora, todo
acalorado, defendía a patatas una caja que trataban de arrebatarle, levantaba
el puño libre, lo descargaba… Un golpe en pleno pecho lo echó para atrás:
vislumbró otra cara, la del padre de Barbie. Nada de eso podía ser cierto, eran
brujerías de la
malvada Nilda. Sin embargo, se tapó los ojos con las manos y
por fin se echó a llorar.
Cuando
volvió a apartarlas, nadie más tenía rostro. Cayeron los portones del
supermercado Aurelia y la turba se abalanzó adentro a la vez que a la salida se
multiplicaban las reyertas y los productos de saqueo fluían hacia fuera. Pero
ahora todo parecía encuadrado en la ventanita, reflejo y contra-reflejo de
tantas otras veces cuando veía escenas parecidas, mucho más fuertes incluso,
tomando Pepsi y masticando palomitas de maíz, como si la realidad se hubiera
concentrado, como debía ser, del lado de los espectadores, y aquel pandemonio
callejero pudiera apagarse con el control remoto cuando dejaran de fascinarle
los efectos especiales y los extras que se quedarían tirados en la acera tras
la estampida y las manchas de sangre que en otras películas eran de lejos más
rojas, profusas y convincentes. Mucho peor era el calor, se sofocaba ahí
dentro. El sol de mediodía abrazaba las paredes de chapa metálica y el aire era
líquido, irrespirable.
Nilda
sorbía su té, sudando con una desdeñosa benevolencia. Y sólo Barbie no parecía la misma. Estaba
callada ahora, apocada como un pajarito muerto cuyo esponjoso y cálido volumen
se vuelve de pronto nada, montículo de plumas mojadas en la cuneta, su cara
sucia de lágrimas, el cabello caído y pegajoso. Nunca le diría lo que había
visto, nunca. Su pecho se ensanchó con un doloroso deseo de protección, porque
de alguna manera confusa todo seguía siendo responsabilidad de Robi Guerrero,
soñador incorregible, que siempre seguiría buscando esas piedras milagrosas que
podrían impedir que las calles explotasen y que el mundo se desmoronara sin
remedio en pedazos de sí mismo. Eran su responsabilidad la vieja y la niña
encerradas con él, al igual que su anciana abuela y su madre que seguramente en
este momento estaría muriéndose de angustia, corriendo por la calle y gritando
su nombre, como aquella otra madre que había escuchado. Cómo iba a saber que él
y Barbie estaban tan cerca, encerrados, o prisioneros en el terrible quiosco,
centro de sus ensoñaciones y terrores, convertido por las vueltas que da la
vida en un paradójico refugio. Y qué refugio. Lo de blindado era sólo una
apariencia: vieja olla de presión zarandeada, sacudida, que no dejaba de
temblar bajo los golpes. En cualquier momento una bala perdida podría perforar
sus finos tabiques con ellos dos agachados en el piso y la vieja sorbiendo su
té en un vasito de plástico. Tenía que salvarlos a los tres, o al menos a
Barbie y a sí mismo antes de que los matasen a todos.
Y se
sorprendió dirigirse a la quiosquera con una autoridad que nunca hubiera creído
tener:
—Señora
Nilda. Si aquí hay algún pasadizo secreto es el momento de usarlo. Usted sabrá.
Las
palabras se volvieron sólidas como piedras al momento en que las había
pronunciado tan a la
ligera. Pues nada era imposible ahora, ni siquiera pavoroso.
¿Para qué servía un pobre subterráneo si no proporcionaba una vía de escape? Y
sin embargo, había traicionado su constante presentimiento de que aquello era
un misterio de los que no debían develarse nunca. Porque desde ese momento —
aunque tal vez desde mucho antes —los acontecimientos comenzarían a nublarse en
la mente de Robi a modo de un sueño cuyo recuerdo nunca más lograría
reconstruir con total certidumbre aunque había sido tan real como el golpe
asestado con algún objeto contundente que en ese preciso instante casi derriba el quiosco. La
situación era de emergencia y Nilda tenía que entenderlo. Era bruja tal vez,
pero ninguna loca. El blanco
de sus ojos refulgió en la mirada que le lanzó de sesgo a Robi, cuyo corazón,
de tanto batir contra las costillas iba a escaparse de su jaula toráxica.
Terminó de tragarse la rosquilla, cerró la tapa del termo, se limpió la boca
con la manga del vestido y con un resignado suspiro confirmó que estaba de
acuerdo.
—Okey,
chamito. Puede que tengas razón.