viernes, febrero 19, 2010

Hablando de periodistas...

CONSUELO DIGITAL

Por Néstor Rojas Mavares

Julio no apagaba el teléfono celular ni en las peores emergencias personales desde que su fuente más confiable le advirtió que estaba por ocurrir “algo sorprendente”. Ya había olvidado cuánto tiempo pasó desde aquel aviso y lo más impactante que ocurrió en ese lapso fue el síncope que sufrió su jefe en la sala de redacción, un lamentable incidente que, sin embargo, le abrió la posibilidad de ocupar el puesto más apetecible en el diario digital “El Informe.com”.
Esa tarde estaba pálido de terror por la forma aparatosa como Pancho Istúriz cayó al piso, su cara contraída por el dolor, los gritos y los redactores corriendo para auxiliarlo. Aquella emboscada del destino fue el comienzo del fin de la carrera del periodista más solidario que había conocido. Cuando lo visitó en la sala de emergencia poco después, Pancho desvariaba, decía incoherencias, repetía nombres y lugares sin ninguna relación. Apenas logró entenderle una frase aislada que nunca supo si era exacta su interpretación: “Puede ocurrir en cualquier momento”.
Algo parecido escuchó del dueño del diario con más consultas en el ciberespacio al proponerle el cargo de jefe interino ante una improbable mejoría de Pancho. El empresario se mostraba presumido como siempre, aunque preocupado. Fumaba un tabaco apestoso que aseguraba era un habano original de 40 dólares. En el despecho encerrado, Julio Zamora sólo pensaba en los estragos que dejaría el humo en sus impecables camisas blancas y sus trajes de Armani.
--Quiero que te encargues de la redacción. Por el momento será temporal. Te confieso que no creo que Pancho regrese. Él ha sido el mejor jefe que hemos tenido pero quedó muy mal. Irrecuperable --le confesó Telmo Olavarrieta dibujando en el aire figuras de humo con su habano.
Sentado en su impecable escritorio, el “señor” Zamora, como le decían ahora las pasantes llegadas de todas las universidades, recordaba aquel episodio como si se tratara de la prehistoria.
Su debut como jefe había sido discreto y juicioso. Tener 30 periodistas bajo su supervisión le parecía un reto imposible que se fue diluyendo a medida que conocía de cada quien sus debilidades, si no intelectuales al menos en el trato con las fuentes. Al final descubrió que el control no era tan difícil si apretaba los botones adecuados.
Muy pronto olvidó a Pancho, sus enseñanzas y advertencias y comenzó a aplicar sus propios criterios profesionales que resultaron odiosos para los compañeros de redacción, pero bastante acertados si hablamos de los intereses del diario digital.
Con el paso de los días desde el puesto de mando cambió de actitud hacia sus colegas. Se tornó distante con los viejos compañeros de farra y arisco con los redactores más jóvenes. Quizás fue consecuencia de las abiertas insinuaciones de las pasantes que exhibían sus cuerpos jóvenes, exuberantes, impregnados del erotismo más descarado por la redacción.
Al principio, Julio apenas levantaba los ojos de la pantalla desde donde enviaba mensajes a los redactores y diagramadores encargados de la edición. Quería mantener una imagen de jefe mesurado, formal, ante el temor de que la confianza excesiva debilitara el respeto y por lo tanto su autoridad en la redacción.
Le dio por reírse en lugar de llorar de las ideas locas de Olavarrieta. Desde que pidió a los lectores que votaran sobre la eliminación de la edición en papel, hubo un desplazamiento de años de experiencia al campo digital. Muchos redactores que no se adaptaron a los cambios decidieron terminar sus carreras, convencidos de que la era del periodismo cibernético no motivaba la lucha por la información. No era igual con la edición impresa, que arrastraba toda una historia milenaria.
Habían pasado 100 años desde que el periódico vio la luz con los métodos más rudimentarios de impresión. El dueño siempre contaba una historia más cercana a la leyenda sobre la travesía de su bisabuelo transportando en mulas una imprenta alemana que garantizó el tiraje durante las décadas iniciales, incluso en tiempos de guerras de caudillos y revueltas.
Ahora las cosas eran radicalmente distintas.
Las nuevas generaciones prefieren leer las noticias en las pantallas de sus laptos o de sus celulares, en lugar de ensuciarse los dedos con la tinta del papel. El e-book fue el tiro de gracias para la desaparición del diario en su forma tradicional y de inmediato comenzaron a verse pasajeros en el Metro con sus pantallas retráctiles. Las sacaban de sus carteras o mochilas y leían las noticias en tiempo real como la cosa más natural del mundo.
Para Julio fue impactante la primera vez que observó a un muchacho con cara de universitario extrayendo de una carpeta su pantalla para examinar los titulares de la edición del día. Lo espiaba por encima del hombro a pesar de los empujones dentro del vagón. Era fascinante el manejo que tenía de los campos hasta que encontró el resultado del fútbol español que buscaba. Real Madrid había ganado el clásico a los catalanes pero aquel humillante 5-0 fue eclipsado por la fractura que sufrió el nieto de Maradona, quien hacía su debut con el Barcelona y todo el mundo lo llamaba “Diego Jr”.
A veces le llegaban recuerdos lejanos de su ex jefe, sus recomendaciones para manejar titulares polémicos, cómo conducirse en los casos de denuncias de difamación o las insinuaciones desde el poder. Ahora que ocupaba su puesto, Julio quería convencerse de que aquel inesperado accidente fue lo mejor para Pancho Istúriz.
Él pertenecía a la vieja escuela, la de los tercos que no concebían la desaparición de la edición de papel. El tiraje físico era toda una herencia que llegó con los discípulos de Gutemberg, siguió con la impresión en plomo líquido, luego el fotolito, hasta llegar a las monstruosas rotativas que imprimían 200.0000 ejemplares en una noche.
Pancho había aguantado la transición cuanto pudo y fueron estremecedoras las lágrimas que derramó cuando la edición impresa se recortó a la mitad como preámbulo a su total desaparición. Desde entonces su orgullo de periodista veterano quedó herido. Trabajaba a disgusto, maldecía cada vez que los redactores solicitaban una entrevista por teléfono y las declaraciones las anotaban en las pantallas en lugar de usar las tradicionales libretas o cuando para apuntar un número telefónico buscaban el celular y oprimían la opción “contactos”.
Julio estaba seguro que todo ese ambiente hostil a Pancho provocó la catástrofe. Istúriz había tirado la toalla y antes de retirarse del periodismo con la frente en alto su alma decidió abandonarlo. La tristeza se posesionó de su espíritu, provocando el desmayo repentino ante una redacción asombrada.
“Fue un ataque al papel”, bromeaban los jóvenes redactores para herir a los más veteranos. Se paraban frente a la ventana y señalaban burlones hacia los talleres. Entonces preguntaban en voz alta para qué servirían los gigantescos rollos de pulpa que quedaron abandonados en la sala de la rotativa, expuestos al sol y al polvo.
Olavarrieta le aseguró que Pancho había retrasado innecesariamente los cambios en el periódico, que no lo había despedido porque era difícil encontrar un reemplazo con su talento. La salida abrupta de Istúriz le abrió entonces la posibilidad de imponer los planes de reingeniería tan esperados para el periódico.
