jueves, julio 29, 2010

Procedimiento para apagado

Sin aspavientos, volviendo a territorio conocido y con los pies sobre tus pies.

Con las palabras que te habían hecho dudar pero que ahora están listas para ser usadas, vuelves a tener todo en tu lugar, con la ansiedad de querer contarlo todo y sin importar si te creen o no.

(¿Cuántos días estuviste en esto?)

Pero no te desvíes de lo importante porque las vacaciones han terminado y todo lo que no eres tú no ha desparecido aún.

Vuelve a concentrarte porque no es fácil. Mantente firme en ese resto de confianza que no ha desaparecido. No digas nada en voz alta, sólo piénsalo, igual no hay nadie cerca y nadie va a escucharte. Sin temor, pensando siempre en el primer segundo después de que todo haya terminado, vacíate de nuevo porque ya no te hará falta nada. Mira por la ventana, el sol sigue en lo alto del cielo. Toma una respiración, aguanta el aire en tus pulmones, y como está señalado al principio de la escritura como de ti mismo,

sin aspavientos,

déjate llevar y

PASA LA PÁGINA.

viernes, julio 23, 2010

Procedimiento para encendido

La noche ha sobrepasado su mitad. Como una convulsión vives un momentáneo destierro de los minutos y las horas. Las líneas pierden su definición como en una brumosa isla desconocida luego de un naufragio en pleno mediodía (aunque es medianoche).
Pero sabes que es tu casa, sigues con los ojos abiertos, ahora un poco enrojecidos porque olvidas parpadear.

¿Qué piensas? no lo sabes, pero es tan vívido que no sabes si es un pensamiento o una alucinación. Puede que te preguntes si realmente existes. Sabes que sí, pero la pregunta no parece estar de más, sobretodo cuando tú estás de menos.
Estás allí, sientes que puedes comenzar pero también tienes la sensación de que todo ha terminado ya.

Eso te paraliza. Pero piensas, hablas (¿te oyes?), recuerdas que tienes que parpadear, recuerdas que tienes que respirar, recuerdas que tienes que hacer latir tu corazón. Todo se detiene en el momento de mayor conciencia y todo lo tienes que poner en marcha por propia mano.

No eres una persona (¿o sí?); eres una máquina (¿o no?), una máquina/persona. Máquina porque por más que lo intentas no puedes llorar. Persona porque por más que lo intentas no puedes dejar de querer llorar. Entonces descubres que eres un símbolo que lo implica todo. Y te descubres, llorando, como la máquina que se descubre máquina en esta tierra de hombres y fantasmas.

Eso te alegra finalmente, y puedes empezar a vivir esta noche que ya se acaba. Y te olvidas de esta patria, de estos minutos y estas horas; y no has perdido nada porque todo apenas está comenzando.

lunes, julio 12, 2010

Fiesta en El Valle (I)

