viernes, febrero 28, 2014

27 de febrero de 1989


Retomo este espacio para postear  un fragmento de mi "cuento de hadas urbano" del libro Para no perder el hilo". Los hechos del 27 de febrero de 1987 focalizados por dos protagonistas  preadolescentes Robi y "Barbie" de una urbanización ficticia, pero muy parecida a Chacaito, en un relato que puede ser fantástico y puede ser que no.
 
 
Fragmento de ‘EL QUIOSCO DE NILDA” ,

 de “Para no perder el hilo”, Literatura Mondadori 2009

 ......

Podrían pasarse la vida entera fantaseando con los mundos subterráneos, pero se cuidaban de no acercarse al quiosco. Ni siquiera Barbie, la intrépida, proponía pasar a la acción. Ya habría tiempo para esto. Mucho tiempo  hasta el final de las clases en julio. Toda una vida.

Pero la vida nunca es tan larga como uno la planea.Y no había terminado el mes de febrero cuando estallaron los disturbios.

Fue como una explosión de pólvora. La agitación había abrazado simultáneamente varios focos en la ciudad pero nadie creía que los gritos y aullidos de sirenas se saldrían de las pantallas de los televisores e invadirían también, y tan rápido, la esquina de nuestro Conjunto donde ya a las once de la mañana la gente se desbandaba sin control por la calzada impidiendo el tránsito de los vehículos. El aire se llenó de bocinazos y aullidos de sirenas. Por motivos de seguridad no hubo escuela ese día y Sandra llamó desde su trabajo rogándole a Robi que por el amor de Dios se quedara quieto y no se moviera de la casa; cuida de tu abuela, le recomendó con una pobre astucia. Y sin embargo Barbie estaba en el medio de ese bullicio, Barbie, que no le hacía caso a nadie y se había ido a la copiadora justo antes de que se encrespara la ola humana, mientras que él, desde su puesto en el balcón veía con una opresión desconocida en el pecho como la turbamulta crecía en la calle. Nunca había presenciado algo así. Dos policías daban impotentes pitazos, retrocediendo, llamando por la radio portátil para pedir refuerzos, pero eso no duró mucho: en un dos por tres, hombres y mujeres los rodearon a empellones y los aparatos desaparecieron entre sus manos extendidas. Uno de los oficiales logró escabullirse rozando las paredes, el otro no se veía más por ninguna parte: se quitó la gorra y la camisa del uniforme y se diluyó en la multitud con su cara sudada y el torso desnudo. Alguien —él mismo, tal vez —se había hecho con una pistola y pegaba tiros al aire provocando la huida centrífuga de la gente, que lo expuso por unos instantes, hombre solo y poderoso con el arma en la mano, en el medio de un círculo vacío. Luego, el círculo volvió a cerrarse.

Y Barbie se había ido a la copiadora.

Murmurando plegarias con el noticiario a todo volumen la abuelita no se percató cuando, desoyendo las advertencias de su madre, se escapó con sigilo de la casa. Bajó corriendo las escaleras, atravesó el hall de entrada, la puerta, la vía interna del conjunto. El impacto con la calle casi lo deja atropellado: la gente se metía en oleadas dentro de la urbanización buscando resguardarse de la violencia ascendiente. Una cosa era contemplar ese jaleo desde la altura del balcón y con la distancia protectora de dos pisos y otra, encontrarse de pronto en el medio de troncos y piernas que no tenían consideración alguna para su condición de niño. Por un momento le pareció distinguir el alarido de su madre llamándole por su nombre, pero no era su nombre y otra era la madre que llamaba. Los gritos de la gente, agudos, particulares, se elevaban y fundían en el sordo gruñido de muchedumbre enconada. 