Ahora, a cargo de la edición digital, Julio tenía la tarea de enterrar definitivamente la herencia de un siglo de periodismo impreso. Se había acabado el tiempo de transición, así que en adelante “El informe” sólo se leería en las pantallas retráctiles, los e-book, las laptops o los celulares. Cero papel, para fatalidad de los nostálgicos.
“Los pendejos que no les gusta ensuciarse las manos con la tinta estarán felices. Ahora no encontrarán papel periódico ni para emergencias. Mi sentido pésame Pancho, viva Pancho”, se lamentaba Julio.
Una noche de tragos, Istúriz le contó que su abuelo fue testigo entusiasta del cambio de la máquina de escribir Remington a la pantalla de la PC y de esta al internet. Todo eso lo compartía a distancia, era aceptable por la ineludible revolución tecnológica, pero el proyecto de eliminar la edición impresa era el colmo. Él no cometería ese suicidio porque la memoria de su abuelo no lo dejaría en paz. De eso se quejaba a diario hasta que cayó redondo en la redacción, como si su cuerpo le hubiera dicho: “oye Pancho, está bueno ya. No puedes sostener este mundo”.
Luego de la traumática transición, que incluyó huelgas laborales, protestas de los periodistas más antiguos, incertidumbre de las nuevas generaciones y una caída general de la líbido en la redacción, a Julio Zamora le tocó recoger los vidrios.
El dueño le aseguró que Pancho había impedido la reestructuración del diario con variadas excusas, pero que ahora podría materializarla con su apoyo. Vendería la rotativa como chatarra, demolería el galpón de los talleres, recortaría el personal en 60 por ciento y compraría el servidor de internet más arrecho del mundo.
--Con tu ayuda nos vamos a convertir en el diario con más visitas en el país, una referencia. Ya sabrás que Google dejó de ser gratis, ahora la gente tiene que pagar para cualquier consulta y ahí es que estamos nosotros. Aquí te dejo el reporte de las páginas más visitadas esta semana.
Julio dejó el informe sobre su escritorio. La sola idea de abrirlo le ocasionaba vértigo y ganas de vomitar, ante la posibilidad de que la galopante competencia ganara en los registros de las consultas.
Estaba a punto de abrir la carpeta pero una imagen distrajo sus sentidos. A las 8:00 de la noche la sala estaba desolada y silenciosa. De pronto, una voluptuosa pasante cruzó la redacción cargando un fajo de papeles.
“¿Desde cuándo hay libertad para estar en el periódico tan tarde?”, se preguntó con la boca hecha agua.
La muchacha había llegado dos meses antes, recomendada por un profesor amigo de la Universidad Católica. Los primeros días venía con camisas holgadas y suéteres cuello de tortuga que ceñidos al cuerpo insinuaban una figura de concurso de belleza.
Buscando evitar comentarios insidiosos de los colegas, el señor Zamora observaba con la mayor discreción el trasero redondo y portentoso Natalia Jiménez, quien trajo unas notas nada impresionantes de su curso de periodismo.
Tuvieron que pasar dos meses para que desaparecieran las chaquetas y los suéteres y fueran sustituidos por franelitas que dejaban al descubierto el ombligo y las caderas, mientras ella seguía con las más mismas inocentes preguntas sobre la técnica de redacción periodística.
--¿Señor Zamora, puede ayudarme con este reportaje? No encuentro por donde entrarle, son demasiadas cosas --le rogaba.
Julio la atendía con la mayor amabilidad, tratando de tener a distancia sus pechos erguidos que exponían redondeces insuperables.
Poco a poco Natalia fue sustituyendo su imagen inocente por una más sensual, hasta convertirse en la muchacha que acababa de cruzar la redacción rumbo a su pantalla Apple, con 600 giga en la que volaban sus notas. Trabajaba en un polémico reportaje ayudado por una fuente anónima del ministerio de Finanzas. Ya tenía demasiado tiempo con esa historia y Julio alargó el plazo para su entrega. Se vencía a la 10:00 de la mañana siguiente.
Julio recordó que en una reciente reunión con la redacción le advirtió a los periodistas que eran “verdaderos” esclavos del tiempo y tenían que asumirlo si querían sobrevivir frente a la competencia.
--Nuestro trabajo es informar en tiempo real. Debemos darle una patada por el rabo a la CNN que cree tener dominio global de la información. Aquí los más rápidos somos nosotros. Otra cosa es inaceptable --dijo a unos colegas dominados por la duda.
Esa noche, la muchacha fue a sentarse en la penumbra de su cubículo, decidida a terminar el trabajo antes de tiempo. Minutos después archivó la nota y se levantó de su silla con un gesto de cansancio.
--Le envié el reportaje a su correo. Me tardé porque tenía que confirmar unas cifras sobre la recaudación de impuestos. El petróleo ya casi no aporta nada para el fisco y la mayoría de los ingresos vienen de impuesto sobre la renta y el IVA. Es cierta la amenaza de cárcel a los evasores, ya no se conforman con las multas.
Ella se retiró moviendo rítmicamente sus cadenas. La siguió con una mirada prudente ante el recelo de que ella volteara y lo descubriera fisgoneándola. En ese momento Julio descubrió a qué se debía su atracción por la muchacha. Era el vivo reflejo de su fantasía juvenil.
Casualmente había revivido aquel ensueño durante el almuerzo con la llamada de un número desconocido. Tenía no menos de 10 años sin escuchar la voz de Libia Suárez y le costó identificarla. Parecía ser el mismo demonio sexual que lo enloqueció en los tiempos de la escuela de periodismo.
--¿Puedo visitarte? Me enteré que estás dirigiendo el periódico más exitoso del momento --preguntó ella.
--Claro, cuando quieras.
En sus mejores tiempos Libia era una mujer que se divertía provocando a los hombres. Llegaba a los salones de clase con faldas minúsculas, vestidos que parecían dormilonas y piezas absolutamente nítidas que no dejaban nada a la imaginación.
Cruzaba las filas de asientos desde el fondo dejando un aroma perfumado y la instantánea de una ropa interior que era evidente debajo de las faldas de tono usualmente pálido.
La llamada le hizo recordar a Julio los pensamientos calientes que tuvo con ella en un examen oral sobre ética y comunicación al final del curso universitario. Esa tarde estaba fenomenal, con una falda de bluejean microscópica que deja al descubierto sus muslos bronceados y lisos, sus rodillas perfectas y los tobillos que sobresalían de unos tacones de aguja retadores.
Después de la graduación, Libia incursionó con éxito en noticieros estelares de televisión como corresponsal viajera. Cubrió la guerra civil de Tayikistán, la tormenta que azotó Minorca y el levantamiento en las estepas de Mongolia en desafío a la invasión china.
Visitó a muchos presos en sus casas en Myanmar y presenció los cambios en Cuba que fueron vigilados por organizaciones defensoras de derechos Humanos. También viajó a tierras tan lejanas como Chechenia, Vietnam y Singapur reportando la devastación dejada por la crisis del capitalismo, cuyos efectos en las calles fueron peor que la bomba atómica de Hiroshima.
Fueron años alejada del país y cuando regresó ya no era la misma muchacha traviesa de la universidad. Una vida personal hecha añicos, la reducción de salario por sus empleadores y la enfermedad de su madre la obligaron a regresar a la ciudad que juró mantener en el olvido.
