viernes, abril 27, 2012



ASÍ COMIENZA "NUBE DE POLVO":





Cierro los ojos y me sueño en esa casa de piedra y sol. Dormito en el chinchorro protegida por sus paredes cubiertas de trinitarias, me dejo acariciar por el viento en el patio abierto al mar como a la vida por delante.

Son sueños dulces y seguros como los libros queridos cuando se leen y vuelven a leer, y así lo habían sido sus estadías allí. Hasta lo fue aquel verano de 1987, al menos en su primera parte, a pesar del deterioro y del acoso, a pesar del miedo que se había infiltrado en los días y los roía como herrumbre. Su padre nunca quiso admitir que existía y ella, orgullosa, le siguió la corriente. No lo sintieron tan claramente entonces porque pudieron probar también el vértigo del desafío y la euforia de la resistencia; no obstante, lo primero que se impone al evocar esos días es precisamente eso: el miedo, la angustiosa expectativa del próximo golpe. No fue una sensación infundada. Culminó materializada en sombras, la noche en que invadieron la casa.

Sombras amenazadoras, seguras de su impunidad. Vilma las divisó desde lejos a través de los mosquiteros de la sala: eran sombras que crecían y menguaban en la escurridiza luz de las linternas, latigazos de luz rajando la oscuridad pegajosa de calor, la sala, la casa, la vida tal como la conocía. Frenó en seco y así quedó, inmóvil y muda, por toda la eternidad de unos segundos, sellando con el puño el grito que le nacía en el pecho y amenazaba con estallar en la boca.

Hay momentos que transcurren fuera de los relojes, abismos negros que abren en el tiempo unas grietas irreparables. Vilma ya los conocía: era la segunda vez que algo maligno pasaba cuando ella estaba ausente. Sólo que esa vez se trataba de su padre.

Vilma era yo. Y era el final del último verano que pasaron en la bahía.

Lo pasaron atrincherados en su casa como los heroicos sobrevivientes de las ciudades asediadas en esas grandes batallas del pasado que estaban en los libros, y los libros y todas las cosas se cubrían de polvo rojizo, pegajoso de arena y sal que el viento traía sin tregua de las obras cercanas. No obstante, ese trocito de cotidianidad que compartieron en la inminencia del final había sido sorprendentemente bueno, a ratos sublime y en general muy tolerable. Menos el miedo, aunque Antonio Sandoval nunca quiso admitir que existiera.

En el fondo, estaba preocupado tanto como ella, incluso más. Le había dicho muchas veces que si algo llegara a pasarle tendría que acudir de inmediato al padre de Jorge, el licenciado Barbosa, quien le oficiaba por amistad de abogado: él sabrá qué hacer, Chinita, decía, y no olvidó repetirlo también una hora antes de la invasión, cuando la mandó a comprar queroseno en el único bazar que seguía abierto hasta las altas horas de la noche, porque era también el único en el pueblo que tenía licencia para el expendio de licores. Para cocinar, Vilma se las arreglaba con la bombona de gas y la gran cava llena de hielo (esa noche, recuerdo, habían comido ceviche), pero necesitaban el queroseno para contar al menos con la luz vacilante de una lámpara en la negrura del cielo y del mar. Pesadas nubes de tormenta opacaban la luna. La electricidad escaseaba en la zona de la bahía, la cortaban y ponían a capricho de la constructora, y el generador instalado en el anexo había dejado de funcionar hacía semanas, casi al principio de las vacaciones.



El generador: pieza fundamental en la logística de vivir en una casa de playa. ¿Por qué no comenzar por el generador?

Antes, él mismo lo habría arreglado. Antes, cuando las cosas importaban. O al menos habría ido al taller mecánico del pueblo a preguntar qué haría Esteban Marcano en semejante aprieto: pedir consejos era una consabida astucia para lograr que el hombre se dejara llevar a la casa y revisara la planta de emergencia. Vilma traería un par de cervezas y Esteban, tras un minucioso examen, escupiría discretamente en la mano esa hoja de tabaco que siempre masticaba y daría su lacónico veredicto. Algo como: Hay que rebobinar el motor.