-No señor, yo para El Valle no me meto a esta hora, qué va- les dijo el taxista sin siquiera pensarlo.
Plácido y Domingo caminaron una cuadras más para tratar de conseguir un taxi que los llevara hasta la fiesta del poeta Ramiro. Plácido caminaba con pasos acelerados, con cierta ansiedad en el cuerpo. Caminar con un poema terminado en el bolsillo, un poema que había trabajado por varios días, le hacía respirar un cierto aire de triunfo, se sentía con ese impulso a veces desenfrenado de los artistas cuando están al borde de una obra que consideran importante. Plácido siempre se sentía al borde de una obra importante. Al borde, al borde, sintiéndose siempre en los límites, pero del lado de afuera, esperando entrar al círculo de los grandes. O será también el alcohol en su sangre lo que le tiene en ese estado. Todo es parte de los mismo, piensa Plácido, el poema, mi poesía y el alcohol y yo, todos somos uno solo, todos somos la obra, se decía quizás justificando las grandes cantidades de alcohol que solía tomar casi todos los días. Quizás en la fiesta del poeta tenga la oportunidad de leerlo haciéndoles ver a todos, finalmente, que sí soy un poeta de verdad.
Domingo había detenido un taxi: Jefe ¿cuánto por llevarnos al Valle?
-¿A esta hora?
-Coño vale, tenemos que llegar- protestó Plácido- no vamos tan arriba, es a una cuadra de la Intercomunal, es sitio seguro.
-Bueno, vamos, pero la carrera les va a salir cara.
-No hay otra salida, hermano- susurró Domingo- aquí vamos a dejar hasta el último centavo.
“El poeta Ramiro”. A Plácido se le revolvían las entrañas cuando oía que todo el mundo le decía poeta a Ramiro, ese gran carajo. ¡Poeta! ¿Y quién ha dicho que por rimar dos versos se es poeta? Pensaba Plácido. Aquí la gente suelta con mucha facilidad la palabra poeta, como si fuera un sinónimo de “amigo” o “hermano”, es una palabra que se ha desgastado mucho, está empezando a no significar nada. Poeta. Poeta los hay pocos, se decía Plácido, no sé si yo lo sea, pero de lo que estoy seguro es que Ramiro no lo es. Todos sus poemas son iguales, puro barrio, pura acechanza de malandro con palabras rebuscadas y rimas obvias, las mil maneras de describir el dolor de una muerte violenta. La poesía del atraco y del traficante. El tema, se le da mucha importancia al tema, cree que porque escribe sobre el barrio tiene el cielo ganado. Este país no sale del realismo social. A mí no me importa el tema, me importa el lenguaje, la palabra seca, dura ahí en el papel. Nada volátil, nada de lírica romántica, nada de suspiros mentales. Lo mío es puro concepto, bien árido. Y en el papel, siempre en el papel. Te voy a decir la verdad, le dijo un día Domingo, yo tus poemas lo tengo que leer como cuatro veces, no se entienden. Porque se quedan en el papel, hermano, no los puedes sacar de ahí, los tienes que trabajar ahí en el papel. Pero a pesar de todo lo que he escrito, a mí nadie me dice poeta, a mí me saludan “¿qué hubo Plácido? ¿Cuándo viene ese poemario?”
-Estás muy callado, Plácido ¿pensando en la inmortalidad?-
-No ladilles que no estoy para soportar tu joda… son los tragos, me tienen pensativo.
-Y eso que no has tomado nada en ¿Cuánto? ¿Media hora? ¡Es mucho! Vamos a tener que decirle a este taxista que se apure.