--Necesito hablar contigo --dijo por teléfono.
--Sí, cuando quieras. Mañana. Búscame en el periódico.
Julio quiso verla lo más pronto posible. Estaba ansioso por revivir los sueños de su juventud. Conservaba fresca la imagen de una Libia casi adolescente, con ropa transparente y provocadora. Pero nunca pudo acercarse lo suficiente a ese portento femenino y se quedó con las ganas de confesarle su amor, sus ganas o lo que fuere.
La mañana siguiente Julio estaba impaciente por su llegada. Tenía los ojos pegados al reloj que avanzada con una lentitud desesperante. Repartió las pautas a los reporteros, instruyó a los diagramadores sobre el espacio que debía ocupar el desplome a 4,5 dólares de los precios del petróleo y avisó a su esposa que no iría a almorzar.
Cuando Libia ingresó al periódico fue como si una imaginaria alfombra roja se hubiera desenrollado para darle paso a su glamur. Los redactores la identificaron y quedaron con la boca abierta. Cruzó la puerta con un traje de marca por encima de las rodillas, unas medias de nylon oscuras y una chaqueta de cuero que la hacía ver espléndida.
Fue directo a la oficina de Julio como si toda la vida hubiese rondado los pasillos de “El Informe.com”. En ese preciso momento Julio charlaba por teléfono con el propietario de un banco que deseaba desmentir una campaña de infundios que lo tenía la borde de la bancarrota.
Apenas colgó, entró otra llamada que Julio identificó en su celular. Cada vez que veía ese número sentía un leve estremecimiento.
En una jornada normal, a Julio le faltaban sentidos para sobrellevar la carga del trabajo. Revisaba las notas en la pantalla, escuchaba su emisora preferida, sintonizaba la televisión en el canal de noticias y descifraba cientos de mensaje de texto por su teléfono celular.
Además, debía aclarar las dudas de los reporteros, atender las quejas de decenas de personas y las denuncias, chismes o amenazas de políticos interesados en adueñarse de la notoriedad que garantizan las primeras planas, aún siendo digitales.
De aquel mundo salió la fuente “más confiable” de Zamora, una extraña mezcla de político exitoso y astrólogo con quien hablaba dos veces al mes y quien en cada ocasión lo hacía temblar por sus incómodas predicciones y confidencias del mundo político.
Esta vez se negó a contestar su llamada.
Libia se sentó en el sofá frente a su escritorio. Alargó sus piernas en una posición relajada y sacó de la cartera una caja de cigarrillos. Con un gestó preguntó si podía y Zamora le señaló un letrero pegado en la pared: “Prohibido fumar”.
Miró con satisfacción un letrero sobre el escritorio de Julio: “el periodismo es un estado de ánimo”.
Mientras ponía el teléfono en modo “vibrar”, la observó hasta el mínimo detalle. Le gustó el aspecto sobrio de su ropa, sus medias oscuras y tacones, su chaqueta ajustada a su cintura. Encontró que había subido de peso, pero de inmediato volvió a la realidad de una década sin verla.
Dejó el celular en su escritorio con un gesto de resignación y se levantó para darle un abrazo. Sintió su mejilla cálida y perfumada por el maquillaje. Evidentemente, no era la misma Libia pero conservaba mucha de la fascinación que lo enganchó a su figura. En lugar de disuadirlo, las patas de gallina que se revelaban cuando sonreía lo sedujeron un poco más.
--Libia, mi amor. ¿Qué haces por estas tierras?
--Nada, visitando a mi compañero de universidad, ahora que es famoso.
Se sentaron a conversar. Minutos después los interrumpió Olavarrieta con una gran sonrisa. Sin presentarse, le dio la bienvenida a aquella reportera de fama en televisión.
--¡Libia Suárez! Qué honor.
--Parece que tienes un admirador más. Conoce al propietario de este negocio, perdón de este diario -- dijo Julio.
--Mucho gusto.
Él sintió que Olavarrieta hacía gala de una confianza excesiva. No supo si eran celos o envidia lo que provocaba la familiaridad que el empresario se tomaba con su amiga. A Julio le entraron unas ganas locas de salir de la oficina y llevarla a un lugar alejado donde pudieran hablar sin interrupciones molestas.
Olavarrieta hizo unos chistes sin sentidos que acompañó con carcajadas sonoras, antes de volver a su cita con los habanos.
Una vez solos, la chica fue directo al grano. Quería establecerse de nuevo en el país y necesitaba un empleo. Estaba segura que su talento para el medio audiovisual lo trasladaría sin inconvenientes al escrito.
Julio pretendió hablar como jefe de redacción y no como un hombre rendido a sus pies. No tenía vacante en ese momento, pero consultaría al presuntuoso de Olavarrieta si había espacio para una nueva contratación en la nómina.
--Ahora no tenemos vacantes. Tendría que consultarlo con el jefe --dijo.
--Claro que hay. Tú puedes hacerle espacio a una reportera en problemas.
No supo si fue impresión suya o un indiscreto gesto de su amiga. Con la última frase sus piernas tuvieron un leve movimiento, se separaron apenas unos centímetros, dejando ver un poco más de sus muslos.
--Preguntaré hoy mismo --repitió.
--Sé que podrás conseguir algo para mí. Se me ocurre algo ¿Por qué no me invitas a almorzar?
Un nuevo movimiento de sus piernas terminó por convencerlo, fue definitivo para acelerar las cosas.
--Dame unos minutos y nos vamos.
Julio intuía que la de ese día sería una jornada tranquila en el ámbito noticioso. En el horizonte no había nubarrones ni incidentes que preocuparan o que obligaran a una atención especial. Impartió algunas órdenes a los diagramadores y a los editores, de manera que siguieran temas específicos. Lo de siempre, los precios del petróleo, la Bolsa, los debates en el Congreso y el movimiento en la sede del gobierno.
Salieron en el auto de Libia. Buscaron un restaurante en un extremo alejado del centro de la ciudad, bajo la protesta de Julio. Por el camino, su celular repicó no menos de 10 veces por consultas desde el periódico.
--¿Ves por qué no puedo alejarme mucho?
--Deberías apagarlo si queremos tener una velada privada --dijo Libia.
--¡Estás loca! Es imposible. Tengo que estar en contacto. Uno nunca sabe qué puede pasar.
--¿Qué puede pasar? El día está muy tranquilo. No veo nada extraordinario en el ambiente. Sólo una celebración entre nosotros. Yo sabía que tú estabas enamorado de mí en la universidad.
Aquella confesión dejó frío a Julio. Fue como si hubiera sido descubierto por una multitud cometiendo un delito y con las manos en la masa.
--¿Quién te dijo eso? Yo nunca hablé esas cosas contigo.
--Bueno, yo tengo mis fuentes. ¿Lo vas a negar? Las mujeres conocemos las miradas de los hombres. Lo que sienten, lo que buscan.
--¿Y si fuera verdad? De cualquier manera, eso fue hace muchos años.
--No sé. Quizás podamos revivir esa historia.
Julio aguantó una respuesta en la garganta. Llegaron al restaurante pero una larga fila de autos anunciaba salones colmados de visitantes.
