sábado, septiembre 08, 2012
DISEÑO INDUSTRIAL EN ARQUITECTURA:
HOMENAJE AL ARQ. FERNANDO COSTA GOMES
Autor: (1) Krina Ber Da Costa Gomes
Coautor: (2 )Andres Steiner
(1) Kreska Proyectos Industriales CA. – tel. 7939066 krina.ber@kreska.com
(2) Castellón & Steiner, Ingenieros Civiles tel. 2663208 asteinerh@gmail.com
Esta presentación es un homenaje a la obra del arquitecto Fernando Costa Gomes a dos años de su muerte y a la manera tan especial en que consideraba y practicaba su profesión. Nació en Lisboa y se graduó en la escuela Politécnica Federal de Lausanne, Suiza, pero toda su vida profesional trascurrió en Venezuela. Hoy día tendríamos sin duda más proyectos, ideas y sorpresas si su autor estuviera con nosotros, porque él no paraba nunca de estudiar, investigar y experimentar con las expresiones que diferentes materiales y conceptos estructurales tomaban en las obras de arquitectura. Lamentablemente Fernando Costa Gomes falleció de manera repentina a los 62 años de edad. A nosotros, que fuimos sus colaboradores más cercanos, nos toca exponer su obra y continuar con su legado.
Sus proyectos que están ubicados en todo el territorio de Venezuela, son construcciones conocidas, incluso emblemáticas, con elementos o espacios cuyo valor estético se basa en la concepción y el diseño de la estructura de acero y de sus revestimientos en vidrio, tela y metales. Citemos como ejemplo la inmensa cubierta textil del Centro Comercial Sambil de Barquisimeto, las columnas – árboles en el C.C Orinokia en Puerto Ordáz, la Espiral en el C.C. Sambil Paraguaná y la fachada esférica del edificio Galipán, o la sorprendente y osada estructura de cables que se esconde bajo la lámina corrugada de Coliseo de Petare, denominado La Gallera. Estamos acostumbrados a movernos dentro del panorama de esas obras sin darnos cuenta de la brillantez de su concepto ni de las proezas tecnológicas que requerían, ni del esfuerzo y de la voluntad de excelencia de todo el grupo de trabajo que estuvo implicado en esos proyectos. Muchos de ellos llevan el nombre de Sambil y fueron posibles gracias a la meritoria tendencia de ese grupo de valorizar el espacio arquitectónico. Pero poca gente sabe que esas obras tan diversas deben su realización a la mente del mismo hombre, que no actuaba en ellas como ingeniero, ni como constructor o fabricante, ni tampoco, muchas veces, como el arquitecto de la edificación completa. Al proyectar las partes que le fueron encomendadas, Fernando reunía dentro del concepto creativo todas esas funciones, las gestionaba y las hacía posibles con un amplio enfoque multidisciplinario. Se graduó de arquitecto en una de las facultades más prestigiosas de Europa, pero siempre estuvo atraído por la parte prefabricada de la construcción (estructuras y revestimientos secos) y se definía a sí mismo como Diseñador Industrial en Arquitectura.
Tal carrera no existe; sería una especialización que reúne —dentro de la formación funcional, espacial y estética inherente a la formación de un arquitecto— los conocimientos de sistemas estructurales y de los procesos industriales y normativas en la construcción en acero y otros materiales, así como de las herramientas tecnológicas especializadas para realizar tales proyectos; en las propias palabras de FCG: requiere “recoger y adquirir experiencia a cada paso, e incorporarla en una filosofía de trabajo coherente”.
Esa filosofía consiste en buscar la mejor solución funcional y tecnológica, controlando siempre la relación calidad-costo (value engineering) y la imagen estética del producto. Él la asumía a todos los niveles, desde el concepto estructural global hasta el más pequeño detalle de una conexión. Fernando creía y demostraba que el diseño definitivo es siempre una respuesta a requerimientos y limitaciones provenientes de tres polos: el polo estructural, el funcional y el simbólico.