El bloque en el que vivía Ramiro había perdido ya el número en la entrada, pero por encontrarse entre el cuatro y el seis no cabía duda de que era el cinco. Para llegar al bloque tenían que pasar por el estacionamiento al descubierto que estaba frente a los edificios. Atravesaron varias fiestas montadas alrededor de algunos carros: puertas abiertas, equipo de sonido a todo volumen, la maleta abierta y una caja de cerveza a disposición de todos. La Dimensión Latina y un grupo de parejas bailando. Plácido sintió ganas de bailar. Finalmente entraron al edificio y subieron hasta el piso tres. Los pasillos eran largos y abiertos y daban la impresión de grandes balcones desde donde cualquiera podía comunicarse de un piso a otro. La música de la fiesta de Ramiro podía escucharse desde la planta baja, ¿Qué me dices, hermano? esa fiesta está prendida, dijo Domingo, yo esta noche no me regreso contigo, Plácido, con un poco de suerte consigo compañía hasta el amanecer.
La puerta del apartamento 32 estaba abierta y parte de la fiesta estaba en el pasillo, apenas asomaron las cabezas se escucharon varios gritos de bienvenida mezclados con la voz de Ismael Miranda cantando Cipriano Armentero.
-¡Oye Ramiro! Llegó la ópera a esta casa… ¡Plácido y Domingo!
Plácido entró al apartamento sintiéndose un poco fuera de sí. Conocía a casi todos en la fiesta, así que no era incomodidad. Era una leve sensación de estar por encima de todo, de no poder fluir en la temporalidad de la fiesta y olvidarse un poco de sí mismo. Saludó queriendo parecer agradable, abrazó a varios amigos, besó en la mejilla a varias amigas, hizo algunos comentarios sobre viejas fiestas y anécdotas que nunca se olvidan y que sirven para crear un ambiente de unidad en el grupo pero que al final es sólo material para llenar huecos que nuestra individualidad no puede llenar. Enseguida empezó a sonar Las caras lindas, a Plácido la canción le pareció una ironía. Estas fiestas de Ramiro siempre se hacen en la oscuridad, puro dramatismo, puro ron, cerveza, perico y un buen baile en un rincón. Domingo ya estaba bailando, no se pudo aguantar, llegó tomando una cerveza de una cava que estaba en la cocina. Sacó después a bailar a una ex novia, son las mejores, le había dicho, no hay sorpresas pero hay cierta emoción por la posibilidad de una recaída.
Plácido no se sentía completamente allí, se veía fuera de sí, parecía escuchar nuevamente las palabras después de decirlas y eso le provocaba una terrible angustia, porque no dejaba de cuestionar todo lo que decía. Se veía a sí mismo caminar por el apartamento, se sentía ridículo, sólo pensaba en el hecho de que nadie le decía poeta, a él, el verdadero poeta de la fiesta. Se sentó en un banco junto al balcón, allí recibió su primera cerveza de la noche, allí se hizo un pequeño grupo. Allí pensó varias veces en lanzarse por el balcón cuando las conversaciones se tornaron demasiado estúpidas para él. Si esto se hace insoportable juro que me lanzo por el balcón, no es tan alto, de un piso tres creo que puedo sobrevivir. ¿Saludaste al poeta Ramiro? ¡Qué mierda! ¿van a seguir llamándolo así?
-No, todavía no.
-Ya viene, está en la cocina.
-¿Y entonces Plácido?- preguntó Ramiro a viva voz desde la puerta de la cocina- ¿Cuando viene ese poemario?