— ¡Estás tostado, hombre! — protestaría el padre —. Ésta no me la calo. Es casi nuevo.

—Tranquilo, profe. De nuevo no tiene nada. Compró esa vaina usada y bien usada. No iba a dar para mucho. Yo se lo dije pero no quiso escucharme.

Y Yurama se alejaría hacia la cocina sacudiendo su larga cabellera como una gata ofendida y aunque no despegara los labios sería como si se le escuchara mascullar entre dientes que para qué, que otro gasto inútil.

Ella no lo decía —nunca decía nada— pero estaba conforme con vender desde el principio, no le importaban la casa ni la lancha, ni el vaivén del soplo del mar, cercano como un animal dormido en el calor de las noches de verano. No así el padre. Ese era su orgullo, su sueño realizado, su refugio de verdor y piedra en la arena de las dunas. La mejor casa en toda la bahía construida contra viento y marea, casi con las propias manos.

Refunfuñaría contrariado, pues no era hombre de darle la razón a cualquiera, ni siquiera a la gente que respetara como respetaba al viejo Marcano quien sabía arreglar prácticamente cualquier cosa. No obstante, entre los dos recompondrían el generador, volvería la luz y todo seguiría como antes, cuando las cosas importaban. Antes del acoso de los abogados y de las máquinas excavadoras, antes de que le reventaran los cauchos de la camioneta y pintaran insultos en las paredes de la casa y le tirasen por la ventana una gaviota sin cabeza (suceso que Antonio había ocultado a las dos mujeres). Antes de que Hudini, o tal vez un gemelo suyo, amaneciera destripado en el porche y Vilma tropezara con su cadáver al volver de una fiesta privada en uno de los condominios de lujo de la zona.



Pero todo había comenzado tiempo antes de estos acontecimientos, con señales precursoras tan claras como las visitas de aquel licenciado que se llamaba J.J. Enjuto —apellido no se puede más discordante con su estatura y barriga—, como los estudios de suelos y los topógrafos que rondaban el acantilado y la playa; no obstante, nadie creía que fuera a ocurrir realmente. Al menos yo no lo creía. En la ciudad nos mudábamos a menudo, de una urbanización a otra, de un apartamento a otro, porque sí, porque nos iba mejor o peor, porque papá se cansaba de esos lugares alquilados siempre demasiado caros o demasiado estrechos o, la última vez, porque se había vuelto a casar, pero la casa de la bahía había crecido conmigo y nos esperaba incólume cada verano: su gran sala a la que se integraba el mesón de la cocina, su amplio porche, sus fachadas blancas y el patio interno que se abría en una terraza al mar conformaban el único espacio estable que yo había conocido. La idea de su inminente destrucción se volvió de pronto tangible para mí en un hermoso día de sol, uno de esos días que recordaría de todos modos porque fue cuando Jorge Barbosa y yo nos besamos por primera vez en la lancha, con un beso de verdad – verdad.

Y qué decepción. Los libros, las revistas, las muchachas del liceo que ya pasaron por eso, las telenovelas y las películas, el mundo entero no podía estar equivocado en algo tan importante como el primer beso; no obstante, lo que sentí era casi asco cuando su lengua se metió en mi boca como una ostra viva, objeto ajeno y viscoso.

Estábamos anclados muy cerca, recuerdo, en el puro azul sin olas ni viento. Me puse a reír y salté, me sumergí espiando debajo del contorno tembloroso de la lancha las piernas de Jorge que se movían igualmente temblorosas en el agua centelleante, estremecida de luz. Él nadaba a la derecha, yo escapaba por la izquierda, me deslizaba debajo de la quilla y mi risa me seguía en burbujas. Nadaba mucho mejor que yo y era fácil dejar que me atrapara y volviera a besarme mientras nos elevábamos a la superficie para tomar aire y nos zambullíamos de nuevo, abrazados, y otra vez esa lengua salada forzaba mi boca, empujaba, exploraba, insistía, hasta que una especie de languidez se apoderó de mí y ya no tuve fuerzas para seguir escapando. El mundo entero no podía estar equivocado, pensé. Subí por la escalerita mientras él se izaba con la fuerza de los brazos y saltaba a la cubierta antes que yo; te atrapé, dijo, riéndose todavía.