Pretendemos ilustrar esos conceptos en sus obras, esperando que esta presentación no sea tan sólo un homenaje a Fernando Costa Gomes sino también un aporte de valor a nuestro conocimiento de la arquitectura, ingeniería civil y producción metalúrgica en Venezuela, y sobre todo, una inspiración para todos quienes sienten la pasión por unir esos campos, a menudo tan separados, en la creatividad de un diseño de estética propia.
viernes, julio 27, 2012
LA HORA PERDIDA
texto publicado agosto pasado en Todo en domingo
Tema: El regreso a clases
o sea, es posible escribir algo con max 2500 caracteres (ouau... para mí que me extiendo cada vez más)
LA HORA PERDIDA
Pocas cosas marcan el ritmo de la vida como los regresos a clases. Desde la perspectiva de los años los míos parecen fundirse en uno solo, porque encarnan el tiempo circular de la infancia y la adolescencia, ese tiempo que era largo y generoso, henchido de futuro a la vez que circunscrito a la tranquilizadora repetición de los años escolares en el camino a la adultez. Los que destacan son aquellos regresos que implicaban un cambio —el traslado a otra escuela, ciudad o país— signado por el temor y la excitación de lo nuevo. La más fuerte fue sin duda la entrada al cuarto grado tras nuestra inmigración de Polonia a Israel, cuando me encontré, sin entender una sola palabra, en el pupitre de una escuelita rural, viendo horrorizada que se escribía al revés. Sin embargo, hasta ese impacto se disolvió muy pronto y casi no quedaron rastros de él en mis regresos a clases de los años siguientes. Sólo uno me ha marcado para siempre. Ocurrió unos cinco o seis años después, en un primer día que se anunciaba sin cambios ni sobresaltos, tan normal, precisamente, que salí tarde, perdí el autobús y llegué al liceo atrasada. Las clases ya habían comenzado y no había nadie en la sala de los profesores. Dentro de un extraño silencio sólo se escuchaban voces detrás de las puertas y el sonido de mis pasos en los corredores vacíos que recorría sin poder ubicar el salón que me había tocado hasta que sonara la campana del recreo. No pasó nada, me dije, sólo perdí la primera hora y el excitado reencuentro que la habría precedido. Sin embargo, ya se habían repartido los libros y las instrucciones y, aparentemente, también las amistades y las alianzas. El casi novio del año anterior no parecía reconocerme y mis mejores amigas estaban sentadas juntas, lejos del pupitre donde quedaba el único puesto libre al lado del nerd más despreciado de la clase. Y más: era como si en mi ausencia se hubieran forjado los juegos de fuerza que presagiaban ya la futura sociedad de adultos y se hubieran entregado las claves, contraseñas y códigos para saber jugarlos. Fuera lo que fuese que me hubiera perdido en esa hora, nunca pude recuperarlo. Aunque en los días siguientes todo parecía volver a la normalidad, había comprendido que mi condición de extranjera no se debía a la inmigración, hacía tiempo olvidada, sino a algo intrínseco que no tenía remedio. Tarde por la noche abrí un cuaderno nuevo como un consuelo y comencé a escribir sobre eso. En polaco —mi idioma de antes— para que nadie pudiera leerlo.
Tema: El regreso a clases
o sea, es posible escribir algo con max 2500 caracteres (ouau... para mí que me extiendo cada vez más)
LA HORA PERDIDA
Pocas cosas marcan el ritmo de la vida como los regresos a clases. Desde la perspectiva de los años los míos parecen fundirse en uno solo, porque encarnan el tiempo circular de la infancia y la adolescencia, ese tiempo que era largo y generoso, henchido de futuro a la vez que circunscrito a la tranquilizadora repetición de los años escolares en el camino a la adultez. Los que destacan son aquellos regresos que implicaban un cambio —el traslado a otra escuela, ciudad o país— signado por el temor y la excitación de lo nuevo. La más fuerte fue sin duda la entrada al cuarto grado tras nuestra inmigración de Polonia a Israel, cuando me encontré, sin entender una sola palabra, en el pupitre de una escuelita rural, viendo horrorizada que se escribía al revés. Sin embargo, hasta ese impacto se disolvió muy pronto y casi no quedaron rastros de él en mis regresos a clases de los años siguientes. Sólo uno me ha marcado para siempre. Ocurrió unos cinco o seis años después, en un primer día que se anunciaba sin cambios ni sobresaltos, tan normal, precisamente, que salí tarde, perdí el autobús y llegué al liceo atrasada. Las clases ya habían comenzado y no había nadie en la sala de los profesores. Dentro de un extraño silencio sólo se escuchaban voces detrás de las puertas y el sonido de mis pasos en los corredores vacíos que recorría sin poder ubicar el salón que me había tocado hasta que sonara la campana del recreo. No pasó nada, me dije, sólo perdí la primera hora y el excitado reencuentro que la habría precedido. Sin embargo, ya se habían repartido los libros y las instrucciones y, aparentemente, también las amistades y las alianzas. El casi novio del año anterior no parecía reconocerme y mis mejores amigas estaban sentadas juntas, lejos del pupitre donde quedaba el único puesto libre al lado del nerd más despreciado de la clase. Y más: era como si en mi ausencia se hubieran forjado los juegos de fuerza que presagiaban ya la futura sociedad de adultos y se hubieran entregado las claves, contraseñas y códigos para saber jugarlos. Fuera lo que fuese que me hubiera perdido en esa hora, nunca pude recuperarlo. Aunque en los días siguientes todo parecía volver a la normalidad, había comprendido que mi condición de extranjera no se debía a la inmigración, hacía tiempo olvidada, sino a algo intrínseco que no tenía remedio. Tarde por la noche abrí un cuaderno nuevo como un consuelo y comencé a escribir sobre eso. En polaco —mi idioma de antes— para que nadie pudiera leerlo.