Amigos, me da mucho gusto volver a re-encontrarles, así sea mediante este blog. Me complace que hayan mantenido el blog por todo este tiempo: tengo mucho para leer. Les dejo la invitación para un evento (aunque no vinculado a los relatos) en el que estoy involucrado. Un fuerte abrazo a todos.
Juan Carlos.

martes, julio 06, 2010

LILIANA LARA, o Reflexiones sobre la hermandad del desarraigo


Se me ocurre el término “hermana al revés” este año al principio de junio, mientras espero a Liliana Lara en la parada de autobús, apenas un banco en una mancha de sombra al borde de la carretera. En el aire tembloroso de calor el paisaje plano se desdibuja en el lugar común de hallarse en el medio de la nada, sembradíos que no logro identificar, una que otra construcción industrial, lejanas casas y lejanos árboles. Ella no tarda en llegar en un carro algo desvencijado, se disculpa porque no tiene aire, se disculpa otra vez por no haberme ido a buscar a Tel Aviv, no porque esté lejos sino porque sólo sabe manejar por ahí, en la ciudad no se atreve, dice (y la entiendo). Estamos al sur de Israel, aunque ni tan al sur ni tan lejos: al llegar de Venezuela uno se extraña de lo pequeño que es este país, aquí nada está realmente lejos de nada. Pasamos por la moderna mijlalá (instituto universitario) en Shderot —ciudad tristemente célebre por ser blanco de misiles provenientes de Gaza—donde Liliana es profesora de español, para refrescarnos un poco en el aire acondicionado mientras ella recoge los exámenes para corregir y saluda a sus colegas en hebreo. Luego, carro otra vez, calor otra vez y vamos al kibutz Bror Jail, a su casa, que es grande como pocas y práctica como todas las casas en las zonas rurales de Israel, y la suya además es bonita, con árboles que hacen lo que pueden para crecer en ese lugar y un pequeño huerto donde ella me enseña con legítimo orgullo sus repollos, lechugas y esa maravilla de legumbre que asemeja un rábano dulce, verde y enorme que ahí se llama colorabi, (ninguna de las dos sabemos cómo se llama en español), tan familiar para mí como el resto del ambiente, porque de niña viví mi primer año de inmigrante arrimada en una casa como esa, en otra cooperativa agrícola. Encontrarnos es una fiesta, por supuesto, hablar de la vida y de los libros, de Israel y de Venezuela y del karma que compartimos de tener siempre que explicar a un país cuando estamos en otro, de leer textos y tomar café y más café, de jugar con Sebastián y Emiliana después de recogerlos de la guardería y del colegio con el mismo carro de mamá, y todo resulta especial rozando lo mágico, hasta la aterradora experiencia de cazar a un escorpión negro que apareció en la casa de noche y no es porque abunden escorpiones en Bror Jail: es el primero que Liliana y su marido Damián habían visto en los diez años que viven allí. ¿Acaso ese animal legendario (insecto le queda corto) vino conmigo desde Caracas, escondido malévolamente entre mis cosas, indetectado por las máquinas y los cerberos de tres aeropuertos? (Pero ¿cómo?, si tampoco aquí nunca he visto ni uno.)