--No hay lugar. Tengo una idea --dijo ella.
Libia enfiló su auto hacia la autopista que lo llevaría a una zona en las afueras de la ciudad. Julio se sentía intranquilo por alejarse del periódico de esa manera. Su escasa confianza hacia los editores había hecho que ocupara personalmente mucho del trabajo de los coordinadores de área.
Para colmo, a 10 kilómetros de la ciudad su celular quedó sin conexión. Habían entrado en un valle rodeado de altas montañas que dificultaban las comunicaciones. En una colina encontraron un restaurante campestre, frente al cual pasaba un arroyo que años antes era un río caudaloso.
De la montaña descendía una neblina que alegraba el espíritu de los visitantes. Julio bajó del auto y se abrigó con la chaqueta de su traje negro.
--No sabía que existiera este lugar. Es un paraíso.
--Y está a una hora de la cuidad. Aquí al lado hay una posada. Siempre hay gente de visita. Yo crecí en una casa una colina más abajo.
Antes de entrar al restaurante recorrieron el lugar. El arroyo corría montaña abajo con más fuerza. Julio estaba feliz, pero no dejaba de consultar su teléfono, que seguía sin dar señales de vida.
--¿Todavía sin servicio? Mi blackberry tampoco tiene conexión con internet. Es que estas montañas son una muralla de piedra que no deja entrar las comunicaciones.
La situación de incomunicación lo tenía al borde de un ataque nervioso. Libia se sintió irritada por la conducta de su amigo, que no le prestaba la atención debida.
--Déjame ver el teléfono --dijo sin malicia aparente.
Se lo entregó esperando que ella pudiera hacer algo, quizás un destello mágico que le devolviera la señal al celular y la tranquilidad a Julio. Ella lo apretó como un objeto sin valor, tomó impulsó y lo lanzó al arroyo que parecía haber aumentado su caudal.
--¡No! ¿Qué hiciste? No puedo estar sin teléfono.
--No entiendes que aquí no hay comunicación. Vamos a comer y después buscamos una habitación. ¿O no quieres?
Se dejó llevar hasta un salón rústico repleto de gente amable y aromas exigentes. En la silla, frente a su amiga, Julio examinaba si situación. Intentó tranquilizarse pensando que la jornada para el diario había sido tranquila. Incluso un editor lo había consultado varias veces sobre la primera plana, ya que escaseaban las noticias de impacto.
“No hay nada importante. ¿Entonces por qué no me dedico a pasarla bien con Libia?”, se dijo mientras examinaba a la reportera.
Ella se había quitado la chaqueta y su vestido dejaba al descubierto sus hombros pecosos y lubricados.
--Tienes que tranquilizarte. El periódico seguirá funcionando sin ti. Si pasa algo, siempre habrá quien se encargue.
--Se ve que no sabes lo que es dirigir un periódico que trabaja con información en tiempo real. La responsabilidad es grande, el trabajo te atropella y el sueldo es bajo. Pero estar atento a lo que pasa es una adicción para mí.
Luego del almuerzo, el reloj marcaba las 3:30 cuando entraron al hotel vecino. Julio todavía no creía que sus sueños eróticos juveniles estuvieran a punto de hacerse realidad. A su lado tenía la mujer que lo atormentó, que tiempo atrás lo hizo imaginar horas desbordantes de pasión y sexo en los lugares más inconcebibles.
En la recepción, Zamora buscó por todos lados un teléfono. Adivinando sus aprietos, Libia preguntó al hombre que anotaba sus datos si había un teléfono público.
--El único que hay debe tener telarañas. Creo que nunca funcionó.
Cuando cerró la puerta de la habitación, Julio terminó aceptando que aquel pueblo estaba incomunicado y que seguiría así como parte de su atractivo. Libia lo esperaba sentada en la cama, congelada en una pose de mujer fatal. Entonces se dijo que los años anteriores de su vida fueron construidos en espera de esos minutos, que nada de lo que pudiera ocurrir en adelante igualaría el valor de lo que estaba a punto de dar y recibir.
Sin embargo, las peores visiones del agónico Pancho Istúriz cobraron vida en el momento menos oportuno.
A esa hora, a un avión reservado para dignatarios se le apagaron los motores sobre el mar apenas despegó del aeropuerto internacional. En el pasaje iban el primer ministro, su esposa, los mandos militares y un tercio del gabinete. Participarían en la instalación de la feria de Hannover sobre libertades.
El mortal accidente reventó de inmediato en todas las páginas digitales. En minutos aparecieron en la red los perfiles del primer ministro, de su esposa, los jefes militares y ministros. Los portales más audaces se atrevieron a exponer posible causas del accidente y especulaban sobre las diferencias entre el primer ministro y el presidente.
En sólo tres horas los diarios habían dado un repaso a cada detalle de la catástrofe, apurando las traducciones en otros idiomas. Ante la inexplicable ausencia de Zamora, Olavarrieta corrió a la redacción en busca de respuestas. Echó un vistazo a aquella sala repleta de redactores tensos por la magnitud del desastre y la falta de dirección.
Aprobó asignarle al editor de la sección política el manejo de la crisis. Era el evento noticioso más impactante en décadas y “El Informe.com” debía estar presente, a pesar de que su jefe de redacción estuviera desaparecido.
--¿Dónde coño se habrá metido este pendejo? Cuando más lo necesito se desaparece sin avisar. Es un gran irresponsable.
En la montaña, Julio desvestía a Libia con la erótica paciencia de quien pela una cebolla. No quería quitarle las medias hasta cansarse de admirar sus piernas con el excitante envoltorio. La habitación tenía televisión, el único medio disponible, pero la imagen y el sonido eran deplorables que decidió apagarla.
A las 7:30 de la noche los bomberos habían rescatado parte de las víctimas del mar. Los cuerpos del primer ministro y de los militares fueron llevados a un hangar del aeropuerto y expuestos en fila. Los fotógrafos hicieron su trabajo y un minuto después las imágenes estaban en los portales digitales.
Ignorando la noticia de su vida, Julio yacía en la cama. La noche había caído en la montaña y él estaba exhausto después del maratón sexual al que lo sometió Libia Suárez. Sus infinitos trucos eróticos succionaron sus fuerzas hasta que perdió el contacto con la realidad un buen rato.
En ese preciso instante, Olavarrieta decidió que despediría al “hijo de puta” de Zamora por ausentarse en medio de una crisis, sin dar explicaciones y, peor aún, por no contestar el teléfono.
Antes de la medianoche, los redactores le habían dado forma al incidente. “El Informe.com” colgó como título resumen “Tragedia para el gobierno, muere en accidente aéreo el primer ministro, los jefes militares y más de un tercio del gabinete”.
Julio se levantó sediento. Estaba feliz. Fue a la ventaja a contemplar las estrellas. En las alturas se veían nítidas, titilaban gigantescas. Se dijo que aquella belleza tenía que ser un presagio magnético para su vida. Ese momento nada le importaba más que el cuerpo de Libia, no cambiaría lo que disfrutó en la cama ni por el adictivo debate en el diario sobre los titulares.
“El Informe.com” terminó la jornada en la madrugada con la difusión de una nota sobre el dolor del presidente por la tragedia. Una fotografía al lado captaba las lágrimas del dignatario, que se veía sinceramente abrumado.