domingo, mayo 06, 2012
PRESENTACIÓN DEL LIBRO EL ESPACIO EN LA FICCIÓN DE DOS OBRAS CONTEMPORÁNEAS EL JINETE POLACO, DE ANTONIO MUÑOZ MOLINA Y AGUA QUEMADA, DE CARLOS FUENTES, DE KRINA BER
Luz Marina Rivas
¿Qué tienen que ver una calle llena de pequeñas zapaterías y talleres con una novela? ¿Cómo se relaciona el mundo tridimensional de los espacios urbanos, que puede expresarse en planos, y el mundo de la literatura que se desarrolla linealmente en las páginas de los libros párrafo tras párrafo? ¿Se pueden leer las ciudades como textos y los textos como ciudades? ¿Qué misterioso impulso puede llevar a una arquitecta, apurada por presentar proyectos y diseños en tiempos muy medidos, a elaborar un erudito estudio sobre dos obras literarias de autores tan densos como Antonio Muñoz Molina y Carlos Fuentes?
La publicación de este libro de Krina Ber es un acontecimiento que celebramos con gran alegría, puesto que es un testimonio de una historia anterior de la hoy exitosa narradora polaco-israelí-portuguesa-venezolana Krina Ber. Se trata de un detallado y hasta primoroso (cabe el adjetivo) estudio académico del espacio de ficción en dos novelas de dos de sus autores más admirados: el español Antonio Muñoz Molina y el mexicano Carlos Fuentes. Se trata de su meritorio Trabajo de Grado de la Maestría en Literatura Comparada, que recibió en su momento la calificación de “Excelente”.
Conocí a Krina cuando se inició en ese importante viaje de búsqueda que fue su maestría, iniciada en 2002. Por aquel entonces, no era la escritora que es hoy, aunque ya había asistido a diversos talleres literarios y, secretamente, se iniciaba en la escritura de creación. Para aquel entonces, lo que sus profesoras más cercanas sabíamos, era que era una lectora voraz, algo que nos maravillaba particularmente, pues ella no venía de la carrera de Letras. Se había graduado de arquitecta en Suiza, y trabajaba como tal, pero había en ella una sed de comprender la literatura, de cumplir con ello un largo anhelo. Su sorprendente historia de vida la ha hecho recorrer muchos espacios: nacida en Polonia, con una adolescencia transcurrida en Israel, estudiante en Suiza, casada con un portugués con quien vivió un tiempo en Lisboa y establecida finalmente en Venezuela, Krina ha debido hacer suyos una y otra vez espacios totalmente diferentes. De ahí que no sea difícil entender su interés por ellos. Tanto su profesión como sus migraciones muestran que muchos lugares han tenido que ser intereses fundamentales en su vida. Sin embargo, si nos preguntamos el por qué su interés en los lugares ficcionales, su necesidad vital de escribir y adentrarse en los meandros de la literatura, los de la crítica académica y los de la creación, tendremos que convenir en que los espacios son mucho más que lugares físicos. Krina se ha visto obligada, por sus tránsitos vitales, a comprender culturas también muy diferentes y apropiarse de lenguas muy diferentes. Los espacios culturales, como la lengua, determinan la manera de pensar y sentir el mundo. Por todo ello, este trabajo resultante de un diálogo interdisciplinario entre la arquitectura y la literatura encontró en la Maestría en Literatura Comparada el espacio más propicio para su desarrollo.