La copiadora estaba a media cuadra al sur de la estación del Metro. Robi, aunque su corazón latía de miedo verdadero, logró esquivar la estampida y alcanzar la esquina, donde el seto se enrarecía y pudo trepar sobre algunos travesaños de la reja. Así alzado, escrutó la multitud. Tuvo suerte, una suerte increíble, de vislumbrar entre la gente la franelita morada y la cabellera inconfundible de su amiga que trataba de avanzar hacia el Conjunto Residencial en el sentido temporalmente opuesto a la corriente. Como por milagro se abrió una brecha que le permitió atravesar la calle. Corrió tan rápido como pudo entre golpes y empujones, la vista fija en la mancha morada hasta que alguien que no parecía Barbie se le echó en los brazos aleteando casi sin aliento. Debió haberse caído, su ropa y manos estaban sucias, había perdido su morral, los libros y los cuadernos. Estaba llorando.

—Ven conmigo — dijo Robi con un acento nuevo y protector. También era nuevo el abrazo, porque ellos no se tocaban nunca a no ser cuando jugaban a la guerra o peleaban a golpes. Por primera vez en la vida los papeles se estaban invirtiendo, y de pronto olvidó el miedo, porque tal como lo había soñado incontables veces (calladito y al margen de sus fantasías comunes), al fin estaba actuando como un hombre de verdad rescatándola de algo en lugar de tan sólo seguirle los pasos como un perrito faldero, había desafiado el riesgo de ser atropellado por seres súbitamente más temibles que piratas y dragones, y ella, la intrépida, ahora llorosa y descompuesta, se había aferrado a él con sus brazos y uñas. Pero no estaban a salvo aún: la otra acera, donde estaba la entrada al Conjunto, era tan inaccesible como el Cabo de la Buena Esperanza o la Isla del Tesoro de sus juegos. La calle rugía ahora bajo el abrasador sol de mediodía, aparecieron palos, piedras y varas metálicas mientras el movimiento caótico de la turba se afirmaba en un cauce certero en dirección al supermercado Aurelia cerrado con gruesas rejas y puertas enrollables. Los dos niños abrazados estrechamente eran un barco a la deriva, arrastrado sin piedad por la muchedumbre. Nadie los veía. Por un instante el movimiento general los aplastó contra un pequeño Volkswagen zarandeado por la masa humana, y los ojos de Robi se cruzaron a través del cristal con las pupilas pasmadas de un hombre mayor, aferrado convulsivamente al volante. Una nueva acometida alejó el vehículo de un envión. Lo van a tumbar, pensó Robi aterrado, pero ya el agujero que había ocupado el Volkswagen los succionó como el centro de un remolino e impulsó milagrosamente hacia la otra orilla de la calzada.

—Qué está pasando, Dios mío, qué es esto, que está pasando – repetía Barbie sin dejar de llorar, aferrada a él que la remolcó hasta una pared y la protegía con su propio cuerpo, y le explicaba a gritos aunque ninguno podía oír al otro, que en toda la ciudad había disturbios porque el pueblo expresaba así su protesta. Eso decían en la televisión y él lo repetía porque necesitaba desesperadamente sobreponer palabras, cualquier clase de palabras, al caos sin nombre que se desataba alrededor. Porque el pueblo aplastaba ahora a los que se hallaban en sus primeras filas contra las rejas del supermercado y el clamor de heridos y atropellados se elevaba en oleadas a cada embestida. Porque los tiros sonaban cada vez más seguidos.

Y de pronto, la pared en la que buscaban ampararse cedió. Los sollozos de Barbie se elevaron con una sorpresiva nitidez, cuando unos fuertes brazos los arrastraron dentro de la oscuridad y la pared se cerró tan pronto como se había abierto, cortando el barullo. Sólo entonces se descubrieron en un lugar conocido: sin darse cuenta, se habían arrimado a la portezuela del temible quiosco.

—Santo cielo, pero ¿qué hacen dos carajitos como ustedes en la calle? — bramó Nilda —  Han salido a pasear, ¿o qué? ¿Acaso no se han enterado de que hay disturbios? 

—Gracias, señora Nilda. Nos ha salvado la vida — balbuceó Robi, tratando de encontrar el aliento. Le acometió una tembladera tan fuerte que tuvo que soltar a Barbie y sentarse en el piso abrazando con ambos brazos sus flacas rodillas para mantenerlas bajo control.

—No tenían nada que hacer allí afuera.

—Es que la situación nos agarró desprevenidos, señora Nilda.