Se acostó a mi lado y volvió a besarme mientras la lancha recuperaba progresivamente el equilibrio, zarandeando y luego meciéndonos con suavidad, y por primera vez también sentí esa dureza esperada y temida debajo de su short mojado. Tranquila, murmuraba acariciando mi pelo mojado con su mano mojada, tranquila, — su mano temblaba —tranquila. Mi languidez crecía, recuerdo. No era la delicia celestial que yo había esperado, pero presentía ya que esa debilidad que se apoderaba de mis miembros era un buen camino para encontrarla, que por ahí iba la cosa. Traté de dejarme ir (tranquila, repetía Jorge), de abandonarme al cada vez más ansioso escalofrío interno que partía de su lengua en mi boca y se irradiaba hasta los dedos de mis pies. Podía concentrarme en eso porque todavía no estaba enamorada de él (aunque el peligro existía siempre, lo confieso), y menos mal: demasiado recordaba aún la tortura de desasosiego insoportable por culpa de aquel chico de cuarto año que se llamaba Roberto y que ni siquiera se dio por enterado de mi existencia. Menos mal (me decía) que no sentía nada así con Jorge, aunque realmente me gustaba mucho con su caminar gatuno y la sonrisa descarada a matar, y ese cuerpazo liso y bronceado de diecisiete años —tres más que yo—, garantía de que sabría qué hacer para que estallara en mis entrañas esa sensación exquisita descubierta cuando me acariciaba solita, espiando los gemidos que llegaban desde el dormitorio de mi padre y Yurama, sólo que mejor, mil veces mejor, tal como lo prometía el mundo.

Y vino un estallido, efectivamente. Pero no ese. El graznido enloquecido de las gaviotas que se desparramaron por el cielo nos hizo incorporarnos deprisa, como pillados por un intruso sorpresivo, segundos antes de que una oleada estremeciera a nuestro barquito. Pensé en una explosión, recuerdo. Pero fue otra cosa. En la orilla, un tanque oruga con cabeza de dragón arremetía contra la casa de Alina Hernández, nuestra vecina intermitente que venía a la bahía con su pila de hijos y un marido diferente cada verano, o casi (menos éste, me di cuenta de pronto, este verano no había venido). Jorge juró feo entre dientes. La máquina infernal retrocedió y volvió al ataque. Volaron bloques y pedazos de vidrio y otra fachada estalló en una nube de polvo dejando al desnudo la cocina y la sala, expuestas como en una casa de muñecas. Y otra vez. El techo se desplomó. Abrazados ya tan sólo de puro espanto, vimos cómo los dientes de acero trituraban la pared interna, el mesón, el fregadero, las puertas. Recuerdo, estúpidamente, el refulgir al sol de un váter blanco antes de que lo pisara la oruga. El fragor y el polvo llegaron hasta nosotros mientras la cuarta arremetida arrasaba con el resto de las paredes. En cuestión de minutos de lo que fue la casa de Alina quedaron apenas unos muñones de concreto roto con cabillas enmarañadas al aire que sobresalían de un montón de escombros.

Los escasos vacacionistas abandonaban precipitadamente la playa recogiendo sus toallas, toldos, sillitas plegables, bolsas, niños y parasoles.

Por encima de ellos, cuando se disipó el polvo, vi a mi padre que agitaba los brazos haciéndonos señas incomprensibles desde nuestra terraza. Y a su lado correteaba Hudini que se desgañitaba ladrando, desde una distancia prudencial, a la máquina demoledora.