Krina ha hecho suyo el español de Venezuela, como lo ha demostrado –valga la digresión- en el dominio de su lengua narrativa en los excelentes libros Cuentos con agujeros (2005) y Para no perder el hilo (2009). Al irse apropiando de una lengua, se va apropiando de una ciudad. Como escribe en el español de Venezuela, ha hecho suya a Caracas.
Sin embargo, también se adueña de otras ciudades narrándolas; por ejemplo, uno de sus mejores cuentos “Los dibujos de Lisboa” es una extraordinaria historia, cuya protagonista escoge intuitivamente y dibuja espacios de la ciudad (los dibujos acompañan el texto), que encierran historias desconocidas por ella, que tocan profundamente a la familia de su esposo.
En el libro que presentamos hay una develación de los mecanismos de construcción de los espacios de Muñoz Molina y de Fuentes, con la atención de un relojero que buscara comprender cómo funciona una caja de música del siglo XVIII. Si bien en ambas obras, los espacios generan destrucción y extrañeza en los personajes, la forma como estos últimos se vinculan con las ciudades ficcionales de Mágina y Ciudad de México son completamente diferentes, tanto la manera de comprender el centro y la periferia, como en la forma de relacionar las partes con el todo o, mejor dicho, el modo como los fragmentos del espacio urbano se ordenan para construir un todo coherente o se suman sin cohesionarse. Los mecanismos de construcción espacial son cuidadosamente analizados sin dejar nada de lado: cómo se construyen ciudades abiertas o cerradas; el estudio del tiempo, ese gran medidor de los espacios que determina cómo se vive la historia, cíclica o linealmente; la identificación de los habitantes de una ciudad con su espacio, al punto de metaforizarlo o no con características humanas; la percepción de los lugares como íntimos u hostiles; las formas de pertenencia e identidad vinculadas con ellos (arraigo y desarraigo) y la reflexión sobre la relación entre la percepción de los espacios y la cultura.
Puede percibirse en este magnífico esfuerzo a una narradora en ciernes estudiando con cuidado a sus maestros, buscando respuestas a sus preguntas, en una paciente y rigurosa labor, con la humildad de aproximación con que lo hace un estudiante, bajo la sabia tutoría de la Profesora Rosario De León, a partir de estudios previos de críticos eruditos como los de Denis Bertrand, María Azucena Macho Vargas o Luz Aurora Pimentel y otros, y de teorías que han resultado muy productivas para el trabajo de Krina Ber, como la narratología de Gérard Genette, puesta a prueba exitosamente como base para la comprensión de las estructuras narrativas, o el pensamiento de la cultura en autores como Octavio Paz, el propio Carlos Fuentes o Michel Foucault.
No puede dejarse de lado mencionar la importancia de su reflexión final sobre los espacios latinoamericanos a partir de ejemplos venezolanos en sus conclusiones. De alguna manera, el trabajo la lleva a apropiarse de su espacio venezolano de adopción. La profundidad del estudio, lo acertado de la puesta en relación de autores tan diversos, la comparación brillante de las dos obras de ambos lados del Atlántico resultan en un trabajo académico modelo, amén de que ha debido ser un peldaño fundamental en el camino de Krina Ber como narradora de ficciones, tal como puede constatarse en la fascinación que producen los espacios de sus cuentos.
viernes, abril 27, 2012
ASÍ COMIENZA "NUBE DE POLVO":
Cierro los ojos y me sueño en esa casa de piedra y sol. Dormito en el chinchorro protegida por sus paredes cubiertas de trinitarias, me dejo acariciar por el viento en el patio abierto al mar como a la vida por delante.