—Muy bonito — refunfuñó su salvadora que tenía la debilidad de las frases bien hechas — Vaya. Así que los agarró desprevenidos—. Pasó sus compasivos dedos nudosos por la carita y el cabello de Barbie. La niña, tiesa como un palo sollozaba e hipaba a trompicones sin poder calmarse. —Ya, mi cielo. Ya. Tranquilízate. Aquí estamos a salvo. Este quiosco no se ha caído ni cuando tumbaron a Pérez Jiménez, tampoco va a pasar ahora. ¿Quieres un poco de Pepsi?

Barbie hipó que sí, quería Pepsi, y Robi también. Nilda alargó la mano hacia una de las cajas y oyeron en la oscuridad el inconfundible chasquido de destapar una lata, luego otra. Estaba tibia, pero era de lejos la bebida más reconfortante que se habían tomado jamás. Con sus escaparates enrejados y la santamaría bajada sobre el mostrador el quiosco era una casita blindada. Entre un sorbo y otro, Robi trataba de explicar que ella había salido para copiar un artículo para una tarea de ciencias naturales, pero dejó de hablar porque el mundo se estaba cayendo a pedazos y qué sentido podía tener ahora copiadora, tarea o ciencias de cualquier tipo. Era como si en la otra orilla del tiempo ninguna cosa de antes jamás volviera a tener sentido. 

La sensación de seguridad no era del todo justificada: su inesperado refugio se estremecía bajo el impacto de la gente contra sus paredes. Menos mal que se trataba, al menos por ahora, de golpes casuales, el magro botín de golosinas y revistas del pequeño quiosco no tenía interés como objeto de saqueo frente al supermercado repleto de comida y licores y la tienda de electrodomésticos adyacente, cuyas rejas estaban siendo arrancadas y las vitrinas acababan de estallar en una lluvia de esquirlas. En la oscuridad de la casita el aire se licuaba de calor, taladrado por filos de luz que penetraban por minúsculos agujeros en las paredes y por las rendijas debajo del mostrador. Detrás del vidrio sucio, entre chicles, galletas y piernas frenéticas, la muchedumbre se arracimaba del otro lado de la calle pujando enloquecida hacia el interior del local de donde emergían en brazos cajas de todos los tamaños, televisores, aspiradoras y hornos microonda que desaparecían Dios sabe dónde con una pasmosa rapidez. La gente comenzaba a pelear entre sí. Había figuras caídas en el piso, algunas se levantaban o trataban de arrastrarse. Y otras sólo yacían como sacos inertes.

La tembladera de Robi no quería ceder. Sin darse cuenta se agarró de la falda de la bruja, que se había servido una taza de té de un termo escolar y masticaba con pesadumbre una rosquilla.  

— ¿Quiénes son esa gente? —preguntó —¿Por qué hacen esto?

—Son muchas preguntas a la vez, chamito… Quiénes son, quieres saber. No son nadie. Y son todos. Los mismos de siempre, los que salen del Metro y compran periódicos.

—Pero se están matando…

—Bah… — masculló Nilda con una distante conmiseración —Siempre se matarían, apenas el ambiente se afloje un poco. Porque sí, porque el de al lado lo hace, por un pedazo de mierda, por un dios o por una causa. E imagínate por un televisor… Cuídate, pero no juzgues a nadie, chamín. Son gente, no mala gente, gente y punto. Incluso nuestros vecinos.

—No te creo. Nuestros vecinos no.

—Sólo mira. Mira con mucha atención. Enfócalos.

Robi acercó el ojo a la rendija más grande y enfocó. Primero no distinguía nada. Luego uno de los conserjes pasó muy cerca blandiendo un palo de béisbol y como por obra de magia rostros conocidos emergieron en el medio de la turbamulta: vio la boca abierta de la señora Amelia del piso siete, identificó al empleado de seguros y al hijo de uno de los abogados que acababa de graduarse y ahora, todo acalorado, defendía a patatas una caja que trataban de arrebatarle, levantaba el puño libre, lo descargaba… Un golpe en pleno pecho lo echó para atrás: vislumbró otra cara, la del padre de Barbie. Nada de eso podía ser cierto, eran brujerías de la malvada Nilda. Sin embargo, se tapó los ojos con las manos y por fin se echó a llorar.