Nos conocimos primero por email, cuando me enteré de que el concurso Ramos Sucre lo había ganado una chica que vivía en Israel y pensé automáticamente que se trataba de una integrante de la comunidad hebrea de Caracas. Pero resulta que no, la autora no es de la comunidad, ni es judía, ni nada parecido. Me despertó la curiosidad. El blog de Liliana (Memorias y avatares de una madre intelectual) confirma su condición de inmigrante que llegó a Israel sin ninguna preferencia cultural o empuje ideológico, llegó ahí por puras casualidades de la vida, amor, trabajo, como podía haber llegado a cualquier otro lugar,como yo misma llegué una vez a Venezuela. Sólo que recalar en Israel de ese modo no es muy frecuente.
Luego publicaron Los Jardines de Salomón y me lo trajo Rubi Guerra cuando vino a Caracas. El libro me encantó. Cada una de sus historias corre como un rio manso que nos arrastra en el puro placer de bucear en sus aguas hacia el presentido y temido encuentro con cadáveres y monstruos sumergidos. Lo volví a leer ahora y reitero que el lenguaje parece sencillo y no lo es, y el modo de narrar parece casual y tampoco lo es: ni una palabra sobra. El misterio del talento se une al rigor del trabajo en esa prosa fluida, centelleante y sensible como el mercurio y también ambigua como el mercurio, que parece ligero y no lo es y parece liquido pero nunca se desparrama en vano. Sus relatos evocan paisajes rurales venezolanos, casas grandes con abuelos y abuelas, misas los domingos, oscuros bares y personajes derrotados.
Los jardines de Salomón, que ganó el concurso de Ramos Sucre en 2007, se demoró un año en salir publicado y dos en llegar de Cumaná a Caracas, pero es un excelente libro y las obras de calidad flotan en la conciencia de lectores como manchas de aceite sobre el agua. Sin embargo, que hoy día Liliana Lara tenga renombre y gente que la lee y aprecie, es un milagro de la globalización. Ella sigue siendo escritora venezolana gracias a su libro, pero más aún a su blog (http://memoriasdelamamacita.blogspot.com) y a los cuentos enviados por email a varios sitios literarios, gracias a Internet, Facebook, Twitter y a las amistades que se crean en el mundo virtual. Yo la conocí en persona el año pasado, en Tel Aviv. La acompañé al Instituto Cervantes—pequeño oasis de hispanohablantes cuya existencia hasta entonces ignoraba—; también fuimos a comprar zapatos para sus muchachos y el resto del día se nos fue en hablar de literatura en todos los cafés de la calle Dizengoff. Nos seguimos escribiendo después, nos enviamos capítulos de las novelas en las que estamos trabajando y nos animábamos una a otra con golpecitos virtuales en la espalda. Liliana Lara está en esa etapa de la edad adulta en que uno quiere hacer todo, y lo hace. Aparte de su trabajo de profesora, de llevar la casa y criar dos niños pequeños, también da cursos en el Instituto Cervantes de Tel Aviv y recién reunió el coraje para emprender un doctorado en la universidad de Jerusalén. El tema, aún no está segura, pero tiene que ver con escritores desarraigados. Of course. Hay demasiados trabajos sobre el desarraigo y escritores desarraigados, cualquiera que haya estudiado literatura lo sabe, cuántas diásporas, grandes y pequeñas, cuántas minorías étnicas de inmigrantes, cuánto lenguaje hibrido, cuántos escritores latinos en Estados Unidos y hindúes en Londres, sin hablar de los caribeños que al parecer sólo escriben en el exilio, y los chicanos en Méjico y los turcos en Alemania y el cansancio que me da de antemano el tema. Pero ella, más que formas y narrativas del desarraigo quiere studiar escritores desplazados (sí, esta es la palabra correcta)y la huella de su condición en la narrativa que producen. En esa condición desplazada nos hermanamos, ella y yo, que no representamos a ningún grupo de inmigrantes, somos dos escritoras venezolanas que también son israelíes, dos casos de un desarraigo personal, casual, ligeramente absurdo y totalmente inútil para respaldar los textos que escribimos con alguna solvencia comunitaria. Nuestros textos deben ser auto-estables, aguantarse por sí mismos en la intemperie de su desplazamiento.
A mí me dicen polaca, porque Israel no goza de mucha popularidad últimamente, pero la verdad es que yo crecí en Israel y de Polonia recuerdo muy poco. Crecí en Tel Aviv y, aunque desde hace años no tenga nada mío allí fuera de amigos y recuerdos, camino por sus calles con la seguridad legítima (y no importa que tan ilusoria sea) de pisar territorio conocido, la misma seguridad con la que los personajes de Liliana se desenvuelven en Cumaná o Maturín. En cambio, ella aborda el espacio de Israel como desde la periferia de personajes marginales, con tanteos, toques y vislumbres, con la mirada imparcial matizada de cautela de quien, aunque habite un lugar, solo se da el derecho de describirlo con la extrañeza de testigo externo, sensación que recupero también cuando, a pesar de tantos años de vivir aquí, intento narrar a Caracas.
Provoca pensar que a una generación de distancia somos hermanas al revés, en situación simétrica y opuesta, pero no es así, porque yo al menos escribo español en Venezuela, pero Liliana, tan venezolana como la arepa, egresada de la Universidad de Oriente y magister de la Simón Bolivar, escribe en español en Israel. Ella lo tiene más difícil. Cuando llega por fin de vacaciones a Venezuela, ya no está desplazada en el idioma, pero sí en el espacio, en sus escenarios legítimos; en el Metro le achacan a un niño que busca a su mamá, pero no se ha enterado de que las máquinas están sólo de adorno, ya no conoce los códigos. Sus escenarios favoritos no son las grandes ciudades y se siente más cómoda en ubicar a sus personajes en lugares que figuran menos, que hacen menos ruido: Cumaná, Maturín. Quién de ustedes conoce realmente a Maturín?, pregunta en su entrevista. Especialmente a ese Maturín del pasado, lugar probablemente tan ficticio como esos cuyo aspecto familiar me ilusiona cuando llego de visita a Tel Aviv.
Del hebreo dice Liliana en su blog, con un gran acierto metafórico: soy voyerista en ese idioma, lo denomina “ese otro idioma”, que es el que se habla en la calle y en el kínder donde va su hijito de tres años que a veces deforma sus verbos declinándolos en forma comiquísima, en español. Tal vez no se permite aprender realmente hebreo más allá de su uso práctico, para que la realidad cotidiana siempre exigente no la anegue por completo, que no invada su refugio de palabras. Liliana se aferra a su identidad a través del español, esa es la trinchera desde la cual mira y construye el mundo, desde la cual se proyecta como escritora. Porque - y lo dice en su entrevista - en fin de cuentas, el idioma es la verdadera patria de quienes escriben, y ella, más que nadie, es el ejemplo de ello.

Krina Ber, julio 2010