Son sueños dulces y seguros como los libros queridos cuando se leen y vuelven a leer, y así lo habían sido sus estadías allí. Hasta lo fue aquel verano de 1987, al menos en su primera parte, a pesar del deterioro y del acoso, a pesar del miedo que se había infiltrado en los días y los roía como herrumbre. Su padre nunca quiso admitir que existía y ella, orgullosa, le siguió la corriente. No lo sintieron tan claramente entonces porque pudieron probar también el vértigo del desafío y la euforia de la resistencia; no obstante, lo primero que se impone al evocar esos días es precisamente eso: el miedo, la angustiosa expectativa del próximo golpe. No fue una sensación infundada. Culminó materializada en sombras, la noche en que invadieron la casa.
Sombras amenazadoras, seguras de su impunidad. Vilma las divisó desde lejos a través de los mosquiteros de la sala: eran sombras que crecían y menguaban en la escurridiza luz de las linternas, latigazos de luz rajando la oscuridad pegajosa de calor, la sala, la casa, la vida tal como la conocía. Frenó en seco y así quedó, inmóvil y muda, por toda la eternidad de unos segundos, sellando con el puño el grito que le nacía en el pecho y amenazaba con estallar en la boca.
Hay momentos que transcurren fuera de los relojes, abismos negros que abren en el tiempo unas grietas irreparables. Vilma ya los conocía: era la segunda vez que algo maligno pasaba cuando ella estaba ausente. Sólo que esa vez se trataba de su padre.
Vilma era yo. Y era el final del último verano que pasaron en la bahía.
Lo pasaron atrincherados en su casa como los heroicos sobrevivientes de las ciudades asediadas en esas grandes batallas del pasado que estaban en los libros, y los libros y todas las cosas se cubrían de polvo rojizo, pegajoso de arena y sal que el viento traía sin tregua de las obras cercanas. No obstante, ese trocito de cotidianidad que compartieron en la inminencia del final había sido sorprendentemente bueno, a ratos sublime y en general muy tolerable. Menos el miedo, aunque Antonio Sandoval nunca quiso admitir que existiera.
En el fondo, estaba preocupado tanto como ella, incluso más. Le había dicho muchas veces que si algo llegara a pasarle tendría que acudir de inmediato al padre de Jorge, el licenciado Barbosa, quien le oficiaba por amistad de abogado: él sabrá qué hacer, Chinita, decía, y no olvidó repetirlo también una hora antes de la invasión, cuando la mandó a comprar queroseno en el único bazar que seguía abierto hasta las altas horas de la noche, porque era también el único en el pueblo que tenía licencia para el expendio de licores. Para cocinar, Vilma se las arreglaba con la bombona de gas y la gran cava llena de hielo (esa noche, recuerdo, habían comido ceviche), pero necesitaban el queroseno para contar al menos con la luz vacilante de una lámpara en la negrura del cielo y del mar. Pesadas nubes de tormenta opacaban la luna. La electricidad escaseaba en la zona de la bahía, la cortaban y ponían a capricho de la constructora, y el generador instalado en el anexo había dejado de funcionar hacía semanas, casi al principio de las vacaciones.
El generador: pieza fundamental en la logística de vivir en una casa de playa. ¿Por qué no comenzar por el generador?
Antes, él mismo lo habría arreglado. Antes, cuando las cosas importaban. O al menos habría ido al taller mecánico del pueblo a preguntar qué haría Esteban Marcano en semejante aprieto: pedir consejos era una consabida astucia para lograr que el hombre se dejara llevar a la casa y revisara la planta de emergencia. Vilma traería un par de cervezas y Esteban, tras un minucioso examen, escupiría discretamente en la mano esa hoja de tabaco que siempre masticaba y daría su lacónico veredicto. Algo como: Hay que rebobinar el motor.
— ¡Estás tostado, hombre! — protestaría el padre —. Ésta no me la calo. Es casi nuevo.
—Tranquilo, profe. De nuevo no tiene nada. Compró esa vaina usada y bien usada. No iba a dar para mucho. Yo se lo dije pero no quiso escucharme.
Y Yurama se alejaría hacia la cocina sacudiendo su larga cabellera como una gata ofendida y aunque no despegara los labios sería como si se le escuchara mascullar entre dientes que para qué, que otro gasto inútil.
Ella no lo decía —nunca decía nada— pero estaba conforme con vender desde el principio, no le importaban la casa ni la lancha, ni el vaivén del soplo del mar, cercano como un animal dormido en el calor de las noches de verano. No así el padre. Ese era su orgullo, su sueño realizado, su refugio de verdor y piedra en la arena de las dunas. La mejor casa en toda la bahía construida contra viento y marea, casi con las propias manos.