Ese día todo cambió para Julio Zamora desde que bajó de la montaña y se enfrentó a su fracaso. No es necesario contar la manera en que fue recibido en el periódico y cómo Olavarrieta lo sacó de su oficina. Intentó armar una excusa, pero ninguna explicación lo salvaría del derrumbe a los ojos de sus compañeros.
Abandonó el edificio cabizbajo, preguntándose cómo pudo haberse perdido la acción en el suceso del siglo. Ya no le parecía tan convincente la noche de sexo con Libia como el sólido argumento que sostenía horas antes en defensa de su escapada.
Semanas después se enteró que Libia fue contratada por “El Informe.com” para ocupar la jefatura de redacción, el mismo cargo que quedó maldito por su ceguera. No estaba seguro si la odiaba o la envidiaba por tener el empleo.
Sólo entonces recordó a Pancho Istúriz y su prolongada convalecencia en un hospital público, alejado del mundo que lo celebró desde joven.
Fue a visitarlo en busca de consuelo. Cuando llegó a su reclusión con un absurdo plan para sabotear la internet y todos lo periódicos digitales del mundo logró arrancarle una sonrisa a su viejo maestro, quien lo recibió con los brazos abiertos, pero no pudo levantarse de su silla de ruedas.

domingo, febrero 14, 2010


Amigos, para el Día de Los Enamorados aquí va un cuento que tal vez recuerden de nuestro taller de Celarg, en 2003.



LOS GATOS PARDOS


El primer mensaje que se había posado en su buzón de correo electrónico cual ave extraviada camino al sur tuvo que ser un error de dirección: no era posible que el destino le deparase adrede, especialmente para ella, una tan luminosa sorpresa. Atisbó la sala de Procesamiento de Datos bañada en la fija luz fluorescente y le pareció la misma sala de siempre con las mismas personas embutidas en sus estaciones de trabajo entre el plafón pajizo tipo acústico y la alfombra gris tipo resistente al desgaste. Enfrente, Olivia estaba tejiendo con disimulo debajo de la mesa y no se percató de su conmoción. Sin pensarlo mucho bajó la vista y contestó la carta a hurtadillas, medio en juego, medio en un impulso desesperado por retenerla y hacerla suya de verdad. A las once de la mañana del día siguiente llegó otro mensaje. Desde entonces esa correspondencia se anidó en el umbral de su vida cotidiana en aquella zona imprecisa que se extiende entre las realidades aparentes y ocultas. Allí encuentra ella un antídoto a la vida, un refugio donde su existencia monótona burbujea y florece, allí se siente especial y única, a su antojo. Algunos hombres ya la han tocado, pero nadie tan de cerca como ese desconocido que le toca los sueños, ese hombre que le escribe y quién sabe de dónde. En el globo virtual las distancias son todas iguales, los mensajes llegan con la misma indiferente eficiencia desde tu propia calle como desde la Patagonia, Islandia o China, cualquier lugar exótico donde alcance la imaginación humana y los tentáculos soft y hard de los grandes monopolios tecnológicos.
¡Ay! pero ese corresponsal no puede estar tan lejos.
Ella sólo conoce el nombre con que firma sus cartas y por supuesto no es su nombre, nadie puede llamarse “Gatopardo”, por favor, no en ese espacio de tres dimensiones donde comemos, evacuamos y cobramos el sueldo mensual; en cambio él, Gatopardo, poco a poco y con verdadera maestría sembró claves y pistas llevándola a creer que adivina su ser corpóreo también, o — suposición más terrenal y deliciosa — que la está observando de cerca. Desde el principio esta correspondencia prendió la luz en su vida, pero la sospecha de ser vista le dio tonos de fuego. “Me excita saber que me estás espiando” se atrevió escribirle hace algún tiempo, y él se mostró complacido con esta declaración obviando la suposición implícita, sin confirmar ni desmentirla.
La confirmó en los días siguientes describiendo con minuciosa ternura algunos gestos inequívocamente suyos: mordisquear la punta de un lápiz, pasar la lengua por el labio superior en momentos de indecisión, rotar distraídamente la sortija en su dedo anular izquierdo entre el índice y el pulgar derecho; mencionó, como de paso y hablando de otras cosas, la manera poco usual en que ella solía sujetar el bolígrafo en la solapa de sus castas blusas almidonadas. Quiso dejar constancia de que la conocía en el espacio real también, ya no quedaban dudas al respecto. Las palabras escritas en la pantalla de su computadora desataron en ella la violencia de existir, se tornaron sortija, dedo, labio y lengua; se compró camisetas escotadas y vestidos ceñidos, trocó los eternos zapatos de dignidad incorruptible por sensuales sandalias doradas. Atraviesa las horas volando sobre sus tacones altísimos en la voluptuosidad de la atención ajena, preñada de su secreto, iluminada por la espera de recibir en su computadora la dosis diaria de cocaína por correspondencia.
Cualquiera puede ser él. El tipo con gemelos del edificio de enfrente, ese vecino que la mira raro en el ascensor, el dependiente del Videoclub, Sony el contador, el licenciado Horovitz asistente a la Vicepresidencia o ¿tal vez, ¡ah! hasta el propio Vice en su multinacional y bronceada persona? ¿Su oído aguzado habrá detectado cierta complicidad en el último gracias por el café señorita? Sea quién fuese, algún día tendrá que delatarse con un zarpazo involuntario, un rugido reprimido de Gatopardo. Ella los espía a todos, detalla las maneras de ser de cada hombre en la Compañia, atenta especialmente a sus palabras, buscando en ellas algún eco extraviado de esas tormentas que los emails desatan a diario en las zonas erógenas de su cerebro. Por primera vez en su vida el mundo está lleno de hombres. Los observa pasando la lengua por el labio superior, en ese gesto antes inconsciente y ahora sensual adrede, penetra sus miradas que no la ven, o la ven a medias, o resbalan perezosamente sobre su superficie de mujer, algo esquivas y algo lascivas, y en regla general algo sorprendidas también por los cambios que están ocurriendo en su aspecto habitual de solterona descuidada. Tiene un amante, concluyó Olivia observándola disimuladamente por encima de su propia pantalla. Y Jim Keith se maldijo en silencio por no haber sido capaz de fijarse durante tantos años en el tremendo potencial erótico de su asistente personal. Desde que se soltó el moño y emergió de su capullo de blusas deformes y lentes cuadrados, ya era demasiado tarde. Hizo un intento, cómo no — pero ella ignoró sus avances de manera humillante, ni siquiera se dio por enterada. No le quedó otra al licenciado que devolverse las manos y el orgullo al lado habitual de su escritorio ejecutivo donde se irguió en toda su corta estatura y desahogó su frustración sexual en forma de una avalancha de informes. Horas y horas extras sin cobrar – y si no le gusta, señorita, hay filas de candidatas para llenar la vacante. Cosa rara, el castigo no pareció importarle, aceptó con sumisión de esclava cualquier trabajo adicional que le encargaban.
