viernes, julio 10, 2009

Chicos queridos
Hace tiempo que no he puesto nada en este blog. Y de pronto se me antoja colgarle algo.

Por qué no lo que justamente estoy escribiendo? Este texto forma parte de una novela que con el favor de Dios espero terminar algún día, pero se me va por todos los lados posibles y aún no le veo el final. Es como caminar en una ciénaga sin ver la otra orilla. Bueno, es una muestra
El capítulo se llama: Aeropuerto



Los viajes evocan siempre otros viajes, funden misteriosamente en uno solo todas las ocasiones en las que había recorrido el mismo trayecto, ese vuelo Ginebra - Caracas tras unas cortas visitas en Suiza que remataban mis estadías en Israel, sin embargo, aquel primer regreso a Caracas destaca con nitidez en mi memoria, diferente por ser el primero y por las inusuales tormentas que sacudían el aparato encima del Atlántico, incluso recuerdo la cara barbuda del comerciante que me relataba durante horas su vida y hazañas económicas, pero no su nombre aunque me lo hubiera dicho, probablemente, una y otra vez, mientras se deleitaba con la ortografía tan exótica del mío, con el ka de Karlota y el ese zeta de Szkornik, que había vislumbrado en la etiqueta pegada a mi bolso de viaje. Atravesábamos interminables zonas de turbulencia y la señal luminosa de los cinturones de seguridad no se apagaba nunca en ese vuelo que había salido tarde, porque los pronósticos de mal tiempo en el Caribe atrasaron su despegue por casi tres horas que matamos con Jacques en las tiendas y en el bar del aeropuerto de Ginebra. Venía de una intensa estadía en Suiza que había apurado entre construcciones nuevas y proyectos, hablando de arquitectura en los bistrots de Lausanne y contando sin respiro mis propias experiencias de Venezuela, había ido de visita a la facultad y abusado de mi tarjeta de crédito en tiendas antes inaccesibles para mí, había visto a todos los amigos que importaban y, al término de ese torbellino, una extraña sensación de seguridad me arropaba al comprobar que también allí, como en Israel, los lugares conocidos y los rostros de la gente no habían cambiado durante mi ausencia, y que sus circunstancias vitales apenas se veían perturbadas por los avances deseados o previsibles: el casamiento de una pareja de amigos, el bebé de Ruti, el ascenso de Kian o la jubilación del padre de Jacques que ahora pasaba mucho más tiempo en casa y nos llevó a una excursión en los Alpes.
Por ahora, todos mis mundos estaban a salvo del tiempo.
No quería pensar en Jacques. Estaba molesta y perturbada —más de lo que quisiera admitir—por nuestra última conversación, la cual, propiciada por el retraso del vuelo y por las copas que nos tomamos en el bar, se había desviado por caminos indeseables arruinando cinco días de comunión de almas y amistad perfecta en la casa de sus padres donde, como siempre, me había hospedado. No había nada nuevo en los patrones que regían nuestra amistad, ni en mi íntimo rechazo de verlo como un hombre enamorado (con su masa corporal excesiva ni siquiera lo veía como hombre), pero ese año yo era libre como el viento, ya no podía escudarme en mi condición de novia de Francisco ni sostener la mirada de los deslavados ojos de Jacques clavados en mí desde la trinchera de sus gruesos lentes de miope cuando me había confesado, con esa manera suya de decir las verdades de un modo lento y escéptico de quien está bromeando a medias o no se las cree del todo, que todavía se masturbaba pensando en mí, una a tres veces al día. No tienes por qué ser tan explícito, lo increpé en el mismo tono, la penumbra del bar disimulando mi rubor. También puse en duda la frecuencia enunciada diciendo que tres veces era una exageración o un alarde destinado a impresionarme; ¿eso es lo que crees? preguntó, y nos reímos, y tendí un despreocupado puente hacia otros temas, como si me hubiese hablado de sus hábitos de esquiar y de comer raclette o de que lo estimulara sexualmente la imagen de Jane Fonda en su traje de viajera espacial en Barbarella. Pero más tarde, en el avión, sus palabras persistían en ensuciarme la conciencia. Me sentía secretamente agredida, secuestrada incluso, abochornada como si me hubiera obligado a presenciar cómo se masturbaba a mi lado con su meticulosa lentitud de saurio. Si, en vez de tanto hablar se hubiera atrevido a entrar a mi cuarto en alguna de esas cinco noches, probablemente le habría otorgado lo que él tanto deseaba y yo valoraba tan poco —y por qué no, en fin—, probablemente, sin despegar los párpados, me habría imaginado en los brazos de Francisco: el único y vergonzoso recurso que ni bajo tortura confesaría a nadie, para que todavía, a un año de la ruptura, las caricias de otro hombre provocaran en mí alguna respuesta. Esa era la otra razón de mi malestar. Al fin y al cabo, yo no era muy diferente de Jacques.
El avión avanzaba zarandeado como un juguete en el aire y la incomodidad dejada por esa confesión no se disipaba, aunque pretendiera olvidarla prestando oído al acoso verbal de mi vecino de asiento en cuya verborrea febril había una gran dosis de miedo, el mismo que sentí yo también, cuando, al descorrer la persiana, en vez del eterno sol de la tarde que siempre acompaña ese vuelo una espesa negrura de nubes acechaba detrás la ventanilla. Pero el verdadero peligro era otro. Los viajes evocan siempre otros viajes, especialmente los en que habíamos recorrido el mismo trayecto, y yo no quería caer en esa trampa, ya nada tenía que ver con la Karlota que fui el año anterior cuando atravesaba por primera vez el Atlántico y soñaba con el inminente reencuentro con Francisco, aún enamorada, limpia de futuro y sumida en ese estado de anticipación febril que es la esencia pura de la felicidad. Al fin me di por vencida: cerré los ojos pretendiendo dormir, olvidé a Jacques, a las turbulencias y al barbudo y me dejé arrastrar como presa inerte por el demonio de la nostalgia. Pensar en nosotros dos en el aeropuerto, en el jeep y en la habitación de Melia Caribe era un placer tan dudoso como pasarse las uñas por las costras de una herida que no había cicatrizado por completo y, sin embargo, el dolor no logra vencer las ganas de rascarse, pero al menos me salvó del pánico que se había apoderado de los pasajeros durante la bajada hacia Maiquetía y el resbaloso aterrizaje contra el viento y la lluvia. El tiempo era de verdad terrible, todos nos mojamos al bajar la escalerilla a pesar de los grandes parasoles que nos suministraron en el avión.
Los viajes se funden unos con otros y tienden a devolvernos a los estados del alma que habíamos experimentado en los viajes anteriores: hasta allí, se supone, llegan los límites de ese hechizo, no obstante, cuando salí del hall de pasajeros y me topé cara a cara con él, por un momento sospeché, fulminada de asombro, que también tenían el poder de mezclar los tiempos y recrear realidades. Porque allí estaba Francisco, en carne y hueso. Toda la sangre me subió a la cabeza y el mundo desapareció por un instante en la negrura de un casi desmayo. Sin asomo de duda, era él. Llevaba una camisa blanca y vaqueros desteñidos como si fueran atuendos de un príncipe, y el mismo corte de pelo de mis recuerdos recientes, incluso la misma chaqueta de cuero colgada al hombro y la misma expresión de impaciencia que le había provocado el año anterior el retraso de mi avión. Un año, en fin, no era nada. Tal vez no era nada en el tiempo mágico del trópico que parece volverse sobre si mismo como una serpiente que se muerde la cola, pero yo tenía apenas un año de vivir en Venezuela y todavía no sabía nada de eso.