Refunfuñaría contrariado, pues no era hombre de darle la razón a cualquiera, ni siquiera a la gente que respetara como respetaba al viejo Marcano quien sabía arreglar prácticamente cualquier cosa. No obstante, entre los dos recompondrían el generador, volvería la luz y todo seguiría como antes, cuando las cosas importaban. Antes del acoso de los abogados y de las máquinas excavadoras, antes de que le reventaran los cauchos de la camioneta y pintaran insultos en las paredes de la casa y le tirasen por la ventana una gaviota sin cabeza (suceso que Antonio había ocultado a las dos mujeres). Antes de que Hudini, o tal vez un gemelo suyo, amaneciera destripado en el porche y Vilma tropezara con su cadáver al volver de una fiesta privada en uno de los condominios de lujo de la zona.
Pero todo había comenzado tiempo antes de estos acontecimientos, con señales precursoras tan claras como las visitas de aquel licenciado que se llamaba J.J. Enjuto —apellido no se puede más discordante con su estatura y barriga—, como los estudios de suelos y los topógrafos que rondaban el acantilado y la playa; no obstante, nadie creía que fuera a ocurrir realmente. Al menos yo no lo creía. En la ciudad nos mudábamos a menudo, de una urbanización a otra, de un apartamento a otro, porque sí, porque nos iba mejor o peor, porque papá se cansaba de esos lugares alquilados siempre demasiado caros o demasiado estrechos o, la última vez, porque se había vuelto a casar, pero la casa de la bahía había crecido conmigo y nos esperaba incólume cada verano: su gran sala a la que se integraba el mesón de la cocina, su amplio porche, sus fachadas blancas y el patio interno que se abría en una terraza al mar conformaban el único espacio estable que yo había conocido. La idea de su inminente destrucción se volvió de pronto tangible para mí en un hermoso día de sol, uno de esos días que recordaría de todos modos porque fue cuando Jorge Barbosa y yo nos besamos por primera vez en la lancha, con un beso de verdad – verdad.
Y qué decepción. Los libros, las revistas, las muchachas del liceo que ya pasaron por eso, las telenovelas y las películas, el mundo entero no podía estar equivocado en algo tan importante como el primer beso; no obstante, lo que sentí era casi asco cuando su lengua se metió en mi boca como una ostra viva, objeto ajeno y viscoso.
Estábamos anclados muy cerca, recuerdo, en el puro azul sin olas ni viento. Me puse a reír y salté, me sumergí espiando debajo del contorno tembloroso de la lancha las piernas de Jorge que se movían igualmente temblorosas en el agua centelleante, estremecida de luz. Él nadaba a la derecha, yo escapaba por la izquierda, me deslizaba debajo de la quilla y mi risa me seguía en burbujas. Nadaba mucho mejor que yo y era fácil dejar que me atrapara y volviera a besarme mientras nos elevábamos a la superficie para tomar aire y nos zambullíamos de nuevo, abrazados, y otra vez esa lengua salada forzaba mi boca, empujaba, exploraba, insistía, hasta que una especie de languidez se apoderó de mí y ya no tuve fuerzas para seguir escapando. El mundo entero no podía estar equivocado, pensé. Subí por la escalerita mientras él se izaba con la fuerza de los brazos y saltaba a la cubierta antes que yo; te atrapé, dijo, riéndose todavía.
Se acostó a mi lado y volvió a besarme mientras la lancha recuperaba progresivamente el equilibrio, zarandeando y luego meciéndonos con suavidad, y por primera vez también sentí esa dureza esperada y temida debajo de su short mojado. Tranquila, murmuraba acariciando mi pelo mojado con su mano mojada, tranquila, — su mano temblaba —tranquila. Mi languidez crecía, recuerdo. No era la delicia celestial que yo había esperado, pero presentía ya que esa debilidad que se apoderaba de mis miembros era un buen camino para encontrarla, que por ahí iba la cosa. Traté de dejarme ir (tranquila, repetía Jorge), de abandonarme al cada vez más ansioso escalofrío interno que partía de su lengua en mi boca y se irradiaba hasta los dedos de mis pies. Podía concentrarme en eso porque todavía no estaba enamorada de él (aunque el peligro existía siempre, lo confieso), y menos mal: demasiado recordaba aún la tortura de desasosiego insoportable por culpa de aquel chico de cuarto año que se llamaba Roberto y que ni siquiera se dio por enterado de mi existencia. Menos mal (me decía) que no sentía nada así con Jorge, aunque realmente me gustaba mucho con su caminar gatuno y la sonrisa descarada a matar, y ese cuerpazo liso y bronceado de diecisiete años —tres más que yo—, garantía de que sabría qué hacer para que estallara en mis entrañas esa sensación exquisita descubierta cuando me acariciaba solita, espiando los gemidos que llegaban desde el dormitorio de mi padre y Yurama, sólo que mejor, mil veces mejor, tal como lo prometía el mundo.