No se le ocurrió a su jefe que ella anhelase cualquier pretexto para quedarse en las oficinas fuera del horario regular. Sola, sin testigos, con su computadora y el acceso al correo electrónico tiene todo lo que su corazón necesita. Y el camino libre — ¡al fin!—para investigar. Martilla el teclado con la furia de ciento veinte palabras por minuto esperando que Mateo, el vigilante, termine su ronda para lanzarse tras las huellas de su felino corresponsal. En su fuero interno ella sabe su esfuerzo inútil, ninguno de los hombres que trabajan allí sería capaz de escribir como él, y no obstante fisgonea en las computadoras ajenas, registra gabinetes indefensos en pos de descuidos y deslices, contraseñas pegadas en el interior de las gavetas, notas olvidadas sobre los escritorios y dentro de las papeleras. En las oficinas vacías las sombras de la noche ablandan las pantallas y el vidrio de los tabiques se vuelve permeable a la oscuridad. Todo es gris, desconocido y posible bajo la luz endeble de las lamparitas de ambiente embutidas en el plafón; misterios insospechados afloran en la quietud de los aparatos de aire y de los teléfonos en reposo. Ella sortea los pequeños abismos personales y secretitos privados, no le interesan las fotos ambiguas, los frascos de Viagra en los cajones de uno que otro licenciado, ni siquiera el novedoso consolador de tres velocidades en la bolsa de tejido de Olivia, cada cual tiene derecho a lo suyo ¿no?, tampoco quiere ahondar en ese algo equivocado y oscuro que parecen exhalar los ambientes desvestidos de su actividad diurna, —nada concreto desde luego, un olor tal vez, un tenue malestar que acecha de todos modos tras tantos informes y tantos años de procesar datos y hacer el café sin saber realmente para qué sirve todo eso— total, los negocios de la Empresa no le incumben, ella se afana en lo suyo, busca, revisa, investiga — pero ni rastro de Gatopardo.
Al día siguiente, frustrada y ojerosa, encuentra un nuevo mensaje en su buzón de correo: “!Ay! mi gatita salvaje. Por favor ten cuidado: no es bueno que te pillen husmeando por las oficinas de noche. Créeme, en esas grandes empresas mientras menos se sabe, mejor. Y no vale la pena: no podrás encontrarme hasta que yo lo quiera.”
La gatita salvaje no logra reprimir un maullido convulso, despertando la solícita curiosidad de Olivia. El corazón se le sale del pecho, galopa entre las estaciones de trabajo, se lanza por la ventana en un “salto mortale”, da diez vueltas en el cielo y termina por estrellarse, jadeando de terror y dulzura, en la alfombra a sus pies.
—A ti te pasa algo, amiga— insiste Olivia; el momento es bueno para insistir, ella revienta de deseo incontenible por contárselo todo, a Olivia o a cualquier persona dispuesta a escucharla, necesita hablar de Gatopardo, de las cartas (tiempo hace que se muere por presumir con ellas); vacila, abre la boca — pero no. Se traga su sollozo y su secreto, se sofoca casi pero resiste y sólo menea la cabeza, que no. No le pasa nada. Un dolorcito que le da a veces acá, en el costado, sin previo aviso. No confía en esta entrometida ni en nadie, debe proteger su felicidad.
Su valor de no abrir la boca se ve recompensado: desde ese día la temperatura sube y los atrevimientos se precipitan. El maestro del suspenso sabe cómo jugar con ella, gato grande con la gatita consentida, palpitante de ganas de estar por fin apresada entre sus patas. En los días que siguen las cartas adquieren un tono cada vez más cálido, del cálido pasan a sensual a la vez que insinuante, de sensual pasan a desvergonzado, de insinuante pasan a explícito. Incluso muy explícito:
“Te imagino caminando por el corredor oscuro en tus sandalias doradas” escribe, (ella pasará horas buscando a hurtadillas en sus propios mensajes enviados: ¿alguna vez le he mencionado sandalias? ¿Le dije que eran doradas?), “caminas entre puertas cerradas; un ventilador enorme al final del pasillo remueve el aire y levanta amorosamente tu falda” (jamás—está segura de eso —jamás le habló del pasillo de Archivos en el Sótano Tres, ¿por qué lo hubiera hecho?). “Quisiera estar detrás de una de esas puertas, abrirla en el momento oportuno y arrastrarte dentro de un cuartito aislado donde serán mis manos las que levantarán tu falda y se deslizarán debajo de tus bragas. Te aprisionaré allí contra la pared y acariciaré tus muslos y nalgas, nada más, sin tocarte donde más anhelas, hasta que me pidas a gritos la clemencia de poseerte. Pero sólo te haré sentir mi dureza contra tu vientre y mis manos seguirán en lo mismo hasta que estés lista, al borde de explotar, explotando casi... ¡Ay! y entonces te empujaré frustrada y enloquecida de vuelta al corredor, ahora iluminado y lleno de gente donde no podrás seguir acariciándote sola, ni siquiera buscar alivio exponiendo tu sexo ardiente a la brisa del ventilador. Te seguiré viendo, oculto, gozando de sentirte insatisfecha, hambrienta de mí... Te quiero muy hambrienta. Perdóname, mi gatita. No resisto la delicia de hacerte sufrir. Sé que estás sufriendo en este mismo instante, leyéndome. Ten paciencia. Te compensaré con creces esa espera, haré todo lo que necesitas para que vibres y grites de placer, hasta que estés ahíta y ronroneando. Es una promesa firme.”
El mensaje le llega de noche, (otra vez horas extras, alivio de luces bajas, tensión de sillas vacías.) Lee y vuelve a leer esas palabras. “¿Cuándo será?” teclea desesperada, “¡dime cuándo, Gatopardo! “ Se imagina todo, vibra, tiembla, se acaricia allí donde él posó sus manos virtuales y también donde dijo que no, qué pecado, sola frente a la pantalla parpadeante, sola en la sala de Procesamiento de Datos, las ventanas cerradas, las cortinas corridas, se corre sola en el corredor de su mente, pero ilusionada y soñando, y no sabe con quién. Pero es indiscutible que el día anterior la enviaron al Archivo en el Sótano Tres, donde, efectivamente, atravesó el pasillo largo y estrecho que culmina en la reja de un enorme ventilador y, es cierto, la corriente de aire hizo volar su falda y acarició su sexo. ¿Cómo pudiste saberlo? Puertas cerradas por ambos lados... ¿Tras cuál de ellas estabas, bandido?
Llega a su casa cual sonámbula, toda al revés; pone granos a las matas, riega al canario, se maquilla para dormir y se acuesta desnuda sin quitarse las sandalias, le falta el aire, la corriente de aire; entre la suavidad de las sábanas y el peso del colchón fantasea con el pasillo largo y oscuro y el Gatopardo acechando tras cada puerta. No logra conciliar el sueño. Saca del ropero una de sus amplias faldas de siempre y la corta a mini, más mini no se puede, dobla el ruedo con la plancha a vapor y cose hasta el amanecer. No ve la hora en que apunte el día para causar alboroto en la sala de Procesamiento de Datos. ¿Cómo pudo esconder durante años un par de piernas como las suyas debajo de tanta ropa, virtud y pudores?
A las once le llega un escueto mensaje de respuesta. Una sola palabra:
“Hoy.”