Cuando volvió a apartarlas, nadie más tenía rostro. Cayeron los portones del supermercado Aurelia y la turba se abalanzó adentro a la vez que a la salida se multiplicaban las reyertas y los productos de saqueo fluían hacia fuera. Pero ahora todo parecía encuadrado en la ventanita, reflejo y contra-reflejo de tantas otras veces cuando veía escenas parecidas, mucho más fuertes incluso, tomando Pepsi y masticando palomitas de maíz, como si la realidad se hubiera concentrado, como debía ser, del lado de los espectadores, y aquel pandemonio callejero pudiera apagarse con el control remoto cuando dejaran de fascinarle los efectos especiales y los extras que se quedarían tirados en la acera tras la estampida y las manchas de sangre que en otras películas eran de lejos más rojas, profusas y convincentes. Mucho peor era el calor, se sofocaba ahí dentro. El sol de mediodía abrazaba las paredes de chapa metálica y el aire era líquido, irrespirable.

Nilda sorbía su té, sudando con una desdeñosa benevolencia. Y sólo Barbie no parecía la misma. Estaba callada ahora, apocada como un pajarito muerto cuyo esponjoso y cálido volumen se vuelve de pronto nada, montículo de plumas mojadas en la cuneta, su cara sucia de lágrimas, el cabello caído y pegajoso. Nunca le diría lo que había visto, nunca. Su pecho se ensanchó con un doloroso deseo de protección, porque de alguna manera confusa todo seguía siendo responsabilidad de Robi Guerrero, soñador incorregible, que siempre seguiría buscando esas piedras milagrosas que podrían impedir que las calles explotasen y que el mundo se desmoronara sin remedio en pedazos de sí mismo. Eran su responsabilidad la vieja y la niña encerradas con él, al igual que su anciana abuela y su madre que seguramente en este momento estaría muriéndose de angustia, corriendo por la calle y gritando su nombre, como aquella otra madre que había escuchado. Cómo iba a saber que él y Barbie estaban tan cerca, encerrados, o prisioneros en el terrible quiosco, centro de sus ensoñaciones y terrores, convertido por las vueltas que da la vida en un paradójico refugio. Y qué refugio. Lo de blindado era sólo una apariencia: vieja olla de presión zarandeada, sacudida, que no dejaba de temblar bajo los golpes. En cualquier momento una bala perdida podría perforar sus finos tabiques con ellos dos agachados en el piso y la vieja sorbiendo su té en un vasito de plástico. Tenía que salvarlos a los tres, o al menos a Barbie y a sí mismo antes de que los matasen a todos.

Y se sorprendió dirigirse a la quiosquera con una autoridad que nunca hubiera creído tener:

—Señora Nilda. Si aquí hay algún pasadizo secreto es el momento de usarlo. Usted sabrá. 

 

Las palabras se volvieron sólidas como piedras al momento en que las había pronunciado tan a la ligera. Pues nada era imposible ahora, ni siquiera pavoroso. ¿Para qué servía un pobre subterráneo si no proporcionaba una vía de escape? Y sin embargo, había traicionado su constante presentimiento de que aquello era un misterio de los que no debían develarse nunca. Porque desde ese momento — aunque tal vez desde mucho antes —los acontecimientos comenzarían a nublarse en la mente de Robi a modo de un sueño cuyo recuerdo nunca más lograría reconstruir con total certidumbre aunque había sido tan real como el golpe asestado con algún objeto contundente que en ese  preciso instante casi derriba el quiosco. La situación era de emergencia y Nilda tenía que entenderlo. Era bruja tal vez, pero ninguna loca. El blanco de sus ojos refulgió en la mirada que le lanzó de sesgo a Robi, cuyo corazón, de tanto batir contra las costillas iba a escaparse de su jaula toráxica. Terminó de tragarse la rosquilla, cerró la tapa del termo, se limpió la boca con la manga del vestido y con un resignado suspiro confirmó que estaba de acuerdo.

—Okey, chamito. Puede que tengas razón.