Y vino un estallido, efectivamente. Pero no ese. El graznido enloquecido de las gaviotas que se desparramaron por el cielo nos hizo incorporarnos deprisa, como pillados por un intruso sorpresivo, segundos antes de que una oleada estremeciera a nuestro barquito. Pensé en una explosión, recuerdo. Pero fue otra cosa. En la orilla, un tanque oruga con cabeza de dragón arremetía contra la casa de Alina Hernández, nuestra vecina intermitente que venía a la bahía con su pila de hijos y un marido diferente cada verano, o casi (menos éste, me di cuenta de pronto, este verano no había venido). Jorge juró feo entre dientes. La máquina infernal retrocedió y volvió al ataque. Volaron bloques y pedazos de vidrio y otra fachada estalló en una nube de polvo dejando al desnudo la cocina y la sala, expuestas como en una casa de muñecas. Y otra vez. El techo se desplomó. Abrazados ya tan sólo de puro espanto, vimos cómo los dientes de acero trituraban la pared interna, el mesón, el fregadero, las puertas. Recuerdo, estúpidamente, el refulgir al sol de un váter blanco antes de que lo pisara la oruga. El fragor y el polvo llegaron hasta nosotros mientras la cuarta arremetida arrasaba con el resto de las paredes. En cuestión de minutos de lo que fue la casa de Alina quedaron apenas unos muñones de concreto roto con cabillas enmarañadas al aire que sobresalían de un montón de escombros.
Los escasos vacacionistas abandonaban precipitadamente la playa recogiendo sus toallas, toldos, sillitas plegables, bolsas, niños y parasoles.
Por encima de ellos, cuando se disipó el polvo, vi a mi padre que agitaba los brazos haciéndonos señas incomprensibles desde nuestra terraza. Y a su lado correteaba Hudini que se desgañitaba ladrando, desde una distancia prudencial, a la máquina demoledora.
miércoles, febrero 01, 2012
Wislawa Szymborska: In Memoriam
Posibilidades
Prefiero el cine.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a orillas del Warta.
Prefiero Dickens a Dostoievski.
Prefiero que me guste la gente
a amar a la humanidad.
Prefiero tener a la mano hilo y aguja.
Prefiero no afirmar
que la razón es la culpable de todo.
Prefiero las excepciones.
Prefiero salir antes.
Prefiero hablar de otra cosa con los médicos.
Prefiero las viejas ilustraciones a rayas.
Prefiero lo ridículo de escribir poemas
a lo ridículo de no escribirlos.
Prefiero en el amor los aniversarios no exactos
que se celebran todos los días.
Prefiero a los moralistas
que no me prometen nada.
Prefiero la bondad astuta que la demasiado crédula.
Prefiero la tierra vestida de civil.
Prefiero los países conquistados a los conquistadores.
Prefiero tener reservas.
Prefiero el infierno del caos al infierno del orden.
Prefiero los cuentos de Grimm a las primeras planas del periódico.
Prefiero las hojas sin flores a la flor sin hojas.
Prefiero los perros con la cola sin cortar.
Prefiero los ojos claros porque los tengo oscuros.
Prefiero los cajones.
Prefiero muchas cosas que aquí no he mencionado
a muchas otras tampoco mencionadas.
Prefiero el cero solo
al que hace cola en una cifra.
Prefiero el tiempo insectil al estelar.
Prefiero tocar madera.
Prefiero no preguntar cuánto me queda y cuándo.
Prefiero tomar en cuenta incluso la posibilidad
de que el ser tiene su razón.
De "Gente en el puente" 1986 Versión de Gerardo Beltrán
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