Una descarga tumba los breakers de aire acondicionado y hace estremecer a todos los protectores de corriente. Hoy. Casi se desmaya de espera, toda ella palpitante de espera por ser acariciada y maltratada por él. La espera se le metió en el cuerpo, le aprieta el bajo vientre y camina por su espalda, la mueve a suspirar hasta que los pechos se le salen del escote, a cruzar y descruzar las piernas ante los ojos de Jim Keith mientras éste le dicta un memorandum y suda como un condenado, el maldito aire no funciona, tome nota señorita, ehem. Bien.
—Y lléveme estas carpetas a Archivo a mediodía. Bien.
—Y hágame el favor de usar ropa más apropiada para el trabajo, se está haciendo notar demasiado.
A su jefe se le eriza hasta el bigote. Se quita los lentes y ocupa las manos en limpiar el empañado con un kleenex. Ella, con un mohín compungido se acaricia los muslos en un vano intento de cubrirlos con la faldita. El Gatopardo la tiene en sus garras y no la suelta más ni por un instante. Los cristales gruesos de las gafas de Olivia brillan con severidad divertida encima de su pantalla, mientras considera regalarle un consolador a su compañera de parte de “el amigo Secreto” en Navidad, pues los hombres no sirven para nada, ¡qué va!, luego duda: falta más de un mes y esto parece una emergencia.
Pero el tópico de interés cambia de giro al final de la mañana con la llegada del equipo de técnicos encargados de poner en práctica las últimas decisiones del Comité Para el Mejoramiento del Rendimiento Laboral. Dos de ellos la desalojan de su puesto, meten la mano en su computadora, entran al sistema operativo... — ¿Qué me están haciendo? — pregunta ella, pasmada.
Olivia le informa en un susurro que están matando los virus, limpiando los archivos personales y desconectando los accesos a Internet. Las mesas tambalean y los cuadrados de luz fluorescente se hacen papilla ante sus ojos. — ¿Y mi correo?—balbucea agonizando. El jefe de los técnicos consulta su lista y confirma que será eliminado. A todos los empleados de grado menor que ocho se les cierra el buzón de correo, las estadísticas han demostrado que...
Las uñas afuera, resucita y se abalanza sobre esos verdugos tratando de frenar el proceso de la destrucción. No le pueden eliminar el correo electrónico. ¡Por favor, no! Por lo menos, no hoy, no ahora. Que le den una prórroga, ¡sólo una tarde de prórroga! En nombre de Dios y la meritocracia, que tengan piedad, apenas le falta un mísero grado para llegar a ocho, como Olivia... ¡No le hagan esto, por favor, por favor! Su corazón desconectado se marchitará y se irá con el viento cual hoja seca al llegar el otoño. (Especialmente hoy, él dijo que hoy, iba a revelarse ante ella ¡HOY! —¿y cómo sabrá cuándo y dónde sin el próximo mensaje?)
El informe del Comité está basado en una cuidadosa vigilancia de la gente por la red de cámaras escondidas y el lamentable comportamiento de esta empleada confirma sus peores conclusiones. Esa chusma de grados inferiores gasta en páginas porno y cuartos de chateo montones de tiempo que le pertenece a la Empresa. Sordos a sus ruegos y protestas los técnicos se afanan en su infame labor que queda concluida en pocos minutos antes de pasar a la estación de trabajo siguiente. Aturdida, impotente, ella recupera por fin la pantalla opaca y ya nada suya, pulsa con desespero los botones de siempre, teclea y vuelve a teclear su contraseña de siempre, pero la computadora no reacciona, limpia e inocente como recién instalada, simple caja de plástico diseñada para procesar informes.
En un santiamén toda su felicidad secreta quedó hecha añicos. El dolor de la pérdida le tuerce el estómago en una violenta arcada. Renuncia a los intentos inútiles, pierde su aura sensual y se desploma en la silla cual muñeca de goma desinflada.
Menos mal que el reloj automático anuncia la pausa del mediodía. Olivia propone ir juntas al comedor y al no obtener respuesta alguna se aleja meneando la cabeza con apesadumbrada sabiduría. La infeliz enamorada queda sola en la sala de Procesamiento de Datos. Sobre el escritorio, frente a su mirada nublada por el sufrimiento comienza a precisarse la pila de carpetas que hace siglos, — aunque sólo transcurrió una hora— su jefe directo le encomendó llevar al Archivo; y junto con la visión de las carpetas emerge en un nuevo arranque de vida el verdadero significado de los últimos mensajes del Gatopardo. ¡El Archivo! ¡ El corredor del Sótano Tres!
Éste es el lugar de la cita. No puede ser otro. HOY. ¡Ahora!
Agarra las carpetas y sale volando.
Apenas se abren las puertas del ascensor frente al largo corredor de sus sueños siente que está en el sitio correcto. Todo va a pasar como lo dijo él. Ha recibido todas las señales y el encuentro es inevitable. La excitación le eriza la piel y los latidos del corazón palpitan en todo su cuerpo al ritmo del traqueteo del ventilador implacable como el destino, mientras camina paso a paso hacia la reja oscura al final del pasillo y el viento se introduce con descaro debajo de su minifalda. Ni siquiera emite un chillido cuando ocurre exactamente lo que estaba esperando. En la vida real, esta vez. Una de las puertas laterales se entreabre primero, luego se abre de par en par y ávidas manos masculinas la arrastran dentro de uno de los depósitos del Archivo. Ella cierra los ojos y coopera con su destino sin oponer la más mínima resistencia, sintiendo ¡por fin! en ambas nalgas la indescriptible felicidad de las ansiadas manos de Gatopardo.
—Eres tú, mi amor, por fin tú... – susurra desmayada, y él, sin parar de palparla confirma con la voz ronca de deseo y que no obstante le parece conocida: —Yo, yo, yo...
Abre los ojos y, a pesar de la penumbra que reina en el cuartito se sobresalta de sorpresa al no descubrir ninguna cara a la altura de la suya antes de bajar un poco la vista y encontrarse con su jefe directo, Jim Keith, aferrado a su trasero con los ojos desorbitados tras sus gafas y la boca torcida en un rictus de sátiro, babeando y balbuceando: — Dios ¡Cómo esperé por ti! Me iba a morir si no venías...
Las carpetas que aún apretaba contra el pecho se le caen de las manos. —¡Usted...! — exclama petrificada — Licenciado... ¡usted!
—Llámame Jimmy...
—Usted...
—En persona y loco por ti...
—¡Usted me atrajo aquí!
—Admito que lo hice... Y me entendiste, mi guapa, mi chica lista ¡ entendiste cuando te dije “archivo”...! ¡Cómo esperé por ti!
—Usted es...
—Sí, mi gatita preciosa. Un desgraciado... Eso soy... Y todito para ti.
Ella siente su miembro hincarse en sus muslos, recuerda cómo la miraba últimamente, recuerda las cartas y el molino dentro de su cabeza gira a velocidades vertiginosas revolviendo sueños y realidades hasta que con un estrepitoso ¡bingo! todas las piezas del misterio encajan en su sitio en la deslumbrante luz de la única verdad posible. ¡Por Dios!¡Tenía que ser él! ¡Todo el tiempo ha sido él! ¿Quién más podría conocerla tan íntimamente como su jefe directo? Los hechizos de sus mensajes borrados se concentran en una marea de lava que le sube por dentro arrasando con lo anodino de los rasgos de licenciado Keith, su aburrida personalidad y escasa estatura, total, con todo que no sean las palabras ardientes que le escribía y las manos que le acarician las nalgas e insisten, insisten, como en la última carta, ¡ay! cómo insisten, sin hablar de esta cosa enorme cuya dureza la desquicia... La lava se desborda, ella es un volcán ahora, vibra en sus manos, late en sus manos, palpita, lanza cohetes. Se agacha un poco, abre los brazos y le suspende al cuello sus setenta y tres kilos de carne enamorada.
—Mi Gatopardo... – susurra casi desmayada — Mi Gatopardo ¡Cuánto soñé con este momento! ¿Cómo pude ser tan ciega? Dios mío, te amo ¡Te amo!
Ninguna secretaria antes de ella le había dicho eso. La inconfundible sinceridad con que lo dice puede mover montañas y pervertir una sana intención sexual en Dios sabe qué cosa. A él lo toma por sorpresa, le nubla la mirada y las gafas, lo fulmina con el rayo de una revelación. Ella acerca el rostro al suyo y con los últimos restos de cordura repite:
— Eres mi Gatopardo, ¿verdad?
Y Jim Keith, su jefe directo desde hace siete años, incapaz de hablar pero halagado y enardecido por tan fiero apodo, le devuelve la mirada enloquecida y para complacerle mejor arquea el lomo y emite feroces gruñidos de felino grande en la selva:
—¡grrrrr...! grrrrr... grrrr...


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En el mismo Sótano Tres, a cuatro puertas de distancia, frente al panel de múltiples pantallas, el escritor frustrado —quien para subsistir tuvo que conformarse con un infame empleo por turnos en la Central de Control Total que la Empresa mantiene discretamente oculta —ese escritor olvidado por Dios y los editores suspira su dolor y desencanto mientras pone el punto final al último grrrrr del relato. ¡No era ese el desenlace! Se le fue de las manos la protagonista, concluye enfocando con indudable masoquismo la cámara escondida número S318 que da al depósito, donde la que fue su gatita salvaje está retozando sobre un lecho de carpetas con su jefecito gringoide quien inicia con verdadera furia amorosa el tercer round del encuentro. ¡Qué mujer! Y todita creada por él...
El escritor prende un cigarrillo y los observa por un rato con melancólica frustración. Cuatro puertas. ¡Sólo faltaron cuatro puertas...! Y ese imbécil tuvo que interponerse cosechando para sí los frutos de semanas de cuidadosa preparación en la que él invirtió tanto trabajo, finura y talento literario. Qué asco. Eso comprueba su teoría de que ni el narrador más omnisciente y maquiavélico domina todos los elementos de su propia creación; siempre pueden surgir uno o varios factores inesperados que alteren el producto. ¡Cuatro puertas! Y ¿quién hubiera pensado que ese molusco importado ha sido dotado de un aparato de tan escandaloso tamaño con que la naturaleza en su fantasiosa sabiduría suele recompensar a algunos enanos? ¡Encima, qué desempeño! Y ella, dulce amada, ¡ay! cuánto necesitaba esto, pobrecita, y todo por culpa de él, su único y verdadero Gatopardo, quien la cocinaba a fuego lento y la mantenía a punto de caramelo, ¡para otro, maldita sea! —cómo se contorsiona y gime... Se ve tan feliz, la gatita, se muere y renace y pide más y más y más... Diablos. Y ni siquiera le queda la vía electrónica para... ¿para qué? ¿Acaso vale aclarar las cosas? Ese momento tan preparado, esa explosión del primer encuentro no podrá recuperarse jamás.
Es más: el escritor tiene que admitir a regañadientes que en cierto terreno específico pierde cuanto menos uno a dos a un tal Jim Keith. ¿Qué haría él con semejante volcán femenino después de ese fenómeno de tamaño y aguante? Y eso que la creó romántica y pudorosa, que derrochó tanta prosa para despertar sus instintos... Pendejo, claro... pero, por otra parte: ¿qué prueba más elocuente de su fulminante talento?
Una vez perdido… Respira hondo una y otra vez y de pronto se siente magnánimo como el mismo Dios. Al fin y al cabo tiene el poder de rescribir el final de la historia.
Con lo poco de sonido que se capta por el circuito cerrado parece que el enano se está enamorando más a cada embestida; está delirando, le está prometiendo ahora un estudio propio en El Rosal y una cuenta en dólares en su país natal — ¡encima tiene pasta, el animal ese! Los milagros ocurren a veces... ¿Y si ese va de verdad? Cabe de suponer que el licenciado Keith apreciará en su debido valor el don anónimo de las cartas de un tal Gatopardo depositadas con una escueta explicación en el buzón de su correo privado. Con un mínimo de inteligencia sabrá que le conviene apropiarse definitivamente del engaño. Jimmy The Wildcat… Qué asco, definitivamente ¿Será capaz de leer algo más que un informe de ventas? No importa, de noche, todos los gatos... ya se sabe. Y al menos esta historia se salvará de caer sin remedio en el abismo de la incoherencia. No está nada mal, piensa el escritor algo más satisfecho — en el plano narrativo, digamos, pues en el otro mejor ni hablar con la tamaña frustración que le atormenta el cuerpo. Por un momento considera la opción de satisfacerse solo frente a ese magnífico life show en circuito cerrado cuyo protagonismo le ha sido arrebatado en el último momento.
Pero no.
No va a sabotear un cuento de calidad con un final tan miserable.
Suspira otra vez con la potencia de un fuelle y por nostalgia o pura costumbre, enfoca en la pantalla principal la cámara P472, piso cuatro, Sala de Procesamiento de Datos. El puesto de ella está vacío, claro, ocupada como está con el jefe en el Archivo... Va a ser difícil olvidarla, duro – duro... Pero por el otro lado del escritorio está Olivia, otra solterona empedernida, con menos potencial a primera vista, y también algo mayor y más fea — aunque tampoco su compañera se veía muy atractiva al principio, admítelo. Pareciera que se las buscan así en la Empresa, vaya a saber por qué. Sería un reto experimentar con ella, despertar su sensualidad, ver hasta donde puede llegar. Viéndola bien no es... bueno, la verdad que es espantosa, la Olivia. Pero, ¿por qué ella, por qué allí? No tiene sentido buscar en ese particular departamento ni repetir la misma historia. Ésta — se acabó. Zoom out.
En el panel de pantallas frente a él múltiples cámaras escondidas panean otras salas y otros departamentos, caras herméticas detrás de cada escritorio, vidas herméticas detrás de cada cara, cuentos desconocidos palpitando en cada una de ellas. Poder, él tiene el poder. Introducirse como virus en sus circuitos cerrados, quebrar sus contraseñas y resistencias...
Sólo que esta vez ¡mosca por favor! Discreto y omnisciente. Nada de involucrarse con los propios personajes.
El Gatopardo suspira por última vez, se quita las gafas y comienza a pensar en un nuevo seudónimo.

lunes, febrero 08, 2010

José Balza

Querida Krina, en una entrevista publicada en El Nacional, le preguntan a José Balza referencias sobre la literatura contemporánea venezolana y entre varios nombres menciona los "maravillosos libros" de Krina Ber. Sigue cosechando

Saludos, Néstor